Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.
Tagaste
A su regreso a Africa (388), Agustín se estableció en Tagaste. Enajenó su modesto patrimonio familiar y comenzó a vivir en comunidad con sus amigos:
«Tras recibir el bautismo plúgole volver a Africa, a su propia casa y heredad, juntamente con otros compañeros y amigos. Y allí, durante casi un trienio, desembarazado de cuidados seculares, vivió para Dios en compañía de los amigos que se le habían juntado, entregado a la oración, al ayuno y a las buenas obras, meditando día y noche en la ley del Señor. Y lo que el Señor le revelaba en la oración y en la reflexión lo trasmitía a presentes y ausentes de palabra y por escrito» (4).
La escasez de noticias sobre la vida concreta del grupo ha alimentado una polémica acerca de su estado jurídico-espiritual. Algunos autores no ven en Tagaste ni monjes ni monasterio. Habría sido una “simple casa de filósofos”, “una cofradía de letrados” o “una agrupación de ascetas”. Las cartas y obras del santo reflejarían un otium más propio de filósofos que de monjes. Ni Agustín ni Posidio emplean el vocablo monasteriumal referirse a Tagaste. Además, quizá sólo Agustín llegó a renunciar a sus bienes. Otros escritores conceden más importancia al “propósito” agustiniano de renunciar a toda esperanza secular para dedicarse exclusivamente al servicio de Dios, enriquecido y purificado por la experiencia y el estudio del monacato durante su permanencia en Roma; a su conciencia de pertenecer a la categoría de los siervos de Dios; a las notas con que colorea la vida del verdadero sabio; al carácter eclesiástico de su producción literaria, que ya concibe como apostolado al servicio de la Iglesia; a su condición de ex-maniqueo; y a la descripción de Posidio. Esta segunda opinión me parece más acertada. En Occidente los límites entre ascetas y monjes todavía no estaban suficientemente delineados. El término Monasterium no era común ni había adquirido aún un significado unívoco.
Hipona: el monasterio del huerto
El año 391 Agustín viaja a Hipona con el doble propósito de levantar allí un monasterio y de ganar para la vida monástica a un amigo. Pero su fama le había precedido y torció sus planes. Valerio, el obispo de la ciudad, buscaba un colaborador que le ayudara en la predicación, y aprovechó la ocasión para ordenarlo de sacerdote. Anciano y de latín vacilante, era consciente de sus límites y suspiraba por alguien que le ayudara a sostener la comunidad (5).
La ordenación sacerdotal podría haber truncado su vida monástica, ya que, a pesar de algunas excepciones, el sacerdocio todavía era considerado como incompatible con la vida monástica. Agustín saltó por encima de esa manera de pensar y manifestó al obispo que no podía prescindir de la compañía de los hermanos. Valerio acogió sus deseos y le ofreció un huerto en el barrio eclesiástico de la ciudad, donde Agustín construyó el primer monasterio de Hipona:
«Ordenado sacerdote, levantó inmediatamente un monasterio en la iglesia y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla establecida por los apóstoles. Norma fundamental en aquella sociedad era que nadie poseyera nada propio, sino que todo fuera común y se distribuyera a cada uno según su menester, según él ya lo había practicado antes, después de regresar de Italia a su patria» (6).
La Regla, escrita probablemente para este monasterio hacia el año 397, el opúsculo De opere monachorum y, en menor grado, otros escritos del santo nos permiten adentrarnos un poco en su organización. Al frente de él estaba el prepósito, es decir, un monje laico encargado del mantenimiento de la disciplina y de la formación espiritual de los hermanos. Otros cuidaban de la ropería, despensa, biblioteca, etc. De ordinario, los monjes iban en comunidad a la iglesia de la ciudad para participar en la eucaristía y en otros servicios litúrgicos. Pero dentro del monasterio disponían de un oratorio destinado exclusivamente a la oración. Su jornada estaba distribuida entre la oración, el trabajo, casi siempre manual, y la lectura.
El monasterio se convirtió pronto en un auténtico mosaico de caracteres humanos. Sus moradores eran muy diversos unos de otros en edad, educación y extracción social. La mayoría provenía de las capas inferiores de la sociedad. Agustín habla de esclavos, libertos, agricultores, obreros y artesanos. Pero no faltaban miembros de familias acaudaladas y aun senatoriales. Había monjes ilustrados y monjes ignorantes, aunque los analfabetos debían de constituir una exigua minoría. También la edad variaba. Consta la presencia de algunos niños y jóvenes. Al parecer, éstos entraban como pupilos y sólo a los 16 o 18 años se decidía su definitiva incorporación al monasterio o su retorno al siglo. La casi totalidad de los monjes eran laicos. Pero, con el tiempo, quizá ingresara algún clérigo y, desde luego, algunos monjes fueron agregados a la clerecía. Monjes de este monasterio fueron Evodio, Posidio, Severo y Antonio, obispos, respectivamente, de Uzala, Calama, Milevi y Fussala.
El ideal fundamental seguía siendo el mismo que en Tagaste, aunque más encarnado en la estructura eclesiástica local y enriquecido por la experiencia pastoral de Agustín y por su estudio sistemático de san Pablo. Agustín continuaba suspirando por la caritas veritatis, es decir, por el retiro, la contemplación, el estudio de la Escritura y la santificación personal. Pero el recuerdo de la pasión de Cristo, el ejemplo del Apóstol, las tareas pastorales y su corazón ardiente le van liberando del “egoísmo espiritual”, ayudándole a rebasar los estrechos límites del monasterio y a descubrir cada día con mayor claridad las exigencias de la caridad — necessitas caritatis—. La Iglesia es una madre que necesita de nuestra ayuda en su sublime misión de alumbrar hijos para el cielo. No seríamos buenos hijos si se la rehusáramos. Consiguientemente, el monje debe saber renunciar a su ocio, aunque con discreción y sólo si la Iglesia requiere sus servicios:
“Si la madre Iglesia deseara vuestra colaboración, no la prestéis con codiciosa arrogancia ni la rechacéis con indolente negligencia” ( Epist 48, 2).
Este consejo resume el pensamiento de Agustín acerca del apostolado de los monjes. Más tarde lo aplicará a todos los cristianos:
«El amor a la verdad busca el ocio santo; la necesidad de la caridad acepta el negocio justo. Si nadie nos impone esta carga, debemos dedicarnos a la búsqueda y contemplación de la verdad. Pero si se nos impone, debemos aceptarla por necesidad de la caridad. Mas ni siquiera en este caso cabe abandonar el deleite de la verdad, no sea que, privados de su suavidad, nos oprima la necesidad» (7).
La fórmula parece aséptica y podría inducir a pensar en una cierta frialdad apostólica del santo. Pero su vida entera deja sin base cualquier sospecha sobre su celo apostólico. Como fiel hijo de la Iglesia, se sentía obligado a salir en busca de la oveja descarriada, sin derecho a retroceder ni ante los ladrones ni ante los lobos.
«Hay también ovejas contumaces. Cuando se las busca, estando descarriadas, dicen en su error y para su perdición que nada tienen que ver con nosotros: “¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis?” Como si la causa que nos mueve a quererlas y buscarlas no fuera su error y su perdición. Dicen: “Si estoy en el error, si me hallo perdido ¿para qué me quieres? ¿para qué me buscas?” Porque estás en el error quiero llamarte de nuevo; porque estás perdido, quiero hallarte. […] He de llamar a la oveja errante, he de buscar a la descarriada; quieras o no, tengo que hacerlo. Y, aunque en la búsqueda me desgarre las carnes entre las espinas del bosque, me colaré por todas las angosturas y derribaré todos los cercados. Mientras el Señor, que me atemoriza, me dé fuerzas, recurriré a todos los medios. No cejaré en llamar a la oveja descarriada, de ir en pos de la perdida. Y si no puedes aguantarme, no yerres, no perezcas» (Sermo 46, 7, 14).
Hipona: el monasterio de los clérigos
La ordenación episcopal del santo (hacia el 395) dio origen a otro momento delicado en su itinerario monástico. Debía conciliar la soledad y el retiro propios del monasterio con la actividad pastoral y las exigencias sociales del episcopado. Al parecer, tendría que renunciar a la vida común. Pero esa renuncia era demasiado dolorosa para él. Agustín no había nacido para vivir solo. Necesitaba de la compañía de los hermanos, y esa necesidad aguzó su imaginación y le ayudó a eludir el obstáculo. Abandonaría el monasterio para no turbar con su presencia la tranquilidad de los hermanos, pero abriría las puertas de la casa episcopal a los clérigos que quisieran compartir con él techo, mesa y ajuar:
«Llegué al episcopado y me percaté de que el obispo tiene la obligación de mostrarse humano y educado con cuantos le visitan, y si falta a este deber se le acusará de descortés. Pero como tal trasiego de gentes no cuadra bien con el género de vida del monasterio, opté por fundar un monasterio de clérigos en la casa del obispo» (Sermo 355, 2).
En ella acogió a cuantos clérigos estaban dispuestos a vivir en común y a compartir el ideal de la pobreza evangélica, según el modelo de la primitiva iglesia de Jerusalén. Las bases espirituales de este monasterio eran muy semejantes a las del anterior: vida común perfecta, vivida en un clima de amistad fraterna, desapropio total y equilibrio entre la acción y la contemplación. Sólo el trabajo manual menguaría notablemente para dejar paso al estudio y al apostolado, que pasa a ocupar gran parte de la jornada de sus moradores. Todos ellos participan activamente en la vida de la iglesia local, con la que viven en constante comunión. Sus monjes deberían estar dispuestos a sacrificar la quietud del monte de la contemplación por el tráfago del valle de la vida activa:
«Desciende, Pedro; tú, que deseabas descansar en el monte, desciende y predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, exhorta, increpa con toda longanimidad y doctrina (2Tm 4, 2). Trabaja, suda, padece algunos tormentos, a fin de llegar por el brillo y hermosura de las obras hechas en caridad a poseer eso que simbolizan los blancos vestidos del Señor. En efecto, en loa de la caridad oímos, al leer al Apóstol, que no busca lo suyo (1Co 13, 5). No busca lo suyo, porque da cuanto posee. Y en otro lugar dice algo que, si no se entiende bien, puede ser peligroso. Refiriéndose a la caridad ordena a los miembros fieles de Cristo que no busquen lo suyo, sino lo ajeno (1Co 10, 24). […]
En otro lugar explica con más claridad su pensamiento […] al decir de sí mismo: No busco mi conveniencia, sino la de muchos, para que se salven (Ibid 33). Esto no lo comprendía Pedro cuando deseaba continuar con Cristo en el monte. Cristo te reservaba, oh Pedro, esta dicha para más allá de la muerte. Ahora te dice: “desciende a trabajar en la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado y crucificado en la tierra”. La vida descendió a ser muerta; el pan a tener hambre; el camino a cansarse de andar; la fuente a tener sed; ¿y tú aún rehúsas trabajar? No busques tus conveniencias. Ten caridad, predica la verdad: por ella llegarás a la eternidad, donde encontrarás la seguridad» (Sermo 78, 6).
En materia de pobreza Agustín era inflexible. Veía en la pobreza individual una condición indispensable y un signo de la unión de corazones. Sin ella la vida común resulta imposible, ya que la propiedad privada concentra al hombre sobre sí mismo y sobre los bienes materiales, que conducen irremediablemente al individualismo y a la disensión.
Las comidas se tomaban siempre en común. Al parecer, había una sola refección diaria, la coena, que era servida hacia las tres de la tarde. A los que no podían ayunar se les permitía tomar algo a mediodía. Durante la comida se leía, se conversaba y se discutía. Algunas obras del Santo tuvieron origen en esas charlas informales con los hermanos. La mesa era frugal, con abundancia de verduras y legumbres. Algunas veces se servía carne; y siempre, vino. La presencia de invitados no era infrecuente.
La misma simplicidad empleaba en el vestido, calzado y ajuar doméstico. No le agradaban ni las cosas demasiado preciosas ni las demasiado viles. Esta moderación es una de sus grandes aportaciones al monacato occidental, que con él huye de la extravagancia y de la exageración y subordina la penitencia a la caridad. En la comida, en el trabajo, en los baños, en todo se ha de atender a las fuerzas de cada monje. Este deberá esforzarse por seguir a la comunidad, pero la costumbre y la debilidad le confieren derecho a un trato de excepción. La caridad ama al monje concreto, respeta su personalidad y se preocupa de no convertirlo en simple número.
Monasterios de vírgenes
San Agustín fue un promotor apasionado de la vida religiosa femenina y un cantor de sus bellezas. Fundó monasterios de vírgenes y viudas, difundió el ideal de la virginidad y de la continencia, cantó sus excelencias, expuso sus fundamentos teológicos, y su magisterio encontró un eco insospechado entre los fieles.
Por san Posidio sabemos que a lo largo de su vida fundó varios monasterios de hombres y mujeres y que a la hora de su muerte rebosaban de personas que vivían en castidad y a las órdenes de sus superiores. Algunos de estos monasterios femeninos quizá debieran su existencia a sus discípulos elevados a la dignidad episcopal, aunque sólo quede constancia documental del fundado en Uzala por Evodio. Del monasterio de Hipona fue superiora “durante mucho tiempo y hasta su muerte” su hermana y a él se retiraron también algunas de sus sobrinas. No se conoce la fecha exacta de su fundación, pero el largo gobierno de su hermana y los “iam multos annos” de su sucesora Felicidad, de que habla el Santo en una carta del 423, nos conducen a los últimos años del siglo iv o a los primeros del v. San Agustín lo miró siempre con singular afecto:
«Entre tantos escándalos como colman este mundo, solía yo encontrar consuelo en vuestra numerosa comunidad, en vuestro casto amor, en vuestra vida santa, en la gracia especial que Dios os ha donado para que no sólo desdeñarais las bodas carnales, sino que también optarais por habitar unánimes en una casa con el alma y el corazón orientados hacia Dios» (Epist 211).
Pero, de acuerdo con la legislación conciliar de la época, lo visitaba muy de tarde en tarde. Ni siquiera durante unos disturbios que en el año 423 agitaron profundamente la vida de la comunidad sintió la necesidad de personarse en él. Se contentó con enviar una carta en la que lamentaba el alboroto e intimaba a la comunidad a deponer su actitud.
De su vida diaria y de su espiritualidad sabemos muy poco. Probablemente, no diferiría gran cosa de las de los monjes. Practicaban la vida común perfecta, que Agustín ensalzaba por encima de la misma virginidad, y dividían la jornada entre la oración y el trabajo, sin excluir la educación de la niñez y, quizá, la lectura y la copia de códices. A su frente estaban la “prepósita”, quizá vitalicia, y un prepósito, que probablemente era sacerdote. El número de monjas debió de ser bastante elevado. La mayoría eran vírgenes, pero había también viudas. La hermana de Agustín entró en él a la muerte de su esposo.
(4) San Posidio, Vita 3: pl 32, 36.
(5) Ibid 5: pl 32, 37.
(6) Ibid.
(7) De Op. monach. 29, 37: pl 40, 576.
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