Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.
En Tagaste sólo se cursaba el grado elemental. Así que mis padres me enviaron a continuar estudios en Madaura, una ciudad próxima. Yo tenía doce años, y estuve allí dos, hasta que terminé el segundo ciclo. Saqué muy buenas notas en todo menos en griego, que nunca ha sido mi fuerte. Entonces comenzó a apasionarme la literatura; en un primer momento fue la poesía lo que leí con más avidez.
Al volver a casa encontré a mi familia en dificultades económicas. Mi padre no podía seguir costeándome los estudios, así que pasé un tiempo holgazaneando y haciendo el gamberro con los amigos. A veces nos pasábamos, y hacíamos cosas de las que luego me he arrepentido mucho. Una vez, por ejemplo, entramos en un huerto a robar peras. Y no era eso lo malo; lo peor es que no las robábamos para comerlas, sino por pura malicia, por fastidiar al dueño o por no ser menos que los otros.
Después mis padres realizaron un gran esfuerzo y, con la ayuda de Romaniano, el ricacho del pueblo, pude ir a estudiar a Cartago. Ésta era la capital del África romana y una de las ciudades más importantes de todo el Imperio. Allí fui a la universidad y los tres años que pasé fueron transcendentales para mi vida.
Conocí a una chica, nos enamoramos y empezamos a vivir juntos. Muy pronto tuvimos un hijo. Debido a nuestra situación, al principio no lo recibimos con mucha ilusión, pero pronto lo aceptamos con todo cariño. Fijaos qué nombre le pusimos: Adeodato, que quiere decir Dado–por–Dios. Nuestra unión duró unos doce años y fuimos felices. Más tarde os contaré por qué nos separamos. A nuestro hijo lo educamos con esmero y llegó a ser un chico brillante.
Pero lo que transformó mi vida fue un libro. Durante el último curso, teníamos que leer y analizar una obra de Cicerón, el gran orador romano. El que a mí me tocó se titulaba Hortensio, y lo había escrito Cicerón para animar a los jóvenes a estudiar filosofía y buscar la verdad con todas sus fuerzas. Me dejó plenamente convencido: desde entonces, todo lo que no fuera conocer a Dios, al hombre y el mundo, me parecía sin sentido.
SIGUIENTE PÁGINA: 3. Captado por una secta