Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.

En Tagaste sólo se cursaba el grado elemental. Así que mis padres me enviaron a continuar estudios en Madaura, una ciudad próxima. Yo tenía doce años, y estuve allí dos, hasta que terminé el segundo ciclo. Saqué muy buenas notas en todo menos en griego, que nunca ha sido mi fuerte. Entonces comenzó a apasionarme la literatura; en un primer momento fue la poesía lo que leí con más avidez.

Agustín leyendo el Hortensio. Santiago Bellido, lámina. Valladolid, 1999.
Agustín leyendo el Hortensio. Santiago Bellido, lámina. Valladolid, 1999.

Al volver a casa encontré a mi familia en dificultades económicas. Mi padre no podía seguir costeándome los estudios, así que pasé un tiempo holgazaneando y haciendo el gamberro con los amigos. A veces nos pasábamos, y hacíamos cosas de las que luego me he arrepentido mucho. Una vez, por ejemplo, entramos en un huerto a robar peras. Y no era eso lo malo; lo peor es que no las robábamos para comerlas, sino por pura malicia, por fastidiar al dueño o por no ser menos que los otros.

Después mis padres realizaron un gran esfuerzo y, con la ayuda de Romaniano, el ricacho del pueblo, pude ir a estudiar a Cartago. Ésta era la capital del África romana y una de las ciudades más importantes de todo el Imperio. Allí fui a la universidad y los tres años que pasé fueron transcendentales para mi vida.

Conocí a una chica, nos enamoramos y empezamos a vivir juntos. Muy pronto tuvimos un hijo. Debido a nuestra situación, al principio no lo recibimos con mucha ilusión, pero pronto lo aceptamos con todo cariño. Fijaos qué nombre le pusimos: Adeodato, que quiere decir Dado–por–Dios. Nuestra unión duró unos doce años y fuimos felices. Más tarde os contaré por qué nos separamos. A nuestro hijo lo educamos con esmero y llegó a ser un chico brillante.

Pero lo que transformó mi vida fue un libro. Durante el último curso, teníamos que leer y analizar una obra de Cicerón, el gran orador romano. El que a mí me tocó se titulaba Hortensio, y lo había escrito Cicerón para animar a los jóvenes a estudiar filosofía y buscar la verdad con todas sus fuerzas. Me dejó plenamente convencido: desde entonces, todo lo que no fuera conocer a Dios, al hombre y el mundo, me parecía sin sentido.

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