Agustín de Hipona es nuestro fundador y el padre de una extensa Familia Religiosa que sigue su Regla, sus enseñanzas y su forma de vida. En estas páginas nos acercamos a su biografía, su sensibilidad, su forma de vida y sus propuestas a hombres y mujeres de todos los tiempos.
Queridos amigos:
Me llamo Aurelio Agustín, aunque quizá os suene más «San Agustín». Pero vamos a dejar los títulos a un lado para conocernos mejor. Os escribo esta carta para contaros mi vida y la de quienes han querido vivir como yo. Ser compañero y amigo de Cristo merece la pena y nos une los unos a los otros. Estando a su lado, no nos faltarán dificultades en la vida, como las tuve yo, pero en el fondo se conserva una alegría que sólo se conoce si se experimenta. Por mi parte, nunca me he arrepentido de haberlo elegido y haberle dedicado casi toda mi vida. Más aún, me gustaría que muchos participaran de ese sinfín de cosas maravillosas que se encuentran con Jesucristo. Por eso os escribo.
Nací el 13 de noviembre del año 354 en una ciudad de la actual Argelia. Se llamaba Tagaste y era un nudo importante de comunicaciones. Como entonces no existía la industria, la gente vivía de su trabajo en pequeños talleres, o de las labores del campo. Tagaste era famosa por su aceite y su trigo.
Mi familia era de clase media. Patricio, mi padre, tenía el cargo de concejal, cosa que entonces suponía más gastos que ganancias, porque los concejales tenían que pagar las fiestas. Mi madre se llamaba Mónica. No es por nada, pero era una mujer extraordinaria. Todos lo decían y la Iglesia lo ha reconocido así, al darle el título de santa. Los dos formaban un matrimonio ejemplar. Las amigas de mi madre se admiraban de que mi padre no la tratase mal ni le pegase, cosa que los maridos hacían con mucha frecuencia. Yo no era hijo único; tenía un hermano llamado Navigio, que murió joven, y una hermana, que con el tiempo fundaría un convento de monjas en la ciudad donde yo fui obispo.
Mi infancia fue normal, como la de los demás niños de Tagaste. Iba a la escuela y allí pasaba mucho miedo. Me castigaban con frecuencia, porque me encantaba jugar, y además quería ganar siempre. Lo que más me enfadaba era que los mayores se rieran de mí.
Era bastante religioso. Mi madre me había enseñado a rezar, y a mí me gustaba hacerlo. Me acuerdo que, cuando tenía alrededor de seis años, estuve a punto de morir por una enfermedad bastante rara, y no paraba de pedir que me bautizaran; porque entonces se estilaba bautizar de mayor. De hecho, yo me puse mejor y ya no me bautizaron; lo dejaron para más tarde.
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