«La acción de gracias a Dios supone abrir de par en par el corazón y sentirse pequeño y necesitado. Uno puede sorprenderse al ver que con un puñado de cualidades trufadas de defectos es capaz de sostenerse gracias al Dios de la vida que no deja de acompañar cada día, pese a nuestro deseo de autonomía. Eso es lo que hay que poner sobre el altar para lograr la verdadera comunión con Dios».

Agradecer y compartir, dos de las actitudes básicas de la convivencia. Agradecer y compartir llevan consigo la tarea de romper nuestro ensimismamiento y salir de nosotros mismos para reconocernos limitados y necesitados de los otros y del Otro; y para intentar que los demás encuentren aquello que les falta. Dos ejercicios que no pueden faltar en la hoja de tareas diaria de cualquier ser humano. La vida se encarga de enseñarnos que la felicidad plena apenas puede alcanzarse sin la humildad necesaria para saber agradecer y compartir.

La eucaristía es una comida de acción de gracias, un banquete en el que se comparte la vida, en el que se hace un hueco para todos. Es el compartir el que da verdadero sentido, la fuerza de lo común frente a lo individual la que hace que Dios se coloque en medio y nos veamos alimentados y, por ello, agradecidos.

En un día como el de hoy, el día de la Caridad, marcado por la solidaridad, por la atención y acogida a los últimos debemos dejar que resuene en nosotros la petición de Jesús a sus discípulos “Dadles vosotros de comer”. Dar de comer, compartir exige de nosotros un alto grado de humildad; el paternalismo falsea la caridad y crea ataduras y dependencias. Dar desde la pobreza, la gratuidad, la humildad, el respeto, la escucha y la acogida. Acercarnos a los pobres como pobres, con un corazón abierto, con las manos limpias y los ojos misericordiosos. Compartimos el pan nuestro de cada día, que pedimos en el padrenuestro. El comer todos del mismo pan, como nos dice el evangelio y como sucede en cada eucaristía, hace que nos mantengamos unidos de tal modo que nadie debería pasar hambre mientras nosotros tengamos pan en el bolsillo. El hambre comienza cuando alguien quiere guardar su pan solo para él.

La acción de gracias a Dios supone abrir de par en par el corazón y sentirse pequeño y necesitado. Uno puede sorprenderse al ver que con un puñado de cualidades trufadas de defectos es capaz de sostenerse gracias al Dios de la vida que no deja de acompañar cada día, pese a nuestro deseo de autonomía. Eso es lo que hay que poner sobre el altar para lograr la verdadera comunión con Dios. La eucaristía es ese banquete de comunión donde Dios está en comunión con nosotros, nosotros con Dios y, sobre todo, nosotros entre nosotros. Sin comunión, sin compartir habrá ritual, habrá teatro pero no habrá eucaristía. Pensaremos que hemos adelgazado nuestros pecados, pero en realidad hemos engordado nuestro ego. El pan compartido es el único que adelgaza.

Tener que hablar de la eucaristía me resulta cada vez más complejo. Estoy convencido de que a día de hoy es necesario dar un voto de confianza a la normalidad, a la sencillez. Con esto no quiero decir que la solución sea la chabacanería ni hacer saltar por los aires una tradición de siglos cargada de sentido en cada una de sus acciones. Lo cierto es que año tras año van quedando más huecos en las iglesias y el recurso de echarle todas las culpas a la modernidad ya no es una explicación suficiente. La Iglesia debe mirarse a sí misma también para encontrar alguna causa que favorezca una explicación global de lo que sucede.

La eucaristía no es más que fuente de caridad y solidaridad. Celebrar la eucaristía con hambre nos aportará la energía necesaria, sin engordar para comprometernos en ese “Dadles de comer”. Millones de personas esperan esas manos abiertas que lleven a cabo este mandato. Agradecer y compartir, no olvides estos dos verbos.