María Elena Pacheco Solano es miembro del equipo vocacional de la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe de los Hospitales, en la Ciudad de México. Además ha centrado su servicio en el acompañamiento. En esta Semana Vocacional Virtual nos habla sobre su experiencia.
Hace poco me preguntaron cómo es un proceso de acompañamiento, a lo que respondí con otra pregunta: ¿Ya has estado en acompañamiento? Lo hice con el propósito de tener una información más clara para poder responder, ya que no conocía a quien me estaba preguntando.
Estoy convencida de que para hablar con sentido del acompañamiento y del proceso en que consiste es indispensable experimentar ese primer encuentro que viene de Dios hacia la persona de manera gratuita y por amor. Pues, ¿qué duda cabe que él es el mejor acompañante?
Parto de esta palabra, acompañante. Mi propio proceso empezó así, encontrándome con el Dios vivo entre quienes lo compartían en las pequeñas comunidades parroquiales de fe. Fue una experiencia sencilla y maravillosa.
Todo sucedió en una comunidad de gente de carne y hueso, lo que me producía una gran curiosidad, pues todo lo que veía eran maneras diferentes de acercarse a Dios, y no conseguía entender por qué. Al fin de cuentas, se trata de un solo Dios, una sola fe y un solo corazón, como diría san Agustín. ¿Por qué esa diferencia en la unidad?
Empecé entonces, como peregrina, a buscar qué me hacía ser uno y en qué consistía dicha unidad. Desde pequeña se me había mostrado a Jesús como a un amigo muy cercano; eso me facilitó abrirme al diálogo y al encuentro con él.
Aún así, no fue suficiente. Aquella experiencia en algún momento se quedó corta. Esa amistad se tenía que transformar en un reconocimiento más profundo de quién es Jesús y de quién era yo.
Esa transformación me llevó más allá, comprendí que no se trataba solo de seguirle y de confirmar que fue él quien me amó primero. Me di cuenta de cómo él tomó mi “sí” libre y me fue conduciendo por caminos de aprendizaje al compartir la vida y la fe en comunidades de adultos, de jóvenes y de niños, con consagrados y con laicos comprometidos.
En medio de todas estas vivencias, encontré una gran diversidad de carismas, talentos, vocaciones, formas de vivir y de compartir, pero, sobre todo, de inquietudes humanas. Esa fue la mayor pista, pues a mí me mueve mucho la inquietud, esa que te hace preguntarte: Señor, ¿qué quieres de mí? ¿Qué pretendes conmigo? ¿A dónde me quieres llevar?
Considero que caminar por caminar lo único que ocasiona es cansancio; y eso que me gusta mucho caminar. En un punto en que me sentía colapsada, me dejé en sus manos y le dije: “seguiré caminando, no me niego, pero dime a dónde”. Y entendí que no lograría responder a esas preguntas sola, que necesitaba ayuda para discernir un propósito más claro.
No tardó mucho en presentárseme un oasis en medio del desierto, un espacio de maduración en mi relación personal con él, en donde el acompañamiento espiritual fue la fuente principal de la que brotó el agua que sació mi corazón.
Comprendí que no se trataba solo de encontrar respuestas, sino de mirar el camino recorrido y contemplar que Jesús estuvo en todo momento a mi lado; él caminó a mi lado en cada paso que di. Descubrí que lo suyo es estar para dar solidez, de forma respetuosa y haciéndose uno conmigo, con nosotros.
Nunca me había sentido tan conocida por él; me había llamado por mi nombre y lo seguía haciendo. Este fue un momento de gran unidad en mi corazón: solo en él pude hacerme una con todo y con todos los que creen en él.
Esta revelación me dejó una profunda reverencia ante el Señor. Y la vida sigue. Aquel que es el camino vuelve a mover y remover constantemente mi interior, para que no me olvide de andar en la tierra sagrada de la vida con una cantimplora y un mapa en mano, es decir, su Evangelio.
Me nace del corazón compartir su presencia y compañía mientras voy de camino, entregándole mis pasos para que me lleve por donde él quiera. Vivirme como peregrina me motiva a realizar una lectura de la realidad desde mi propia historia de vida acariciada por Jesús.
Con la formación y capacitación que he recibido para el acompañamiento, confirmé la certeza de que no basta, por decirlo de una manera, con sentir cerca al Señor, o por encima. Si la inquietud no nos mueve a realizar el viaje al propio corazón con valentía, difícilmente entramos en una relación íntima con Aquel que nos habita. ¡Y qué maravilloso se vuelve el camino cuando descubres que lo haces codo a codo con Quien es el camino! De esto se trata en el acompañamiento.
¿Cómo le respondería hoy al Señor que me invita a hacer camino junto a él? No lo sé muy bien del todo. Eso sí, me importa en demasía que él me acompañe en el viaje y durante el camino. Entonces, dejo que broten las mil preguntas que me ayudan a seguir caminando con inquietud en el seguimiento de Jesús.
Concluyo diciendo, a propósito del acompañamiento, que es necesario que los laicos dejemos las ataduras del “no sé”, “estoy empezando”, y nos pongamos en camino con decisión, hacia el encuentro profundo de ser uno con él y con los demás, en la Iglesia.
La dimensión laical de la vida cristiana en la Iglesia nos pide custodiar la experiencia de Cristo en medio del mundo. Esta es nuestra misión: ser sal y luz del mundo. Por lo tanto, es necesario derribar barreras inútiles y abrirnos todos al acompañamiento en el Espíritu, sobre todo a favor de quienes se sientan invitados a discernir y optar por Cristo y su Evangelio con determinación.