En este día, aniversario del martirio de la hermana Cleusa Carolina Rhody Coelho, misionera agustina recoleta, proponemos esta conferencia del sacerdote eudista colombiano Fidel Oñoro, en la que se resalta la realidad y significado de la dinámica martirial.

Fidel Oñoro Consuegra (Baranoa, Atlántico, Colombia, 1963) es sacerdote desde 1988 y miembro de la Congregación de Jesús y María (Eudistas). Cuenta con estudios de Teología Bíblica (Pontificia Universidad Javeriana, 1988), Ciencias Bíblicas (Pontificio Instituto Bíblico, 1998), Arqueología Bíblica (Escuela Bíblica de Jerusalén, 1997) y Crítica textual (Universidad de Birmingham, 1998). Es autor de esta conferencia que ofrecemos íntegramente.

La hermana misionera agustina recoleta Cleusa Rody Coelho fue asesinada en el río Passiá (Lábrea, Amazonas, Brasil) el 28 de abril de 1985. He dicho asesinato, pero lo que ocurrió fue un “martirio”, tiene otra lectura.

La sangre de los mártires ha fecundado nuestra fe en nuestro peregrinar como pueblo de Dios en América Latinay el Caribe, se repitió en la Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe.

Mártir. Del griego mártys, testigo, significa el que anuncia, atestigua y grita la alegría de la Resurrección. El que canta la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la justicia sobre la arbitrariedad.

En los Hechos de los Apóstoles, la gran mañana del martirio tuvo lugar con Esteban, el humilde diácono de las mesas de las viudas empobrecidas y evangelizador. En su nombre hay un juego de palabras: “stéfanos” significa corona; fue coronado con el testimonio. Por su precioso testimonio, Esteban se ganó el título de “protomártir” de la Iglesia, auténtico pilar de la misma. Lo dio con tal fuerza y pasión, que fue odioso para muchos, que lo “coronaron” con piedras y sangre.

¿En que consistió su testimonio? Está en lo que dijo y en la manera como murió. Su muerte fue un crimen de odio por la fe.

Primero, en el discurso que le valió la muerte hace un repaso de toda la historia bíblica: habla de la comunión de Dios con el mundo, a lo largo de toda una historia de cuidado y de amor que llega a Jesucristo y que continúa creciendo hasta el día de hoy.

Segundo, en su manera de morir reescribía el evangelio: “Señor, no les imputes este pecado”, oró por sus asesinos (Hch 7,60), eco escandaloso de la voz del mismo Jesús, en su último aliento. El martirio marca la transparencia de la vida cristiana. Y los comportamientos siempre hablan más fuerte. El martirio es, por tanto, un estallido de anuncio evangélico, el esplendor de una palabra que es mensaje feliz para los pobres, los oprimidos y los cautivos. Es una palabra que nadie puede extinguir ni siquiera con la desfiguración, la tortura y el desprecio.

Tercero, fue un morir “por”. Quisiera hacer una aclaración. Generalmente se da un malentendido: es fácil confundir martirio con sacrificio. La fe bíblica no quiere el sacrificio, más bien se pronuncia contra él en muchos casos. En el Antiguo Testamento se pueden distinguir dos corrientes de pensamiento que entran en conflicto: la cultual y la profética. Para la corriente profética el verdadero culto agradable a Dios es la ética.

Todo empieza cuando Dios impidió que Abraham sacrificara a su hijo Isaac (Génesis 22,12): lo que quería no era el sacrificio sino la obediencia. Por ejemplo, en el primer Isaías 1,10-17:

“Cuando elevan sus manos, me tapo los ojos para no verlos.
Cuando multiplican sus plegarias, no los quiero escuchar:
sus manos están llenas de sangre.
Lávense, purifíquense, quiten de delante de mis ojos
la maldad de sus obras, dejen de hacer el mal,
aprendan a hacer el bien:
busquen la justicia, protejan al oprimido,
hagan justicia al huérfano,
defiendan la causa de la viuda”.

Y este tipo de llamados de atención se multiplican en el tercer Isaías:

“¿Cuál es al ayuno que yo quiero?”.

Igual hablan Jeremías, Amós, Oseas. Jeremías denunció con energía la horrenda práctica del sacrificio de niños en Jerusalén, señalándola como la causa de la caída de la ciudad. El Salmo Miserere ora:

“No te gusta el sacrificio y si ofrezco holocaustos no los aceptas.
Pero un corazón dócil y quebrantado, Tú, oh Dios, no desprecias”
(Salmo 51,18-19).

Lo que importa es el corazón abierto a Dios y al prójimo. No se necesita sacrificio para la salvación, porque la salvación es un regalo del Señor. Pues bien, Jesús opta por la segunda línea. Repite este pensamiento en el Evangelio de Mateo:

“Vayan y aprendan lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13; 12,7).

La frase es eco de las palabras de los profetas, de Oseas (6,6) y de Samuel (1 Samuel 15,22). Y Jesús muere: es para poner fin a los sacrificios.

No sin haber reconocido, confesado y repudiado los enormes errores cometidos en el pasado, la Iglesia Católica, junto con las demás Iglesias cristianas, viene aplicando, desde hace algún tiempo, una lectura inteligente y oportuna de la Escritura, que es ineludible para la comprensión de su auténtico mensaje espiritual y teológico.

El Concilio Vaticano II, en Dei Verbum, afirma claramente que el fundamentalismo es inadmisible; me refiero a ese tipo de acercamiento a textos de la Sagrada Escritura que transforman la letra en doctrina, automáticamente y sin mediación racional e histórica.

Por tanto, apelando a aquellos textos en los que se pide y se ofrece sacrificio, el atribuir a Dios una voluntad de muerte es una interpretación deshonesta por parte de quien la emplea hoy día respecto a la relación de los cristianos con la Biblia.

Los pueblos antiguos recurrieron a los sacrificios humanos porque pensaban que era la forma de aplacar, a tan alto precio, la ira divina; buscaban ganarse su benevolencia. Para evitar esa masacre, el mismo Dios, en la Biblia, pide sustituir las criaturas humanas por las animales, en la ofrenda de los sacrificios. Se denomina expiación vicaria, sustitutiva.

Con Jesús sucederá algo más: el Hijo del hombre no quiere “sacrificarse” y no vive la Cruz como sacrificio, sino como entrega de sí mismo en la razón misteriosa del Amor. En el Getsemaní, Jesús ora con fuerza:

“Padre, si puedes, deja pasar esta copa”.

En la Carta a los Hebreos se aclara que el “sufrimiento” del Señor cierra para siempre la cruel espiral de los sacrificios, poniendo fin también a la escandalosa matanza de animales (Hebreos 10,1-10). En consecuencia, en la tradición cristiana no se quiere ningún martirio heroico entendido como desprecio por el cuerpo o como un complacerse en una supuesta “sagrada” destrucción de este cuerpo que Dios ha hecho bien.

Más bien, el “sacrificio” de la Cruz es una denuncia de la violencia y de la hipocresía humana, de la banalidad del mal y del fracaso del derecho judío y romano, cómplices al condenar a muerte a una persona inocente.

La Cruz es doble martirio: del mal que puede salir de las manos del hombre y del Amor que lo desafía y que lo vence. Si es verdad que la muerte es la síntesis de una vida, la Cruz es el testimonio de un cuerpo que se desgasta totalmente por el bien de la humanidad, para que todos, pobres o ricos, sanos o enfermos, justos o pecadores, sean reconocidos y redimidos en su dignidad aplastada, en su libertad controlada, y le sea restituido el derecho de ciudadanía en su propio terruño donde habita y trabaja, donde crece y construye comunidad, la amistad y la felicidad.

La Cruz no es un canto a la muerte, sino, por el contrario, el grito extremo, el apelo más vibrante, la revelación sublime de la sed y de la fe en la Vida.

El martirio rebobina una vida entera. Jesús, el enviado de Dios a este mundo, “pasó entre nosotros anunciando la buena noticia, el evangelio y haciendo el bien” (Hechos 10,38), pero también revelando varias veces, varias veces, que había una necesidad divina y una vida humana que había cumplido en su vida: la violenta pasión-muerte que le infligieron los poderosos de este mundo.

¿Por qué este fin? Porque en un mundo injusto, sólo los justos pueden ser rechazados, perseguidos, condenados a muerte -y esto es una “necesidad humana”-, pero también porque los justos, si cumplen con perseverancia la voluntad de Dios y no ceden a la tentación del mal, terminan siendo el destinatario de la violencia humana.

Por eso, repito: la Cruz no es un canto a la muerte, sino, por el contrario, el grito extremo, el apelo más vibrante, la revelación sublime de la sed y de la fe en la Vida.

Y pregunto: ¿Por qué la memoria de un mártir es fuente de espiritualidad? Porque los mártires fueron hombres y mujeres que demostraron que tenían una razón para vivir, teniendo también una razón por la cual valía la pena dar, gastar la vida.

Para un mártir vivir el evangelio de Jesucristo no es sólo su “porción preciosa”, sino lo que da sentido a su existencia en cada momento cotidiano. El mártir cristiano, en efecto, no planea el martirio, no busca la muerte gloriosa para darse importancia o notoriedad, no se entrega al deseo de la muerte, ni se dirige hacia la muerte con sentimientos contra alguien, aunque sea su perseguidor.

El mártir cristiano es una persona que ama la vida, que ama vivir, no desprecia la tierra ni todo lo que la vida le puede dar, cree en la vida eterna pero no enajena la vida presente en el más allá. Por eso el mártir acepta la persecución y el martirio como prueba de que acepta en el seguimiento de su Señor Jesús hasta las últimas consecuencias.

Su muerte es consecuente con un estilo de vida asumido y este acto con el que entrega la vida nunca es contra el otro, contra un enemigo. Es lo contrario: es un gesto hecho para que cese la violencia, aparezca la verdad y no reine la mentira, para que el amor sea más fuerte que el odio.

Ese es el criterio. No se proclama mártir a cualquiera por el hecho de que lo maten. Porque cuando hay contraposición, crítica, desprecio, lo primero que un discípulo misionero de Jesús tiene que preguntarse si esto ocurre a causa del Evangelio que está tratando de vivir o, si por el contrario, ocurre a causa de un comportamiento que no es conforme con el Evangelio.

Ustedes conocieron a la hermana Cleusa y saben cuál es la respuesta. Fue brutalmente asesinada. No se arrodilló ante la mentira. Un gesto que hace temblar el corazón es el recuerdo de muchos de los primeros mártires que no se inclinaron ante la divinidad del emperador, quien exigía el incienso como aprobación de su proyecto de sometimiento imperial, siempre para su provecho personal.

El cristiano no se inclina ante ningún poderoso de la tierra, no vende su dignidad ante un vil y turbio juego de tratativas, de intercambios de favores, de negocios, de mentiras, de intereses negociados en la sombra, en perjuicio de la mayoría. El Evangelio repudia todo esto. El creyente se horroriza y dice “no”. Este es su martirio.

Jesús es el primero en dar ejemplo, negándose a aceptar los beneficios de todos los reinos del mundo (Lucas 4,6-8). Es diabólico el inclinarse y el hacer concesiones ante lo que se puede dar por debajo de la mesa. Donde está el Espíritu del Señor, hay libertad (2 Corintios 3,17).

Es necesario que todos, creyentes y no creyentes, entendamos qué es realmente el “martirio” para los cristianos. Que la verdad del evangelio que nos hace libres no se banalice, que no se confunda aceptando el juego de la violencia, justificando los epifenómenos de la barbarie. Y esto es más fuerte cuando van de la mano el “odium fidei” con el “odium generis humani”.

En cada martirio siempre hay una pregunta que hacerle al victimario, no sólo al autor material, sino al intelectual, al titiritero que mueves los hilos que de las manos que dispara el gatillo, y que siempre se mantiene oculto:

¿Crees tú en el ser humano? ¿Además de tus derechos individuales, consideras válidos los derechos colectivos de los indefensos que no tienen tu mismo poder? ¿Cuáles son tus valores? ¿Sabes de respeto y de cariño por los demás? ¿Te dice algo la palabra fraternidad? ¿Dentro de qué narrativa crees tú que crecen los niños de los suburbios? ¿Te sientes responsable en la construcción de un mundo común y de una casa compartida para todos?

En cada martirio hay una decepción y queda un vacío, el de los que no pudieron edificar ni hablar. A ese vacío feroz, a este lleno de odio y de dolor, no podemos rendirnos. Caín quería todo para él. La sangre de su hermano asesinado no para de clamar al cielo. La sangre hace hablar la tierra.

No sólo denuncia, también anuncia que el sueño no se ha acabado. La sangre de los mártires aporta al sueño de un “juntos”, de sinodalidad y fraternidad en una tierra compartida, pero primero respetada, no arrebatada.

Vuelvo al punto de partida: la sangre de los mártires ha fecundado nuestra fe en nuestro peregrinar como pueblo de Dios en América Latina y el Caribe, se repitió en la Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe. Por eso al colocar la imagen de Cleusa en medio de la Asamblea, eran los desafíos pastorales de la Asamblea eclesial los que estaban tomando rostro. Subrayo tres de ellos:

  • “Acompañar a las víctimas de las injusticias sociales y eclesiales” (Desafío 2)
  • “Escuchar el clamor de los pobres, los excluidos y los descartados” (Desafío 7)
  • “Acompañar a los pueblos originarios y afrodescendientes en la defensa de la vida, la tierra y las culturas” (Desafío 12)

La sangre de los mártires de la Amazonia es un grito fuerte desde este pulmón de América que agoniza, pero que también resiste.