Vista exterior del complejo de la Escuela de Catequistas de Chutsi, inaugurada el 30 de enero de 1933. Se ve la tapia de la huerta y dentro los edificios que sirven de comedor, capilla, escuela, portería y, al fondo, la casa donde vivía Mariano Gazpio.

Llegó a China con 24 años, sin entender el idioma ni conocer la cultura local. Con su carácter afable, su humildad y su profunda vida espiritual se ganó la confianza y el cariño de la gente; entró en aquellos corazones hasta tal punto que muchos decidieron unirse a la comunidad eclesial y participar activamente de la evangelización. Esta es la historia de Mariano Gazpio, un misionero “buena gente” que está ya camino a los altares

Fray Mariano fue el escogido para ponerse al frente a partir de 1934 de la escuela de catequistas que los misioneros fundaron en Chutsi, el distrito de Kweiteh/Shangqiu donde está la estación del tren, a unos diez kilómetros al norte de la casa central.

Dejar un ministerio en el que se ha trabajado durante años siempre es un momento de especial intensidad para los consagrados, que dejan una comunidad cristiana en la que se han integrado y con la que han trabajado codo con codo para iniciar un nuevo ministerio desconocido en lo humano y en lo pastoral.

Mariano Gazpio, ante la partida, confiesa que recordará «siempre con mucho afecto e intenso amor» a la gente de Chengliku y Yucheng. Para los fieles suponía prescindir de un misionero por el que sentían gran aprecio y afecto y sintieron de corazón su partida. Con humildad y desprendimiento, Mariano les instruyó para orar por él en su nueva encomienda y para vivir desde la fe, como él hacía, este momento triste de despedida:

«Durante estos últimos días he procurado instruirles en la manera de conducirse con el misionero, para que sepan no dejarse llevar de los afectos del corazón hacia este o aquel misionero, considerando principalmente en la persona del misionero al representante de Jesucristo, que tiene la santa misión de instruirlos, santificarlos y ganarlos enteramente para Dios».

El 19 de septiembre de 1934, tras pasar tres días en la casa central, se estableció en Chutsi y comenzó las clases al día siguiente. En varias casitas del complejo vivían unos 25 estudiantes. El distrito era tan reducido que se podía recorrer en diez minutos. Gazpio llegó a sentirse casi encerrado; a los diez días de llegar le contaba a Mariano Alegría:

«Antes tenía a mi cuidado varias cristiandades y un sinnúmero de pueblos paganos, y a la hora presente me veo que mi vida se debe reducir a la capilla, a la clase y a la celda».

Los tres primeros años en Chutsi (1934-1936) fueron de paz y de dedicación tranquila y sistemática a la formación de los futuros catequistas, cristianos nuevos todavía jóvenes en la fe que debían desligarse de no pocas supersticiones. Se entregó en cuerpo y alma a su misión: a los diez días de iniciar las clases le decía al director de la revista Todos Misioneros:

«Formar en tres o cuatro años cristianos instruidos, piadosos, celosos, misioneros, no es tan fácil sin una gracia singular de Dios. Así que, vea, amado padre, el cuidado tan especial que debo poner desde ahora en cumplir santamente esta mi nueva misión. Espero confiadamente que, si hasta el presente Dios nuestro Señor se ha portado con este su siervo como cariñoso Padre, también en adelante se conducirá como amantísimo y bondadosísimo Señor con todos cuantos vivimos en esta misión, encomendada a mi cuidado».

Diariamente impartía clases para que aprendieran a ser verdaderos cristianos, conocieran y cumplieran sus obligaciones. Los misioneros necesitaban de la colaboración de aquellos catequistas de los que dependería el progreso de la misión. En junio de 1936 narra al director de Todos Misioneros una especie informe sobre la realidad de esta escuela de catequistas:

«Mi vida entre los estudiantes es sencilla y se reduce a decirles la santa Misa, a darles clase de religión, a enseñarles cómo deben el día de mañana catequizar, tanto a paganos como a cristianos, a enseñarles a predicar la palabra de Dios, para que después, en casa y en las cristiandades y dondequiera que se hallen, sepan conducirse como buenos cristianos y ejemplares catequistas».

El trabajo se le hacía suave y llevadero, convencido de que recibía «un sinnúmero de gracias y gratas impresiones» de los estudiantes. Estableció con ellos una estrecha relación de acompañamiento y animación y muchos sintonizaron espiritualmente con su maestro.

Tuvo la idea de introducir ejercicios prácticos de oratoria, como narra en su informe:

«Apenas llegué a esta escuela y empezamos las clases de religión, manifesté a los estudiantes mi intento de oírles predicar pláticas de cinco minutos. Ellos, que nunca se habían visto en tales apuros, al oírme esa indicación no pudieron menos de sentir cierto temorcillo y como comprendía su situación, los animé, prometiéndoles ayuda en todo. Les puse unos cuantos temas sencillos, dándoles unos doce días de tiempo para que los escribieran y me los presentaran para corregir. […] Con este ejercicio diario, más las instrucciones de la clase, los avisos y pláticas del misionero, se advierte cierta corriente especial entre ellos y su misionero».

Al principio hubo de corregirlos bastante y, para darles confianza, les escribía el comienzo y el final del discurso. Poco después gozaba al ver su progreso al verlos declamar religiosamente:

«Insensiblemente se hacen piadosos, respetuosos, sienten gusto por las verdades de la religión, se compenetran con la idea de su oficio y comunican al misionero que convive con ellos santas alegrías, sin darse cuenta. No tienen reparo en comunicar sus apurillos internos y sus deficiencias a su misionero, en proponer sus dudas, en preguntar lo que no entienden».

Todos estos avances en su tarea y la convivencia cotidiana con los futuros catequistas llenaron a fray Mariano de alegría y de agradecimiento al Señor:

«Muchas veces, al oírles predicar, no he podido menos de dar gracias a Dios por los adelantos que notaba en mis estudiantes y, al advertir en alguno de ellos pensamientos tan santos, palpaba la gracia de Dios en esta santa y grande obra».

A tres de los estudiantes más antiguos, que después de tres años y medio iban a finalizar sus estudios en junio de 1936, les mandó que, para estímulo de los demás, predicaran en la capilla sobre temas relacionados con el discurso de despedida de Cristo. Los tres le impactaron por la unción y caridad fraterna con que pronunciaron sus pequeños sermones:

«Los tres me llenaron de santo gozo y dejaron mi alma muy impresionada y esta clase de impresiones he recibido bastantes veces. Veo que trabajan mucho y con gusto y, como el fruto se palpa en las clases, en sus platiquillas y en su conducta, yo que debo darles ejemplo en todo no puedo menos de sacrificarme y atenderles para que adelanten y se perfeccionen, confiando que el día de mañana, serán para la Misión una ayuda especial».

Atendía también a algunos cristianos que vivían cerca de la escuela e hizo todo lo posible por la conversión de quienes vivían en aquel entorno y todavía no conocían el mensaje de Cristo. Oraba por ello frecuentemente:

«Con la oración y la predicación trabajaré por darles a conocer la verdadera luz que tanto la necesitan».

En 1938 cambió por completo la situación. La guerra chino-japonesa interrumpió las clases entre 1938 y 1939 y la infraestructura sufrió graves daños. Acabada la guerra, fray Mariano dedicó cuatro meses a reparar los edificios y volverla a poner en marcha. Asumió ese trabajo de reconstrucción como una tarea misionera. En este sentido, fray Mariano siempre tuvo claro que la vida del misionero incluía otras preocupaciones más allá de predicar, orar o celebrar sacramentos. En 1941 escribe de nuevo al director de la revista Todos Misioneros:

«En ciertas ocasiones, al exigirlo la necesidad, el misionero en su distrito desempeña muchos y distintos oficios, ya humildes y penosos, ya sublimes y difíciles. (…) El misionero que tiene siempre en su mente una infinidad de proyectos y una serie interminable de necesidades por cubrir, piensa lo indecible, cómo poder estirar su bolsillo, a fin de hacer sus gastos lo más económicamente posible. Hace mil cálculos, resuelve muchísimos problemas en el papel, averigua dónde se puede comprar lo más ventajosamente posible, y de esta manera, guiado siempre de la caridad y no de la tacañería, porque la mano del misionero, si bien es verdad que está siempre extendida para recibir las oblaciones de los fieles, es también pura realidad que está siempre alargada socorriendo a los necesitados, realiza obras portentosas, contando y empleando sumas módicas. Este ha sido siempre el milagro de la Iglesia».

En resumen, la labor de fray Mariano en Chutsi fue sumamente fructífera. Con su oración y trabajo paciente logró crear una floreciente escuela de catequistas, que daría mucho fruto. En 1934 estudiaban en ella 25 hombres y 22 mujeres. El número fue aumentando ligeramente hasta que en 1942 el ahogo económico obligó a cerrarla definitivamente.

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