Sor Irene Carrera, de la comunidad contemplativa agustino-recoleta de Lodwar, Turkana, Kenia.

En la remota región keniata de Turkana, junto a su capital, Lodwar, el desierto y la pobreza generalizada ambiental han venido a ofrecer un espacio inusitado y privilegiado para la vivencia del carisma contemplativo agustino recoleto. Nos acercaremos primero a la región donde habitan las monjas; después conoceremos algo de la Iglesia local que les ha acogido y del monasterio, su historia y actualidad; y por último entraremos en lo más íntimo de una de las vocaciones contemplativas que misionan con su sola presencia en esta remota región africana

Soy Irene Carrera y llevo ahora (2019) cinco años en el monasterio San Agustín de Nakwamekwi, Lodwar, Turkana, Kenya. Provengo del monasterio de San José de Tlaxcala, en México y soy originaria de Santa María La Alta, en el estado mexicano de Puebla, donde nací el 20 de octubre de 1977.

Para compartir mi experiencia en Turkana, deseo comenzar por citar los salmos 138 y 42, salmos que me motivan cada día a vivir mi vocación contemplativa:

  • “Señor, tú me sondeas y conoces; sabes cuándo me siento y me levanto”…
  • “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma desea, Señor, estar contigo”.

Mi madre fue mi primera promotora vocacional, porque nos platicaba de vidas ejemplares y nos cuestionaba siempre sobre lo que pensábamos ser de mayores. Recuerdo también el testimonio del presbítero Pedro Bravo, párroco de mi pueblo, un sacerdote de oración. Cuando lo visitábamos o buscábamos y no estaba en la casa parroquial, sabíamos dónde encontrarlo: en la capilla del Santísimo.

Yo era pequeña, y un día le pregunté a mi mamá por qué el padre pasaba tanto tiempo en oración. Ella me dijo:

— La oración es como la comida para el alma; si no se alimenta se debilita. Por eso, para todos es bueno rezar, y él también hace oración por los que no tenemos tiempo.

Esto me llamó mi atención, pero no dije nada entonces. Sentí la inquietud de ser religiosa ya con nueve años, pero las religiosas que conocía no llamaban mi atención. Convivía con ellas cuando llegaban para sus misiones a mi parroquia, pero no me atreví a comentarles nada.

Mi papá se dedicaba al comercio ambulante y a veces nos llevaba al trabajo a mis hermanos más chicos y a mí. Un sábado llegamos a Tlaxcala. Después de preparar las cosas salimos cada uno tomando diferentes calles. Yo tomé la Avenida Juárez. Llamó mi atención un portón antiguo y austero. Crucé la calle y toqué para ofrecer las artesanías que llevaba.

Me sorprendí al ver que era una monja quien abría la puerta, sor Antolina. Sentí una profunda emoción dentro de mí hasta el punto de que, en lugar de ofrecer las artesanías, le pregunté qué se necesitaba para ser monja. Ella me miró y tuvimos este diálogo:

      • ¿Quieres ser monja?
      • Sí.
      • ¿Cuántos años tienes?
      • Trece.
      • Estás muy chiquita. ¿Estudias?
      • No, solo tengo Primaria.
      • Necesitas Secundaria para poder ingresar al monasterio.
      • Mi papá me dejaría estudiar.
      • ¿Con quién vienes?
      • Con mi papá.
      • Pues ve por tu papá y yo hablo con la superiora y a ver qué pasa.

Salí con emoción y un poco de temor porque no tenía ni idea de cómo se lo iba a contar a mi papá. Por gracia de Dios vendí muy pronto lo que llevaba y regresé a buscar a mi papá. Le dije:

      • Papá, vamos, ahí le hablan.
      • ¿Dónde?
      • Yo lo llevo.
      • ¿Para qué?
      • Le quieren pedir un favor.

No se resistió y nos fuimos. Al llegar, la hermana nos pasó al recibidor donde ya nos esperaba la madre Margarita. Mi papá estaba sorprendido, pero yo percibí que él sabía de qué iba todo esto. Él empezó diciendo:

      • Aquí estoy, que me mandaron llamar.
      • Su hija quiere ser monja. ¿Le daría usted permiso?
      • Si ella quiere, pues que se quede.
      • Es que para eso necesita estudiar la Secundaria.

Ella le convenció, por gracia de Dios, y aceptó mandarme a la escuela. Era sábado y el siguiente lunes él mismo me llevó a inscribirme, cosa que yo no podía creer, hasta mi mamá estaba sorprendida.

Pasaron casi tres años hasta concluir la Enseñanza Secundaria. Entré en duda y me decía:

— ¿Será que mi vocación es ser monja o más bien seguir estudiando para servir a los pobres?

Recurría a la oración y repasaba en mi interior las cosas que me sucedían y su porqué. Así descubría la misericordia de Dios.

Por estos días conocí a las Clarisas. Toda mi infancia crecí al lado de san Francisco de Asís, patrón del barrio donde viven mis padres, y conocía su historia y la de santa Clara. Me emocioné y les dije que me iría con ellas; pero, en mi interior, pedía al Señor que me mostrara el camino donde él me quería.

Al terminar el ciclo escolar, las Clarisas volvieron por mí, pero ya no me encontraron. Tuve un diálogo con mi madre:

      • ¿Con qué hermanas te vas a ir? Porque las Clarisas han venido; han dicho que están en su casa, por si quieres ir a verlas.
      • Pero yo iré con las Agustinas Recoletas de Tlaxcala; creo que es lo que Dios quiere.

Finalmente, tuve que llamar al monasterio de Tlaxcala para decirles que el párroco no me daría carta de recomendación si él no las conocía primero. La monja me respondió que, si yo quería, al tercer día irían a mi pueblo a presentarse al párroco y visitar mi familia. Sin pensarlo dije que sí, pero luego ni sabía cómo decir a mis papás que las hermanas llegarían a casa.

No se lo comuniqué hasta la misma mañana de la visita, pero percibí en ellos que este momento ya se lo esperaban. Al llegar las monjas agustinas recoletas María Luisa y María de Gracia fuimos a ver al párroco; para sorpresa suya, eran monjas que él ya conocía, por lo que no puso ningún problema, fuera de preguntarme si yo quería ir ya con ellas. Le conteste que sí.

Al día siguiente me dio la bendición despidiéndome y prometiendo que oraría por mí, pues él apreciaba la vida contemplativa. De hecho, en el tiempo que él fue párroco de muy pueblo hubo muchas vocaciones y todas contemplativas.

Ingresé en el monasterio el 27 de abril de 1995; inicié el noviciado el 28 de agosto del 1996; profesé los votos temporales el 28 de agosto de 1998 y la profesión solemne fue el 28 de agosto del 2001.

Los años de formación sirvieron para aprender a vivir, amar y servir en el carisma agustino recoleto; aprendí a amar también a la Iglesia, a ser instrumento de amor y entrega para salvación de las almas, haciendo vida lo que dice nuestro padre san Agustín:

“Amen a Dios como Padre y a la Iglesia como a madre”.

Empecé a sentir la inquietud de salir de mi país sin dejar de ser lo que soy, monja contemplativa: vivir en tierra de misión, al lado de quienes entregan su vida por la evangelización y extensión del Reino de Dios; sentir, sufrir con ellos sus dificultades, soledades, hambre, conflictos y fracasos; celebrar sus logros, escucharlos.

De algún modo, esto ya lo hacía en Tlaxcala, estaba con ellos, oraba por ellos; ofrecí mi vida por los misioneros el día de mi profesión, además de por los sacerdotes y por la conversión de los pecadores; pero sin imaginar siquiera que un día se haría realidad.

Se me llenó el corazón de gozo cuando nos leyeron la carta de invitación para una fundación en Kenia, verdadera tierra de misión. Se lo manifesté a la madre Margarita, priora de la comunidad, que me escuchó atentamente y me respondió:

— Sé de tu inquietud, pero ahora no es el momento, será más tarde.

Ante esta respuesta me quedé tranquila. Poniendo en el Señor mi confianza, le dije:

— Señor, tú sabes el momento, cuando tú quieras aquí estoy; hágase tu voluntad.

El momento llegó cuando el asistente de la Federación de Agustinas Recoletas de México en ese tiempo, el agustino recoleto Renée Lozano, pasó por las comunidades invitando a las hermanas a ofrecerse voluntarias para apoyar a la comunidad de Kenia y compartiendo su experiencia tras haber visitado la comunidad.

El tiempo había llegado, hice la solicitud a la comunidad y esperé. La voluntad de Dios se manifestó con la respuesta positiva. Agradecí a Dios por su llamado. Finalmente, el 16 de septiembre de 2014 salí para Kenia junto con la hermana Lourdes del monasterio de Papalotla, acompañadas por el comboniano Rafael Rico, entonces párroco de Nakwamekwi.

Y aquí estoy compartiendo mi vida en este monasterio, viviendo y descubriendo el rostro de Dios en el ambiente que me rodea. La comunidad y la gente de este lugar me invitan a vivir en el amor misericordioso y fiel de Dios como dice el profeta Oseas:

“La llevaré al desierto y ahí le hablaré al corazón” (Os 2,16).

Me enamoro cada día más de Él. No es fácil vivir en este clima caluroso y desértico, pero el amor a la madre, a la Iglesia y su obra de evangelización me impulsan a continuar con alegría aquí hasta que el Señor lo permita, junto a mis hermanas.

Invito a los jóvenes a no perder el tiempo: la vida es corta y hay que actuar. Si tienen inquietud de consagrar su vida a Dios, que sean valientes, escuchen su corazón y respondan con generosidad. Solo tenemos una oportunidad para vivir y servir a Dios y a su pueblo.

.