En el año del Sínodo de la Amazonia, queremos recuperar la memoria y testimonio de Florentino Zabalza, agustino recoleto y obispo de la Prelatura de Lábrea (Amazonas, Brasil) desde 1971 hasta 1994, quien dejó escritas unas memorias que se ofrecen ahora por primera vez a todos los públicos.
Los caucheros, numérica y socialmente, forman el grupo más significativo de nuestro pueblo. La mayor parte de los habitantes que viven fuera de las cuatro ciudades de la Misión y desparramados por los centenares de ríos de la región, se dedican a la extracción de caucho. Por detrás de la vida dura que el oficio comporta, hay una situación de soledad, abandono, pobreza, miseria e injusticia vivida por todos los trabajadores del caucho que difícilmente podrá ser contada en su auténtica realidad.
Nace el árbol del caucho a la buena de Dios, en la selva. No hay bosques de cauchos como los hay, por ejemplo, de pinos, robles o hayas. A veces, de un árbol a otro hay 100 y más metros de distancia.
El día del cauchero comienza muy temprano, sobre las tres de la mañana. A esa hora sale de casa, cargando lo que para su trabajo necesita: un cuchillo especial para cortar, sangrar, hacer la incisión en el árbol; un balde en el que recogerá el líquido, la leche, el caucho; una escopeta con la que se defenderá del tigre u otro peligroso habitante de la espesura, o acaso podrá matar algún animal de carne comestible que resolverá por unos días el problema de su comida; y una bolsa con la imprescindible farinha y el igualmente imprescindible café.
A las tres de la madrugada es de noche, noche doble en la espesura de la selva. Para alumbrarse y poder caminar y trabajar, lleva una lámpara de petróleo que arma en una especie de vasija-casco colocada en la parte delantera de la cabeza; también se puede poner en una horquilla de madera que sostiene con los dientes. Esta lámpara, con sus humaredas de petróleo, causa enormes perjuicios a la salud del trabajador.
Al cauchero acompaña siempre el fiel perro que o le avisará del peligro que pueda amenazar o le ayudará a cobrar la pieza de carne apetecida.
Todos los días, el cauchero cortará los mismos árboles, 100, 150, tal vez más si están relativamente juntos. Al recorrido, que todos los días hace dos veces, lo llaman “camino”. Llega al primer árbol, con aquel cuchillo especial hace una incisión profunda en la corteza, rodeando el tronco en forma descendente; en la parte inferior de la incisión coloca una pequeña vasija de plástico, hojalata u otro material para recoger el látex líquido o leche, que en forma más o menos abundante comienza a correr por la incisión realizada. La abundancia del caucho depende de la edad del árbol, del tiempo que lleva siendo cortado, del terreno donde crece, de la técnica en sangrarlo.
Todos los días la incisión es en diferente lugar y cuando tiene que ser hecha muy arriba, el cauchero sube por un tronco en el que ha hecho unas muescas y al que llaman escalera. A veces esta escalera es bastante alta y supone no poco peligro. Con el agua o simplemente con el relente de la noche, queda resbaladiza y peligrosa. Conozco caucheros que de caídas de estas escaleras han quedado maltrechos de por vida.
Se trabaja en forma circular, de manera que la operación de sangrar los árboles termina muy cerca de donde comenzó. Como el camino comienza generalmente cerca de su casa, terminadas las incisiones, suele ir a casa a almorzar.
Terminado el almuerzo, cambia el cuchillo por el cubo y realizará de nuevo el mismo recorrido, solo que ahora recogiendo el líquido almacenado en las vasijas. Como es fácil suponer, este recorrido es mucho mas fácil y rápido que el primero y, concluido, regresa a su casa con el contenido. Diez litros es una producción regular, casi buena. Pueden ser las tres de la tarde.
Cerca de su casa, en una rústica cabaña de ramas, tiene un horno que enciende con leña o materiales que hagan mucho humo, al que hacen salir por un pequeño agujero. Sobre la columna de humo y sobre un palo al que van dando vueltas con una mano, derraman con la otra el líquido contenido en el balde. El caucho se solidifica al contacto con el humo.
En cuatro o cinco días, dependiendo de la suerte en la cosecha, habrá formado una bola de látex sólido de 40 o 50 kilos, lista para ser entregada. La enfermedad de los ojos que ya había comenzado por el humo de la lámpara de petróleo que se usa en la selva, adquiere consecuencias alarmantes en la tarea del ahumado.
El día que sale lloviendo no se puede trabajar; solo una gota de agua que caiga en aquellas vasijas que recogen la savia, daña y echa a perder todo el contenido. Si la lluvia llega después que el trabajo comenzó, se habrá perdido el trabajo, el producto y el tiempo, y se habrán ido por tierra muchas ilusiones y planes que se pensaban realizar.
Actualmente existe un producto que, con algunas gotas dentro de la vasija, consigue que el agua no dañe el caucho y que éste se solidifique conforme va cayendo, evitándose así la pesada tarea del ahumado. Pero muchos caucheros todavía no usan esos métodos.
En estos últimos años, el gobierno gasta mucho dinero tratando de incentivar el cultivo técnico del árbol del caucho; grandes extensiones de selva han sido derribadas y allí han sido plantados los árboles a una distancia de siete metros entre uno y otro. Algunas de esas plantaciones, hechas hace siete u ocho años, ya comenzaron a producir el primer caucho.
Cuando este sistema se generalice, la producción será mucho mayor, con mucho menor trabajo; pero cada hombre podrá trabajar muchos más árboles y eso supondrá que muchísimos hombres se quedarán sin trabajo. Se habrá solucionado un problema, pero se habrá creado otro de tipo social.
No pocas veces, terminada la faena del ahumado tendrá que coger la canoa y echarse al río a pescar la cena de la noche y ciertamente la comida de mañana para él y su familia. ¿Cuándo regresará? No pocas veces, con pocas horas para dormir, volverá poco antes de comenzar a trabajar mañana y salir al camino a cortar.
Todos los caucheros trabajan para otros. Toda esta inmensa selva tiene dueño o alguien que se dice dueño. Las propiedades son muy grandes y en ellas, dependiendo de su extensión, trabajan, 10, 20, 50 o más familias.
Pero no tienen un salario en dinero, sino que trabajan con la condición de vender al dueño de las tierras todo el producto de su trabajo. Cada cierto tiempo, el dueño pasa por sus propiedades y acuden los caucheros con su producto. Lo pesan y el dueño paga el precio establecido, generalmente, por él mismo. Y paga de manera por demás curiosa, nunca con dinero, siempre con mercancía que lleva para vender a sus trabajadores.
A esta operación de intercambio de mercancía, de las bolas de caucho a cambio de bienes de primera necesidad, se le llama hacer la quincena. La situación de tremenda opresión, de verdadera esclavitud, de pobreza, de miseria, de vida infrahumana de injusticia, comienza, sigue y se robustece así, por la quincena, y no termina nunca para nuestros pobres caucheros.
El patrón coloca el precio por el que va a pagar el caucho: lo cotiza como de primera, segunda o tercera, a su entender. Y con sus mercancías hace lo mismo. Si comenzaron robando en lo que compraban, terminan robando en lo que venden.
Todo queda muy bien anotado en los cuadernos del dueño: tantos kilos de caucho a tanto, da tanto; tanta mercancía a tanto, da tanto. El resultado de la operación siempre es desfavorable al pobre trabajador que queda en deuda con el patrón. Generalmente, nunca, por más que se empeñe, sude y trabaje, el trabajador conseguirá nivelar las columnas de haber y deber; y mucho menos conseguirá que su haber sea superior a su deber.
Muchas veces, caucheros convencidos de que lo suyo no puede ser así, nos han presentado sus cuentas; y muchas veces las hemos encontrado erradas, siempre a favor del patrón. No olviden que, si muchos no saben leer ni escribir, mucho menos saben de sumar y restar.
Este sistema de trabajo y remuneración viene de muy atrás, tiene profundas raíces y no es fácil cambiarlo. El gobierno pone precio al caucho, pero no a la mercancía de bienes de primera necesidad; vende estos bienes más baratos a los dueños con el objetivo de que sean también más baratos para sus trabajadores; pero en sus ansias de lucro desatienden el pedido del gobierno y siguen vendiendo igual de caro a los caucheros anotándose las ganancias.
Por otro lado, el caucho del que vive cerca de los árboles tiene el mismo precio que el caucho del que vive lejos; la mercancía, en cambio, aumenta de precio en la medida que aumenta la distancia hasta donde viven los trabajadores porque, dicen, aumenta el coste de transporte. Por último, ni siempre los patrones respetan los precios del caucho que el gobierno ha establecido y aquí la justicia cojea tanto que nunca llega.
Desde hace ya algún tiempo se escucha muy bien por estas bandas la Radio Nacional de Brasilia; por ella nuestras gentes se enteran de muchas leyes gubernamentales existentes; y los patrones van tomando más cuidado en sus torcidos manejos. Los trabajadores se animan al sentirse más amparados por la autoridad y alguna cosa se consigue. Pero… ¡falta tanto!
Ni siempre la injusticia y el robo están solo del lado de los dueños. Algunos caucheros, para obtener alguna ganancia, para poder vestir y dar de comer un poco más y mejor a la familia, o porque se sienten robados, o sencillamente por falta de conciencia, debajo de una capa de buen caucho colocan otra de menor calidad con tierra; y tratan de agrandar y hacer más pesadas las bolas de la quincena. Pero raramente dejarán de ser identificados y se deben atener a las consecuencias de haber intentado engañar a los patronos.
Hay leyes según las cuales los caucheros, con un 10% o 20% de su producto cumplirían con sus obligaciones respecto a los patrones y podrían vender el resto en el mercado libre al mejor pagador. Pero los dueños no concuerdan y se valen de mil artimañas para quedarse con todo. Las leyes salen desde Brasilia, pero nadie viene a ver si se cumplen.
La Iglesia, la Prelatura de Lábrea, ha entrado de lleno en el asunto, enfrentando la situación, tratando de hacer que el derecho de los caucheros sea respetado. Nos hemos ganado muchas enemistades; algunos ricachos se han retirado de la Iglesia porque los sacerdotes se meten en asuntos que no les importan ni les incumben. Bueno; todavía no nos han crucificado como a aquél que predicaba la justicia y fustigaba a los injustos.
Una de nuestras realizaciones, que consideramos importante, ha sido la fundación del Sindicato de los trabajadores. Está funcionando muy bien, a pesar de las dificultades que el medio impone; mucho se ha conseguido y esperamos conseguir mucho más.
Tenemos centenas de caucheros que trabajaron en el caucho la vida entera, 30, 40 y más años, y nada consiguieron, nada tienen: ni una casa, ni un pedazo de tierra propia donde poder trabajar. Y nos persiguen y nos critican, y nos llaman comunistas, porque gritamos todo lo más alto que podemos que eso es una injusticia.
Una de las más altas autoridades del Gobierno en lo que al caucho y cauchero se refiere viene mucho a Lábrea y siempre nos visita y trata de saber de nosotros los problemas en ese campo, para tratar de solucionarlos. Creo que se puede creer en la rectitud de su conciencia y en su interés por mejorar la situación de los caucheros.
A él se deben la creación de una cadena de almacenes existentes en esta zona cauchera, en los que los dueños o patrones compran más barato que en otro cualquier lugar, con la condición de que ellos vendan también más barato a los trabajadores. En la última vez que aquí estuvo, supo que los deseos del Gobierno, sus deseos de ayuda a los pobres, no se estaban cumpliendo por falta de conciencia en los patrones y amenazó con cerrar el almacén de Lábrea, si las cosas no mejoraban.
A esa misma autoridad se debe también un programa de ayuda en el campo de la salud, consistente en un barco con médicos y enfermeros que recorre nuestro Purús ayudando y atendiendo a los habitantes de sus márgenes.
El primer programa de ese tipo fracasó rotundamente. Médicos, enfermeros y empleados del barco se daban la gran vida, ganaban sueldos astronómicos y no atendían a nadie. Se enteró de lo que pasaba y de un plumazo cerró el programa. Parece que en la actual y segunda programación, está dando mejores resultados.
Hay voluntad por parte del Gobierno de mejorar las cosas; le interesa incentivar la producción de caucho e intenta dar condiciones mejores de vida a los caucheros para que ello sea posible; lo que sucede es que, como ya anoté, el problema es de vieja fecha, tiene profundas raíces y no es fácil cambiar cuando están de por medio hombres insensibles ante la pobreza y miserias ajenas, egoístas, que únicamente piensan en su provecho y crecimiento aunque para ello pisoteen y humillen a los demás.
Dando un pequeño salto atrás, pienso que a cualquiera se le ocurriría preguntar: ¿por qué los particulares, los caucheros, no compran directamente en esos almacenes establecidos por el Gobierno?
El cuestionamiento es fácil de responder: muchos, la mayoría de los caucheros, viven muy distantes de las ciudades donde están los almacenes. Algunos viven a quince, veinte y más días de viaje. Cuando por cualquier motivo vienen a la ciudad, aprovechan y compran, pero de ordinario el patrón compra para todos, vende para todos y se enriquece lucrándose escandalosamente de todos.
Sigo opinando que por detrás de todo lo que se diga y escriba, hay una situación de pobreza, miseria e injusticia que yo no he sido capaz de describir. Tal vez ustedes y algún otro lector que pueda ver esto, alcance a imaginarla. Pero lo intenté y disculpas si no supe contarlo.
Termino recomendando a sus oraciones la suerte de nuestros hombres del caucho. Que Dios nos dé sus luces y sus fuerzas para estar siempre de su lado y poder algún día verlos viviendo una vida digna, humana, como merecen.
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