En el año del Sínodo de la Amazonia, queremos recuperar la memoria y testimonio de Florentino Zabalza, agustino recoleto y obispo de la Prelatura de Lábrea (Amazonas, Brasil) desde 1971 hasta 1994, quien dejó escritas unas memorias que se ofrecen ahora por primera vez a todos los públicos.
En número de unos 3.000, los indios forman un grupo significativo y que, hoy por hoy, constituyen una de nuestras principales preocupaciones pastorales. Forman una serie de grupos entre los que podemos destacar como más notables a los Paumarís, Jamamarís, Apurinás, Yumas y Catuquinás. Siendo muchos los grupos, y no tan alto el número de individuos, cabe concluir que estos grupos no son muy numerosos. Por la semejanza que aparece entre varios de esos grupos, puede concluirse que tienen, no muy lejano, un origen, un tronco común.
Las guerras entre ellos, las luchas por la supervivencia, la necesidad de buscar nuevas tierras y otros ríos para su agricultura y pesca, posiblemente los obligó a dividirse y así formaron nuevos grupos.
Tenemos también indios sin nombres, tal el caso de los descubiertos o encontrados hace un par de años. No hablan el portugués, no entendemos su idioma, nada, ni siquiera su nombre conocemos. De momento los hemos bautizado con el nombre del río donde moran: Coxoduá y también, por el más fácil, de Indios Nuevos. [Nota del editor: se refiere a la tribu en ese momento recién contactada y cuyas denominaciones actuales son Zuruahã, Suruahá o Suruwahá].
Los indios semicivilizados, aunque generalmente viven más o menos agrupados entre ellos y separados de los no indios, tienen bastante comunicación con ellos y, poco a poco, van adoptando sus costumbres. Sus casas son parecidas, visten como ellos, usan relojes de pulsera, compran tocadiscos, discos, grabadores, les encanta la música y hasta se emborrachan para parecerse más con los no indígenas.
La población no indígena ha humillado y humilla y desprecia tanto al indio que este siente vergüenza de ser indio; de ahí su afán de parecerse en todo a los no indígenas, para ser tratado como ellos.
Los aún aislados ya son diferentes, a juzgar por lo observado en nuestros Indios Nuevos. Viven en una casa común para todo el grupo aunque, dentro de ella, cada familia tiene su rincón propio, sin tabiques ni separación ninguna de las otras familias.
Todo lo que tienen es común, de todos. El jefe distribuye los trabajos y después todos comen de lo que algunos han cazado, pescado o cultivado. No conocen la sal, el azúcar y el aceite, y la carne y el pescado lo comen asado o cocido con agua, nada más.
Ordinariamente andan todos desnudos, tapándose algunas veces el sexo no se sabe por qué con hojas o tejidos que ellos hacen de fibras vegetales. Duermen en hamacas hechas por ellos mismos, también de fibras de árboles.
Son muy limpios y se bañan mucho. Las madres bañan a sus pequeños, llenándose la boca de agua y derramándola con fuerza en forma de ducha sobre el cuerpo de la criatura, mientras la frotan y limpian con las manos.
Hacen fuego rozando rápidamente entre sí dos palos secos, faena que no repiten muchas veces ya que procuran conservar el fuego, una vez encendido; ni siquiera de noche lo apagan.
Cubren sus cuerpos con sustancias sacadas de diferentes plantas para librarse de las picaduras de los mosquitos.
En la nueva tribu había un indio al que le faltaba una pierna; por señas se creyó entender que le había mordido alguna culebra o animal, pero no se supo cómo lo curaron y le cortaron la pierna.
Todo eso se sabe a través de la convivencia que los misioneros tuvieron con ellos, que no fue mucha. De lo que vieron y de lo que por señas pudieron entender, sacaron las anteriores observaciones.
Deberemos esperar todavía bastante tiempo hasta aprender su lengua y así poder averiguar tantas cosas, sin duda, interesantes de su vida y costumbres.
El concepto de lo común lo tienen muy arraigado y parece que ha existido siempre y en todos. Hace algunos meses llegó a Lábrea un grupo de indios semicivilizados. Sin hablar con nadie, fueron directamente a parar a una casa que la Prelatura tiene desocupada y que seguramente conocían de otras ocasiones. Llegaron, tomaron posesión de los cuartos que encontraron abiertos, y cuando el encargado de cuidar la casa les llamó la atención, uno de los del grupo dijo simplemente: tu casa es mi casa; y, sin más explicaciones, siguieron acomodándose.
Otro día, estaba yo en mi cuarto, como siempre con la puerta abierta, cuando sin darme cuenta me encontré en frente de mi mesa con un indio ya mayor y otro menor que resultó ser su hijo. Sin ningún preámbulo, el mayor se levantó la camisa y, tocándose el estómago, me dice: hambre.
Le expliqué que la hora de la comida había pasado y que no tenía nada de comida en aquel momento. Entonces, dinero, fue la respuesta del indio. Le di el dinero y sin más, se marchó. Todavía volvió en otras ocasiones a pedir comida o con qué comprarla.
En una de las venidas, me contó que ya me conocía y que anteriormente había estado hospedado varios días en mi casa cuando su hijito, el que andaba con él, había bebido caucho líquido y se le había formado una pelota en el estómago tan grande que fue necesario operarlo para sacársela. Yo recordaba perfectamente el caso, pero no reconocía al indio.
Comparaba yo la forma de pedir de este indio y la de los no indígenas, que te inventan mil razones o mentiras para moverte a la compasión. El indio no. Tenía hambre, suponía que yo podía tener alguna cosa para darle y la pedía como quien tenía todo derecho —¿y no lo tenía?— a mi ayuda.
Hasta hace poco, nuestro trabajo con los indios civilizados o semicivilizados poco se diferenciaba con el realizado con los no indígenas. En las correrías misionales acuden al misionero para lo mismo: bautizar, casar, confirmar, etc., en la misma forma que los no indígenas; y posiblemente con más cariño eran atendidos por el misionero.
De unos años a esta parte, hemos iniciado un trabajo especial con nuestros hermanos indios, ya que están necesitando de este nuestro trabajo. Hasta me atrevo a decir que en el momento, una de nuestras mayores preocupaciones pastorales son los indios.
Sabido es que los antepasados de estos nuestros actuales indios aquí estaban y aquí vivían cuando el descubrimiento del Brasil, allá por el 1500. Estas tierras eran suyas y en ellas vivían, más o menos en paz y tranquilos hasta que llegaron los descubridores.
En algunas partes de Brasil, las costas principalmente, donde primero llegaron los europeos, estos comenzaron en seguida a perseguir a los indios que encontraban, matándolos en luchas violentas cuando oponían resistencia. Resistían hasta que podían, pero siempre sucumbían ante la superioridad de las armas de fuego que o los mataban o ahuyentaban, robándoles sus tierras. Los sobrevivientes se refugiaban en otros lugares, hasta que allí llegaban de nuevo los conquistadores a lo mismo, a perseguirlos, ahuyentarlos y, si se resistían, a matarlos. Fueron muchísimos los que en estas luchas murieron.
Aquí, en nuestra región, no obstante haber sido muy perseguidos en los días del descubrimiento y de la conquista, estaban viviendo más o menos tranquilos hasta finales del siglo pasado y principios del presente (XX), cuando otra vez llegaron los no indígenas, ahora con el nombre de caucheros. Otra vez comenzó la odisea de los indios.
Los caucheros, en la búsqueda del árbol del caucho, iban adentrándose cada vez más en la selva, encontrando, en ocasiones, tribus de indios que se oponían a su avance y trataban, por todos los medios a su alcance, de defender sus tierras, hacer respetar sus derechos sobre lo que consideraban y era suyo.
La lucha volvió a entablarse y, como siempre, el indio fue vencido y empujado más adentro, hasta que allí también llegaban los caucheros, para volver a repetirse lo mismo con las mismas consecuencias: el indio vencido, ahuyentado o muerto.
Estos encuentros entre no indígenas e indios, tal vez en menor escala que antes, se repiten en nuestros días. No hace muchos años que hubo, dentro del territorio de la Misión, horribles matanzas de indios que a su vez intentaron vengarse, causando muertes entre los no indígenas.
Otro tipo de ocupación de nuestra selva se opera en nuestros días con las mismas consecuencias de robo, persecución, exterminio y muerte de nuestros indios que, en esta inmensidad de tierra que es suya, no encuentran ya lugar donde desarrollar su vida de cazadores y pescadores.
Grandes compañías del sur del país están llegando al Amazonas y, sobornando a las autoridades, consiguen títulos y escrituras de propiedad de inmensas extensiones de tierra sin tener en cuenta o sin importarles en nada los indios, que desde hace miles de años están en posesión de ellas por derecho de uso; los despachan para otras tierras ya compradas o que lo serán muy pronto por otras firmas similares que nada quieren saber de ellos.
Más de dos millones de hectáreas, conseguidas en la forma dicha, tiene una empresa en esta región. Dentro de ese territorio, viven indios —y trabajadores no indígenas también— que van a quedarse sin un palmo de tierra en la que poder vivir y trabajar.
La Iglesia brasileña, en este capítulo de su historia, siempre contó con aguerridos e intrépidos misioneros que defendieron a los indios. Ahí está, entre otros muchos, el jesuita español canario José de Anchieta, beatificado no hace mucho por Juan Pablo II.
Ha sido en estos últimos años, después del Concilio Vaticano II, después de la reunión del episcopado latinoamericano en Medellín y antes de la reunión de ese mismo episcopado en Puebla, cuando la Iglesia de Latinoamérica, y con ella la brasileña, responsable de su misión que abarca al hombre no solo en lo que este tiene de espiritual, sino también en lo que tiene de material, consciente de la injusticia, expoliación, extermino y muerte que están soportando los indios, abiertamente, descaradamente, valientemente, ha salido a la defensa de los mismos.
Otro tipo de trabajo señalaba arriba es el que hay que hacer con los indios, antes mismo que evangelizarlos. Ese trabajo consiste en reafirmar, más todavía, su conciencia sobre el derecho que tienen a las tierras donde viven, enseñarles el camino a seguir y caminar con ellos, mostrarles las autoridades a las que deben acudir o llevarlos a ellas, cuando alguien llega diciéndoles que ha comprado sus tierras y que tienen que abandonarlas; en una palabra, defenderlos, cuando están en su derecho, contra el poder de los usurpadores.
Ya son varios los sacerdotes misioneros que han caído en esta lucha; otros, extranjeros, han sido expulsados del país; algunos, extranjeros y nacionales, sufren en las cárceles por el mismo motivo. De la persecución, de la cárcel y de la muerte, no se han visto libres seglares connotados abogados, sencillos, cristianos que, persuadidos de la injusticia, se entregan en cuerpo y alma a la defensa de sus ideales que se confunden con los derechos de los oprimidos. Gentes de los propios indios, más civilizados, pero orgullosos de ser indios, han caído también en la defensa de sus hermanos, de los hombres de su raza.
Pocos en número, insuficientes para el trabajo específicamente sacerdotal, los Agustinos Recoletos de esta Misión, sintiendo en carne viva el problema indígena, dando toda la cooperación y ayuda que está en nuestras manos, no podemos dedicarnos al trabajo con los indios en la forma y dedicación que ellos merecen y necesitan.
La anterior es la razón por la que hemos admitido en la Prelatura y para trabajar exclusivamente en la pastoral indigenista a los misioneros seglares del Consejo Indigenista Misionero (CIMI) y la Operación Amazonia Nativa (OPAN).
Admirable la vocación de estos jóvenes que, abandonando familia, patria y comodidades, se dedican a la humanitaria causa de los indios, soportando hambre, fiebres, mosquitos, lluvias, calor y mil sacrificios más que el medio impone.
Viven en casas humildes, como las más humildes del lugar donde trabajan, cuatro palos y un techo de hoja de palmera construida por ellos mismos. Comen lo que cazan, pescan y cultivan en las horas libres que les deja su específica vocación. De cuando en cuando, aparecen por las ciudades, para darse un baño de civilización.
Ya he hecho notar que su trabajo con los selvícolas, de momento, más que evangelizador, es de tipo social. En mis angustias de obispo, responsable por la Misión, los he interrogado más de una vez sobre cuándo comenzará el trabajo de evangelización. Todo llegará a su tiempo y los indios mismos nos han de dar la oportunidad, es la respuesta que me dan.
Algún día me contaba uno de esos misioneros que, en cualquier ocasión, un indio cualquiera le decía: ¿Por qué blanco no gusta de indio? Persigue indio, mata indio… Y tú, blanco, también defiendes indio, cuidas indio, curas indio y amas indio. Y concluyó el misionero: Fue esa o será una como esa, la ocasión de hablarles de fraternidad, de amor, de Dios.
Y ustedes qué opinan sobre el particular, ¿están ciertos o están equivocados esos misioneros y este obispo?
Sin pretenderlo, pero también sin poderlo evitar, he hablado más que propiamente de indios, de sus problemas de su situación, del trabajo que con ellos estamos realizando. Voy a ver si, antes de terminar, cuento alguna cosa típicamente india, interesante y que les pueda gustar.
Xingané
Xingané se llama, en términos generales, toda fiesta danzante que celebran algunos grupos de indios de nuestra región, entre ellos los Apurinás.
Voy a relatar brevemente la que realizan cuando una niña deja de serlo y se convierte en mujer. Encierran a la joven en una empalizada construida para la ocasión, durante tres o cuatro lunas/meses. Durante ese tiempo, no puede ser vista por ningún hombre y dos mujeres la atienden en todas sus necesidades y en la comida, que le pasan por un hueco hecho en la empalizada.
Terminado el tiempo de encerramiento comienza la fiesta propiamente tal, que consiste en tres días de danzas, al son tristón de sus cantos e instrumentos y en verdaderas borracheras.
Cumplida esta fase de la fiesta, algunos hombres, no sé si todos, armados de látigos o varas golpean a la joven, que está desnuda de cintura para arriba, hasta a veces hacer brotar la sangre. Ella no puede ni gritar ni llorar, demostrando así que está preparada, que será fuerte, para soportar los dolores y trabajos de la maternidad.
En la última parte de la ceremonia, las mujeres se arman de antorchas, tizones o cualquier cosa con resinas, encienden la punta de un palo y persiguen a los hombres para, si es posible, quemarlos, en venganza por la azotina que propinaron a la joven. Algunos, sobre todos los mareados en exceso por el alcohol, se llevan sus buenos quemazos, ya que las mujeres asientan el fuego sin compasión, en solidaridad con la joven.
Con lo anterior termina el ritual de la fiesta, y la fiesta también. Generalmente, no permiten que algún extraño a la tribu tome parte en ella o asista como espectador. Algún amigo puede ser admitido alguna vez. Fue el caso de Marta Calovi, misionera seglar italiana que trabaja entre los indios de la Misión, concretamente con los que celebraban la fiesta. Fue ella la que me lo contó. Todavía cuando me la contaba, se le caían las lágrimas al recordar los latigazos que le daban a la pobre iniciada que se contorsionaba de dolor, sin decir un ay, ni derramar una lagrima. Ella tomó parte en la fiesta y se afanó, como la que más, para alcanzar y quemar a algunos de los verdugos, lo que no fue fácil conseguir, dice ella, a pesar de su empeño.
Coxoduas [hoy pueblo Zuruahã, Suruahá o Suruwahá]
Voy a alargar un poco más esta crónica con el relato del primer encuentro de los misioneros con los Indios Nuevos.
El P. Gunter, Astor, Casilda y Heloisa, misioneros entre los indios de esta Prelatura, vieron coronado por el éxito su esfuerzo de contactar con la tribu existente en la parroquia de Tapauá, cuyas malocas (casas gigantes) habían sido localizadas anteriormente desde un vuelo de avioneta. Fue el 7 de mayo de 1980.
En la difícil senda, por la maraña de la selva, encontraron grandes y bien cuidados cultivos de mandioca, maíz, bananos y frutas de la región. Allí, muy cerca, a la vista y al alcance de ellos estaba la maloca gigante en la que alcanzaron a escuchar voces de niños. Cuando se aproximaron no encontraron a nadie.
Ciertos de que su aventura misionera se acercaba al final, dejaron allí, en la maloca, hachas, machetes y collares fabricados por indios de otras tribus y se regresaron al campamento.
El día ocho, a las ocho de la mañana, cuando estaban terminando de desayunar, sin saber por donde habían aparecido, se vieron rodeados por no menos de 40 indios, todos hombres, desnudos, fuertes, sanos y armados de arcos y flechas.
Ni los indios hablaban o entendían el portugués, ni los misioneros entendían nada de lo que los indios hablaban.
Muy pronto los indios los despojaron de todas sus ropas y con machetes, posiblemente los mismos que les habían dejado el día anterior, comenzaron a cortarles el pelo de todas las partes del cuerpo. En cuanto unos se desempeñaban como barberos, otros revolvían el campamento de arriba abajo. En esta revisión encontraron unas tijeras y, curioso, cambiaron los machetes y con ellas siguieron cortándoles el pelo.
Los indios extrañaban y no entendían cómo los misioneros, dos hombres y dos mujeres, usaban cuatro hamacas para dormir. Menos entendían de dónde los misioneros habían sacado la leche que estaban tomando. Se acercaron a las misioneras, les apretaban los pechos y, por señas, trataban de explicar que nada salía y nada podía salir, porque eran mozas, señoritas y no madres. Los misioneros les mostraron las latas de leche en polvo e hicieron delante de ellos la operación de licuarla.
El P. Gunter, alemán, alto, bien más alto que el resto del grupo, presumiblemente, fue considerado como el jefe y, de malas maneras, a los empujones fue separado de sus compañeros y llevado aparte. Colocado de espaldas contra un árbol, creyó sinceramente que había llegado su última hora, que iba a ser flechado, cuando el jefe de los indios, con el arco armado, se coloco a su frente a unos cuatro metros de distancia.
El misionero escuchó, vio que la flecha había sido disparada pero nada sintió ni vio en su cuerpo. En una fracción de segundo, dijo, pensó que todo era una prueba a la que el grupo estaba siendo sometido para ver sus intenciones. No hizo el menor gesto sospechoso, a pesar de estar con una escopeta en la mano.
Repuesto del susto, con la mayor arrogancia que la situación lo permitió, avanzó y amigable, pero fuertemente, apretó la mano del cacique, gesto al que el indio respondió de la misma forma y sonriendo. El P. Gunter le entregó la escopeta que todavía conservaba, indicando por gestos que era un regalo que hacia. El cacique recibió la escopeta y sin mirarla, siquiera, sin hacer un gesto de nada, la arrojó al río,
A partir de ese momento cambió por completo la actitud de todos los indios, que comenzó a ser amigable. En un grabador les cogieron parte de sus conversaciones que luego escuchaban con la admiración que es de suponer. También tomaron muchas fotos que, infelizmente no quedaron muy buenas, por causa del rollo que parecía ser viejo o estar húmedo.
Todos los indios estaban casi desnudos; digo, casi, porque todos llevaban el pene enfundado en una funda (si enfundado, en qué iba a ser) hecha con hojas o corteza de árbol. Al P. Gunter le quisieron poner una, pero al no acomodárselo fácilmente, desistieron del intento.
A las dos de la tarde los misioneros fueron convidados a retirarse con la recomendación, todo por señas, de que podían volver y cuando lo hiciesen llevasen más hachas, machetes y también perros, a los que trataban de identificar imitando sus ladridos.
Infelizmente, por causa de una violenta malaria que acometió a Heloisa, los misioneros tuvieron que regresar a Lábrea. Algún día regresarán para ver la forma de intentar algún trabajo con ellos.
El hecho de que conocieran el uso del hacha, del machete y de las tijeras indica que, aun “salvajes”, conocían esos instrumentos. Pedir insistentemente perros da a entender que, o los han tenido o los han visto, y el gesto de arrojar la escopeta al río, sin más ni más hace suponer o imaginar encuentros, por cierto, nada pacíficos, con algún grupo de no indígenas que las usasen.
De hecho, nuestra primera preocupación por estos indios, la búsqueda de su ubicación, que hicimos por avión, se debe a que algunos rumores nos habían llegado sobre la existencia de indios salvajes por aquellos lados.
Todo eso y muchas cosas más, sabremos con el correr del tiempo, cuando aprendamos su lengua y ellos aprendan la nuestra.
Los misioneros volvieron la segunda vez. Lo primero que los indios preguntaron fue por los perros que, como medida preventiva contra el contagio de alguna enfermedad por parte de los indios, los misioneros no quisieron llevar. No se sabe si por eso, los misioneros fueron recibidos muy mal y sólo pudieron estar con la tribu una media hora.
Regresaron la tercera vez, llevaron el perro, fueron muy bien recibidos y estuvieron tres días con ellos, durmieron en su maloca, dicen que siempre como muy vigilados, y comieron, de no muy buena gana, comida preparada por ellos.
En el momento que estoy escribiendo esto, cinco misioneros, dos sacerdotes y tres seglares, están viajando de nuevo para allá. Si todo ocurre bien, llevan intenciones y preparativos para permanecer con ellos durante varios meses.
En este viaje, lo mismo que en el anterior, los misioneros llevan un aparato de comunicaciones con el que todos los días hablan con nosotros aquí, en Lábrea.
Los indios y principalmente los que no tienen mucha comunicación con los no indígenas, no conocen muchas de nuestras enfermedades y si se llegan a contagiar de alguna de ellas, como su organismo no tiene defensas contra ellas, pueden morir muchos si no se llega a tiempo a tratarlos. Casos ha habido que una simple gripe ha diezmado tribus enteras. El sarampión es otra enfermedad que los mata con la mayor facilidad.
Si de la sífilis se trata, se dice que el blanco no civiliza, sino que “sifiliza” al indio [Nota del editor: en portugués ambas palabras suenan casi idéntico]. De hecho, la sífilis, hasta no hace mucho desconocida entre ellos, ha causado verdaderos estragos.
En nuestros Indios Nuevos, aunque dije que son fuertes y están sanos, los misioneros notaron que les faltaban muchos dientes y los que todavía les quedan, los tienen muy malos; posiblemente mascan la coca u otras hojas del mismo poder destructivo, que abundan en la selva. No conocen la píldora anticonceptiva, pero saben hojas y raíces que producen los mismos resultados y las usan.
A los indios les gustan mucho los hijos y los niños pequeños, a los que nunca harán ningún daño. Hace algunos años, en la parroquia, casi que en la ciudad de Tapauá, pelearon a tiros de escopeta dos grupos de indios; de lado y lado dejaban huir a los niños que iban a esconderse en la selva y no les hacían nada.
En contra de lo que acabo de afirmar, pero sin tratar de retractarme de lo dicho, hace algunos meses, aquí en Lábrea, un policía mató a un joven indio; el padre de este, ciego de rabia fue con otros indios a la casa del policía para matarlo; al no encontrarlo, él o alguno del grupo mató a un hijito del policía y casi mata al otro también si los compañeros no lo hubiesen contenido diciéndole que no hiciera nada a los niños, que ninguna culpa tenían. En todo caso, una golondrina no hace verano y hasta me atrevería a decir que a los indios de la triste historia se les han pegado los defectos de los no indígenas por el largo contacto con ellos.
Algunos de nuestros indios, como pasa con los caucheros, según ya hablé, trabajan a órdenes de patrones. Es esta una circunstancia más en la que son inicuamente explotados. Bolas de caucho, trabajo de varios días o semanas, artículos de su artesanía particular que son muy apreciados y valen muy buen dinero, se los cambian por una botella de aguardiente, aprovechándose de que al indio le gusta mucho la bebida.
Por ley del gobierno, está prohibido vender a los indios bebidas embriagantes, pero ya se sabe, cada ley tiene su trampa o se la buscan.
Muchos de los no indígenas tienen verdadera aversión al indio, al que llaman bicho, es decir animal, con desprecio, sin tener ninguna consideración. Muchos no solo muestran que no les importan, sino que se alegran con la situación y muerte de los indios.
Mientras estoy escribiendo esto, un grupo de misioneros está empeñado en una empresa que, si dejó de ser arriesgada, no carece de peligros en los viajes, primero en barco, después en canoa de motor, luego en canoa a remo y finalmente a pie; peligros con el riesgo grande de fiebres palúdicas y otras enfermedades, peligro tal vez, en el encuentro con los propios indios a los que tratan de ayudar y hacer el bien.
Yo desde aquí los acompaño con mis oraciones. Unan las suyas a las mías, para que todo salga bien, para que Dios en nombre del Cual se inició el trabajo, lo lleve con su gracia y sus luces a buen fin.
[Nota del editor: actualmente los Zuruahã tienen una reserva indígena registrada de casi 240.000 hectáreas y cuentan con 171 habitantes. En el mapa abajo, la zona central de su reserva]
Tsorá, dios de los apurinás
Yakonero era la india más bella, trabajadora y buena de cuantas habitaban en la tribu Apuriná. Soltera, joven y hermosa, más de un indio en edad de contraer matrimonio sentía latir su corazón por ella, se esforzaba por superar a todos en las hazañas guerreras, en la destreza para la caza y pesca, para merecer algún día ser escogido para esposo de Yakonero.
Virtuosa y admirada, ninguna de sus compañeras, jóvenes como ella, sentían las torturas de la envidia tan propia de esa edad y todas se esmeraban en imitarla para un día, ganar la voluntad y el corazón de algún joven, valiente guerrero y distinguido trabajador.
Un día, para asombro de la tribu entera, Yakonero apareció con señales inequívocas de estar embarazada. Sus padres, tristes por el hecho, quisieron encontrar al causante de sus tristezas y de la vergüenza de su hija que ella se negaba a descubrir. Para eso, la pintaron de negro y quien al otro día apareció pintado de negro, fue el sol.
Acosada por las preguntas de todos, padres, jefes de la tribu y compañeras, Yakonero confesó que, efectivamente, ha sido el sol quien la había embarazado, sirviéndose para ello del michingana, el canuto de madera que los indios usaban para aspirar el rapé (xinhá).
Desde los primeros días de su embarazo y cada día con mayor claridad, Yakonero siente que el ser o seres que en su vientre viven y crecen, se mueven, se agitan, como que luchan contra imaginarios enemigos.
Ella misma, en su íntimo, experimenta impulsos locos, irresistibles que la empujan a la selva a buscar los mejores materiales para la fabricación de arcos y flechas para los hombres de su tribu. Pasa los días en la selva, buscando aquellos materiales y fabricando aquellas armas.
Un día, Yakonero se pierde en la selva. Después de mucho caminar, no acierta con el camino de vuelta y va a parar a una tribu de indios vecinos, pero enemigos. Suerte la de Yakonero, la india errante y perdida: los hombres de la tribu están ausentes del poblado, dedicados a la caza, a la pesca o quién sabe, tal vez empeñados en hazañas guerreras con alguna tribu enemiga.
Las mujeres, mujeres al fin, recibieron a Yakonero con amistad y cariño y la cuidaron con amor. Ella tranquila, contenta y agradecida, cuenta toda su historia, desde antes de perderse en la selva.
La esposa del jefe de la nueva tribu y con ella todas las mujeres, resuelven esconder a Yakonero antes de que los hombres regresen y trabajar para disponer el ánimo de éstos en su favor. Escogen, para esconderla, un árbol de tupido ramaje y ayudan a subir a él a la joven india, próxima a ser madre.
La posición, el cansancio de los días en la selva y, sobre todo, su próxima maternidad, producen en Yakonero tremendos vómitos, precisamente cuando un grupo de hombres, a la sombra del árbol, descansa de las fatigas del día.
Yakonero es descubierta; la mandan bajar; averiguada su procedencia, la condenan a muerte, a pesar de las súplicas de todas las mujeres, sus bienhechoras y amigas.
Antes de matarla abrieron su vientre, arrancaron la bolsa fetal que, al arrojarla lejos, quedó colgada en las ramas de un pequeño arbusto. Al día siguiente, alguien vio que dentro de la bolsa alguna cosa se agita y mueve. La recogen, la abren, y dentro de ella encuentran cinco criaturas a las que adoptan y crían, pues los indios son incapaces de hacer mal a una criatura. Les ponen los nombres de: Tsorá, Orotá, Ichirabotsá, Yurikián e Ikipan.
Crecen los hijos de la madre virgen que un día llegaron a conocer la historia de su progenitora. Ya adultos, resuelven vengar la muerte de su madre y declaran la guerra a la tribu que los había recogido y criado. Luchan bravamente, pero la diferencia numérica resuelve la suerte de la guerra en favor de la tribu. En la lucha mueren heroicamente Orotá, Ichirabotsá, Yurikián e Ikipan.
Tsorá, viéndose solo, comprende la inutilidad de seguir luchando y huye. Errante y solitario por la selva, como su madre un día, viene a dar, con más suerte que ella, con su tribu de origen a la que cuenta su historia, la historia de sus hermanos y de su madre.
La tribu Apuriná lo recibe como a un héroe y lo proclama su jefe. Tsorá lleva a sus hombres a mil victorias contra sus enemigos. Ya anciano, muere rodeado del cariño, admiración y respeto de su pueblo que ve con admiración cómo luego de muerto, su cuerpo es arrebatado a las alturas, hasta perderse entre las nubes del cielo.
Desde entonces, Tsorá es el dios de los Apurinás, a los que infunde su espíritu guerrero que los mantiene en sus luchas por conservar su libertad sin someterse voluntariamente a ningún otro pueblo.
Los Apurinás hasta hoy y aquí demuestran su bravura, espíritu de lucha y amor a su independencia. Pero parece que ni el espíritu de su dios Tsorá es suficiente para sacarlos victoriosos en la lucha del momento, en defensa de sus tierras.
Ayúdenme a pedirle a nuestro Dios, ese sí capaz de todo, para que el derecho de los pueblos indígenas oprimidos sea reconocido, que se les haga justicia para que puedan vivir su vida, tranquilos y en paz.
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