En el año del Sínodo de la Amazonia, queremos recuperar la memoria y testimonio de Florentino Zabalza, agustino recoleto y obispo de la Prelatura de Lábrea (Amazonas, Brasil) desde 1971 hasta 1994, quien dejó escritas unas memorias que se ofrecen ahora por primera vez a todos los públicos.
Las crónicas misionales de los Agustinos Recoletos en Casanare y Tumaco (Colombia), en Kweiteh (China), en Palawan (Filipinas), en Chota (Perú) o Bocas del Toro (Panamá), podrán hablar indiferentemente de ríos o mares, carreteras asfaltadas o caminos polvorientos de tierra; pero es imposible leer una crónica misional de Lábrea en la que no aparezca el río Purús.
Si miran el mapa de la Prelatura, verán que un río la atraviesa en su más larga extensión; es el Purús. La historia misionera de los Agustinos Recoletos tiene muchas páginas de heroísmo escritas en el río Purús; unas son alegres, satisfactorias; otras tristes, dolorosas; pero todas, gloriosas.
En sus orillas están los cuatro centros parroquiales y en ellas vive la mayor parte de nuestra gente. Todas las correrías misionales comienzan, terminan o se realizan en aguas del río Purús.
Nace el río Purús mas allá de las fronteras brasileñas, en Perú; desemboca en el Amazonas (Solimões), no lejos de la ciudad de Manaos; y la mayor parte de su recorrido lo hace dentro de los límites de nuestra Misión. Cuando los misioneros, hablando o escribiendo, nos referimos al río, acostumbramos a decir nuestro Purús.
Tiene 3.200 kilómetros (ya lo he visto colocado entre los 15 ríos más largos del mundo), de los que 2.500 son navegables por embarcaciones de pequeño y medio calado durante todo el año, y de grande calado en los meses de lluvias. Unos 2.000 kilómetros están dentro de la Prelatura de Lábrea. Su profundidad oscila entre los 7 y los 25 metros y su anchura, en frente de Lábrea, en torno a la mitad de su curso, tiene una media de unos 500 metros.
El poeta que se embebe en la contemplación de riachuelos frescos y cristalinos, que arrastran la plata de su corriente por entre el verdor del follaje, que saltarines y juguetones se deslizan veloces por entre las piedras de su camino, cantando la canción del agua y reflejando en su límpido espejo el azul de los cielos, o el otro a quien arrebatan los impetuosos torrentes que despeñan desde las alturas la tromba de sus aguas, potros salvajes coronados de crines de espumas, que cantan la horrísona canción de su furia por entre barrancos y despeñaderos… Esos poetas, nada de eso encontrarán en la contemplación de nuestro Purús.
Su largura y anchura, su profundidad y el color de sus aguas, su casi nulo desnivel de unos tres centímetros por kilómetro, lo convierten más bien en un enorme ofidio que avanza, perezosa y silenciosamente, empujando el volumen de sus aguas, arrastrando en su recorrido grandes árboles y verdaderas islas de raíces, hierbas y tierra, mientras sus barrancos ceden al final al suave pero constante beso de sus aguas.
A pesar de los muchos, y algunos grandes, afluentes que en él desembocan, todos de aguas claras, sus aguas son turbias, fangosas, señal inequívoca de que todavía no ha encontrado su lecho definitivo.
Dicen que es el río más sinuoso y con más curvas del mundo. No sé si eso será cierto, pero que tiene muchas, las tiene; se va y se va en vueltas y más vueltas para, en otras tantas, volver a pasar muy cerca de donde hace horas pasó. Desde el avión esas curvas y más curvas presentan un espectáculo maravilloso; navegando por él, el hastío, el tedio y el aburrimiento asedian al navegante, porque nunca acaban tantas vueltas y revueltas, nunca se llega al final del viaje.
Su escaso desnivel torna tranquila y casi segura su navegación. Casi segura he dicho, pues sus arenas se mueven de un viaje para otro, de un invierno para otro, se amontonan en lugares diferentes, significando grave peligro a las embarcaciones que pueden encallar.
Los troncos de árboles clavados en su lecho, las piedras que, a veces, emergen del agua y a veces quedan a escasos centímetros de la superficie, son elementos que constituyen verdadero peligro para las embarcaciones, tornándolos más peligrosos por invisibles. Solo el ojo avizor de experimentados navegantes ve o adivina esos peligros, aun en las sombras de la noche.
En su recorrido es dado contemplar algo de todo lo que, al decir de Humboldt, proclama la grandeza, poder y ternura de la naturaleza, desde la serpiente capaz de engullir un caballo, hasta el colibrí que se balancea en el cáliz de una flor.
De cada lado la exuberante selva, de un verdor de todos los tonos, árboles de mil clases, gruesos, altos, derechos, que parece se apoyaran unos en otros en su intento, en su lucha de ir hacia arriba, hacia las alturas, en busca del sol, de la luz necesaria a sus vidas.
Allí la castañera de sabrosos frutos de exportación; allí la sorba, árbol del caucho, que a la herida hecha en su tronco por la mano del hombre responde con el río de su leche; allí el pau do Brasil, la macacaubá, jacarandá, massaranduba que se hunden en el agua como el plomo, que resisten eternamente a la acción del agua, lo mismo que sus hermanos, quariquara, andiroba, piranheira, muratinga, murapiranga y mil más; allí la samaúma, la reina de la selva, que sobre todos los demás exhibe su copa de perfiles recortados y perfectos y que derribada por el peso de los años, arrastra en su caída todo lo que se le pone por delante; allí la esbelta palmera que extiende al sol el abanico de sus hojas…
Y por debajo de todo eso, un aglomerado exuberante, arbitrario y loco de troncos y ramas pegados y multiformes, por donde serpentea en curvas imprevistas, en largos balanceos, en anillos repetidos y fatales todo un mundo de bejucos, lianas, trepadoras y parásitas verdes que forman una red enmarañada que ni el rayo del sol traspasa.
Y entre el ramaje de esa selva, adivinadas, que no percibidas, bandadas de verdes loros, guacamayos en cuyo plumaje la naturaleza agotó toda la gama de sus colores, grupos de alegres, juguetones e inquietos monos que se columpian en los árboles colgados de sus retractiles apéndices, que chillan, se ríen, lloran, que se asoman, se burlan y se esconden a la vista y alcance del curioso observador, huyendo de rama en rama, de árbol en árbol, con su clásica y reconocida agilidad.
Y en sus orillas el “tristón” jaburú de gris plumaje o la esbelta garza de pico largo y resistente, de patas larguísimas, que en las aguas rasas del río o en las charcas vecinas, esperan horas eternas, inmóviles, que el incauto pececillo se ponga al alcance de su acerado pico.
Espantadas por la embarcación que pasa, volarán a lugares tranquilos, recogiendo a diminutas dimensiones la largura de sus cuellos y luciendo ellas la albura de su plumaje, resaltada ahora por el verde del paisaje que la rodea.
También está la chillona gaviota que, volando a determinada altura sobre la superficie del agua, la vista fija en el espejo del río, desciende en vertical y rápida picada, hasta hundir su cuerpo en el agua, emergiendo luego, la mayoría de las veces sin, pero algunas, con el pez desde la altura avizorado, al que no sé si para asegurar mejor o jugar con él como el gato con el ratón, suelta en el aire para en rápidos movimientos, volverlo a coger.
O el temible jacaré (caimán) asoleando su duro caparazón sobre algún tronco o sobre la arena de la playa y que se zambulle en el agua al menor peligro, atisbado o adivinado.
O la pesada tortuga que vuelve de la playa en la que, a 50 centímetros de profundidad, habrá dejado 200 o más huevos que el sol se encargará de incubar.
Y en el propio río, los botos, delfines de agua dulce grandes, grises unos, otros rosáceos, estos mayores que aquellos, que resoplan como toros y que en grupos, en movimientos rítmicos y acompasados de formación militar o colegial, aparecen y desaparecen, adelante, a los lados y atrás de las embarcaciones.
O la piraña temible y voraz, que de una dentellada se lleva lo que su boca abarca, que hasta los propios anzuelos de metal consigue romper.
Y en los barrancos, en las playas, aquí y allá, algunas veces cercanas, otras separadas unas de las otras, las casitas, los ranchos de nuestra gente sencilla y buena.
Este es el Purús, nuestro Purús por el que principalísimamente se desarrolla la vida espiritual y misionera de la Prelatura y también, en todos sus aspectos, la otra vida, la comercial, la de las comunicaciones, la laboral… Todos los ríos de la Misión, directa o indirectamente, desembocan en el Purús; y por el Purús entra y sale lo que necesitamos o nos sobra, lo que vendemos y lo que compramos.
¿Poético? Yo diría que no. Es la eterna monotonía, la eterna repetición, casi que la eterna igualdad de las mismas cosas. Vista, recorrida una de sus vueltas, están vistas las mil que lo forman. El mismo paisaje, idénticas playas y barrancos, iguales animales, casas similares, en una apabullante y aburridora repetición.
Millares de veces lo han recorrido en sus dos direcciones los misioneros que por aquí han pasado en el ejercicio de su labor misionera, que transcendiendo los límites espirituales se convirtieron en constructores de escuelas y colegios, en maestros de agricultores, en técnicos y animadores de industrias, en fundadores de obras sociales, todo en beneficio de esta gente que siempre encontró en el misionero iniciativas y ayuda para desarrollarlas.
Muchos, la mayoría, ya le pagaron el tributo de su salud y algunos el de sus propias vidas, como Monseñor Ignacio Martínez y el padre Jesús Pardo.
En una ocasión, le escribí al Purús estas líneas:
Él es nuestro
El más sinuoso del mundo, el tercer mayor afluente del rey de los ríos, y uno de los quince mayores del mundo, es nuestro.
Es nuestro, porque aun naciendo en tierras extranjeras y recorriendo otras regiones, la mayor parte de su ininterrumpido viajar lo realiza dentro de nuestra Prelatura.
Es nuestro, porque es el cordón umbilical que nos une al resto del mundo. Todos los otros nos llevan a el; y él, al Amazonas, al mar, al mundo afuera.
Es nuestro, porque es la columna vertebral en torno a la cual se desarrolla, en todos los aspectos, la vida de la Prelatura y de la Región.
Es nuestro. Todo lo que nos sobra va por él al exterior y todo lo que necesitamos, por él llega hasta nosotros.
Es nuestro. En sus fértiles playas, que él mismo abona con materias vegetales, cuando después de sus grandes crecidas retorna a su curso ordinario; nacen, crecen y fructifican, la yuca, el maíz, la alubia, el arroz, los productos básicos de nuestra alimentación.
Es nuestro. Pródigo, nos brinda día a día, las riquezas de sus entrañas, con nombre de tambaquí, pirarucú, filhote, tucunaré, mandi, sardinha y mil especies más de pescados de rico sabor, base también de nuestro cotidiano sustento.
Es nuestro. En sus aguas se desarrolla nuestra vida misionera y cada una de sus innumerables vueltas, tiene sin duda, una historia nuestra para contar.
Es nuestro. En el lomo de sus aguas cabalga siempre la frágil canoa del misionero, portador de un mensaje de salvación.
Es nuestro. Sus barrancos lanzan siempre el eco del himno eucarístico de la misa misionera, celebrada en humilde barraca, que sus aguas besan.
Es nuestro. Siempre mejor que nadie y muchas veces solo él, fue testigo de nuestras alegrías y tristezas, de nuestras lágrimas y cantos, de nuestras victorias y derrotas, de nuestras fatigas y de nuestros descansos.
Es nuestro. Su corriente arrastra nuestras nostalgias y saudades de la patria, de la madre, distante y amada.
Es nuestro. Nos cobró y le pagamos el tributo con la vida de algunos de nuestros hermanos.
Es nuestro. El nombre de Lábrea nunca podrá ser pronunciado, separado de su nombre, ¡tan identificados están! Mutuamente se completan.
Es nuestro. Camino y granero, testigo y compañero silencioso y tranquilo, profundo y generoso, aunque monótono y fangoso, él, el Purús, es nuestro.
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