En el año del Sínodo de la Amazonia, queremos recuperar la memoria y testimonio de Florentino Zabalza, agustino recoleto y obispo de la Prelatura de Lábrea (Amazonas, Brasil) desde 1971 hasta 1994, quien dejó escritas unas memorias que se ofrecen ahora por primera vez a todos los públicos.
La inundación es un fenómeno anual de esta región: los ríos crecen y crecen hasta alcanzar doce o más metros; como ni en todas partes sus lechos tienen esa profundidad, llega el momento en que se salen de madre, inundando kilómetros y kilómetros de selva.
A nadie toma de sorpresa; hasta me atrevería a decir que es un fenómeno deseado. En España decimos: año de nieves, año de bienes. Otro tanto se puede decir aquí de la inundación. La crecida de las aguas acaba con muchas plagas de ratones, hormigas y otros bichos, flagelo de las plantaciones, angustia y temor de agricultores. Cuando en verano vuelve a su curso normal, el río trae de la selva mil clases de materias vegetales que son el abono de las playas que se usarán en las plantaciones.
Ferreira de Castro, novelista portugués, en su novela La Selva, tiene párrafos magníficos sobre la inundación. Así dice, con la pobreza de mi traducción, en algunos de ellos:
El río comenzó a crecer. Era un diluvio anual que venía del Perú, de Bolivia, de los contrafuertes de los Andes, venas que manaban a los borbotones, bloques de hielo que se derretían, deslizándose de las tierras altas, atronando en las cataratas y destrozando, a su paso, todo lo que se les ponía delante.
Parecía como si el Pacífico hubiese saltado la cordillera para venir a explayarse aquí. Minaba, abría nuevos caminos, se retorcía en las ensenadas, engrosaba con las lluvias e iba siempre, sin descanso, a camino de los puntos bajos. Al llegar a las explanadas perdía en violencia lo que ganaba en imponencia. Ya no era torrente corriendo en los declives y cantando en los despeñaderos: era volumen pesado, barro líquido que marchaba en grandes amplitudes, llevando con cara lisa, sin murmullos ni rugidos de catarata, todos los destrozos que causara. Parecía venir de un mundo reducido a escombros. Los ríos subían luego, tragándose playas estivales, saltando barrancos y haciendo de las islas verdes náufragos tristes y amarrados.
(…)
Subían más, subían siempre, extendiéndose por debajo de las barracas indígenas. Entonces la tierra se encharcaba. El manto aluvial, descendiente del bíblico, invadía lentamente, silenciosamente, la selva asustada. Sube, sube; mil lenguas que se dividían aquí para unirse más adelante en una sorda persistencia de exterminio. Hoy un palmo, un metro mañana; un kilómetro después, por fin, leguas sin cuenta, toda la gleba como si la selva no fuese sino floresta submarina traída, por artes mágicas, a la superficie de un nunca visto océano.
(…)
El agua muerta de las charcas, presa en la breña durante el verano, resucitaba, se movía nuevamente, perdiendo su color de limo negro al contacto con las otras aguas que venían a juntarse a ella para explayarse por todas partes. Los lagos dejaban de poseer contornos, no eran más aureolas o monóculos relucientes por donde la tierra miraba al cielo; era todo agua sucia, mar tranquilo, casi cubriendo, por extensiones inmensas, árboles que adquirían duplicidad de anfibios. Los pantanos que se habían secado en el verano y habían sido apenas podredumbre se transformaban ahora en campo de excursiones para peces que exigían variedad de escenarios.
(…)
Únicamente aquí y allí, el ojo del tapir o del venado descubría una estrecha franja de tierra a donde la invasora no había llegado todavía con su dominio invencible. Tierra limpia que quedaba a la vista, era fango donde los animales imprimían hondas sus cuatro patas y los hombres agrietaban los dedos de sus pies.
(…)
Se vivía por encima del agua, que se veía por las grietas del suelo apoyado sobre estacas. Y los caboclos que en el verano ataban sus canoas a 500 metros de distancia, allá al fondo, en la margen del río, la tenían ahora junto a la puerta. Y llovía y llovía.
(…)
La inundación dura meses y, en los años de más volumen, en las llanuras del valle ni un redil quedaba. Desafiando al aluvión, hacendados precavidos levantaban en seguida estrados amplios donde el ganado pasase la invernada. Casi siempre era un trabajo inútil, pues hasta allí muchas veces el caudal lo perseguía; bueyes y vacas, primero con las patas, con la barriga después, se hundían en el enemigo, acabando por morir de inanición y siendo arrojados al agua para gozo de pirañas y candirús.
(…)
Trepaba el agua hasta las verdes plantaciones, limpiando toda la tierra que brazos fuertes habían preparado para la obra de creación. Y los más desprevenidos veían arrastrarse, en la corriente, deshecho con vigor dañino, hasta el hogar que habían levantado al alcance de la intrusa. Era la desolación y era la pobreza que venían escondidas en los dobleces de la sábana impura.
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