Sor Mónica, agustina recoleta, miembro de la comunidad fundadora del monasterio de Guaraciaba do Norte, Ceará, Brasil.

El Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe de las monjas Agustinas Recoletas en Guaraciaba do Norte (Ceará, Brasil) acaba de cumplir 15 años. Hoy la mitad de sus monjas son brasileñas y su estilo de vida ha llamado la atención de toda su región. Nos acercamos a su vida interior y al testimonio de las personas que han sentido las bondades y alegrías de este lugar de paz, comprensión, escucha, trabajo y oración. La raíz ha encontrado ya la capa freática: este árbol no muere. Crece fuerte y tendrá muchos frutos.

Soy Mónica y nací en 1969 en Soledad de Zaragoza, municipio de Xilitla, San Luis Potosí, México. Cuando tenía dos años mataron a mi padre cerca de casa, estando mi madre embarazada; y ella tuvo que tomar cuenta de todos los hijos y trabajar mucho para cuidarnos

Con siete años empecé la primaria y pensaba en estudiar, trabajar y casarme; un día pregunté a mi hermana si todas las mujeres tenían que casarse, y ella me dijo que no, que había unas mujeres que no se casaban porque se consagraban a Dios. Le pregunté dónde vivían y me dijo que en una casa llamada convento. La conversación quedó ahí y continué estudiando.

Cuando tenía doce años, una religiosa fue a mi comunidad a dar catequesis. Nos preguntó si alguna quería consagrarse a Dios y yo dije que quería. Anotó mi nombre, pero nunca más la vi. Llegué a casa diciendo que iba a ser “madre”, como llaman a las religiosas allí, pero mi madre me respondió que, del modo que yo era, “iba a ser madre, pero de mis hijos”.

En junio de 1982 terminé la primaria. Iba a continuar en la secundaria federal de Xilitla. Mi madre buscó dónde quedarme mientras estudiaba y a finales de agosto ya tenía que trasladarme, porque las clases empezaban a primeros de septiembre.

El 28 de agosto mi madre iba a ser madrina de primera comunión en la parroquia, cerca del monasterio de Ahuacatlán. Cuando volvió me dijo: “Hija, he conocido un monasterio de monjas y las he ayudado un poco en la finca. Me han preguntado si tenía alguna hija a la que le gustaría ser monja y les dije que estabas tú, pero que ya estabas preparada para estudiar”.

Yo le dije: “No, mamá, aún no han empezado las clases, puedo ir al monasterio”. Y estuve toda la tarde dándole la lata hasta que me dijo que sí. El 29 me dijo que preparase mis cosas para ir al monasterio: “Y si la madre no te acepta, vamos a Xilitla para que empieces a estudiar”.

Preparé mis pocas cosas y salimos. Durante el camino me daba consejos: que fuese obediente, que si no me gustaba fuese a estudiar, que me portase bien, y un montón de cosas. Me cansaba de escucharla hasta el punto de adelantarme en el camino solo por no oírla.

Al llegar, mi madre preguntó si aún me admitían y les dijo cómo era yo: que a veces me enfadaba, que otras veces era desobediente, pero que también me gustaba mucho rezar. La madre superiora le dijo que no se preocupase, que me iban a ayudar en todo.

Mi madre prometió que a primeros de septiembre iría al monasterio para ver si yo quería quedarme o prefería estudiar, dado que ya estaba todo preparado para la escuela, había superado las pruebas académicas, tenía casa donde quedarme, todo. Cuando volvió para saber mi decisión, le dije que me sentí tan bien durante esos dos días que decidí quedarme.

No sabía nada sobre la vida contemplativa, pero me gustaba mucho levantarme pronto, rezar con el Santísimo… Me pusieron el vestido de postulante con trece años. Siguió el noviciado y la tentación vino con mi madre: me pidió que saliese porque había escuchado cosas feas de los monasterios. Respondí: “mamá, si fuese así, si no fuese feliz aquí, me hubiese ido corriendo”. Yo tenía 15 años y aunque discutió conmigo, mi madre finalmente me dejó continuar.

Recién profesa solemne, las hermanas de España pidieron ayuda para sus monasterios y me ofrecí a ayudar. Estuve tres años en Betanzos (La Coruña, España) junto con otras dos hermanas más del monasterio de Ahuacatlán, que todavía hoy están allí. Durante esos tres años en España aprendí órgano y piano.

Volví en 1997 a México, y cuando surgió la fundación en Brasil me ofrecí voluntaria. Fue otro sí a Dios porque sabia que iba a alejarme de muchas cosas; tenía la costumbre de que los cumpleaños y festividades veía a mi madre, hermanos, cuñados, sobrinos… Pero necesitaba ese desprendimiento total, de la familia, del país, la lengua. Cuando le dije a mi madre que venía a Brasil, me dijo que lo sentía pero que, si era la voluntad de Dios, que así fuese.

Hoy me siento muy feliz por ese camino recorrido. Claro que hubo dificultades de las que forman parte de la vida, pero lo principal es no perder el ideal, el foco, lo esencial de nuestra vida de oración. A veces digo a nuestras postulantes y novicias que la oración es una fuente de la que hay que beber todos los días para continuar adelante en nuestras luchas.

La vida de monja para mí ha sido bonita y me gustaría que muchas otras personas fuesen tan felices como yo. En 2015, cuando fui a México, me sentí extraña porque mi hermana me dijo: “Mónica, creo que tú no tienes vocación, sino que te acostumbraste a estar en el monasterio”. Le dije: “Si no fuese mi vocación no sería feliz; pero yo me siento muy feliz y realizada. Es como tú, estás casada y aunque hay problemas y dificultades, estás bien. No siento que me haya acostumbrado, porque vivir por comodidad no dura mucho: todos los días las mismas hermanas, horarios, trabajos, rutina. Además, la primera señal es que la comunidad te acepta, y yo siempre me he sentido muy bien aceptada”.

Lo que más me gusta del carisma agustino recoleto contemplativo es la vida comunitaria, la vida de oración y esa donación continua; no nací para vivir sola, en el monasterio me siento plena. Si volviese a nacer y Dios me llamase de nuevo, sería de nuevo monja agustina recoleta.

Nuestras candidatas muchas veces entran con más de 20 años y su desprendimiento es grande, porque ya vivían como querían, con sus trabajos, su diversión, sus familias. Esa alegría del desprendimiento es lo que más comparto con ellas: dejas todo y sí, sientes lo que dejas, vienen los recuerdos, la nostalgia, la voluntad de hacer lo que antes hacías; ese es el momento en el das a Dios lo mejor de ti; no ofreces lo que no te gustaba, sino otra vida posible; sacrificamos algo bueno y bonito llamadas a algo infinito, eterno, que nos va a satisfacer y llenar completamente de una manera espiritual; y cuanto más se experimenta, más se quiere.

La nostalgia de lo humano cede conforme te das más a Dios, porque él realiza nuestros sentimientos y deseos de una manera tan satisfactoria que te sientes bien. Me gusta la gente que vive en cualquier vocación, todas son vidas muy bonitas, no lo desprecio y lo valoro mucho; pero mi llamada personal lo trasciende.

Y así nuestras candidatas van entendiendo lo que es la donación y lo que es darse a Dios en cuerpo y alma, porque nosotras no damos solo una parte de cada una. Entramos al monasterio con nuestros sentimientos, nuestro ser mujer, y todo eso se lo damos a Dios por felicidad.

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