Acercamiento biográfico, larga y profunda entrevista y testimonios diversos sobre la obra del historiador agustino recoleto Ángel Martínez Cuesta. Es un homenaje a su intensa dedicación profesional de medio siglo, así como un intento de aprovechar su experiencia, conocimientos y bagaje cultural desde la expresión de sus opiniones personales fuera de las imposiciones del texto científico.
¿Cuándo y cómo recibiste la encomienda de dedicarte a la Historia?
Imposible olvidar un momento que cambió mi vida. Yo estaba plenamente insertado en Filipinas, con los ojos abiertos a un mundo que comenzaba a fascinarme, con relaciones incipientes con el mundo de la cultura e ilusionado con el trabajo que allí me esperaba: lector de filosofía en el futuro colegio de Baguio.
Con los primeros pesos que cayeron en mis manos había adquirido un mapa del archipiélago y la Historia de Filipinas de Antonio Molina, recién salida de la imprenta. A su autor tuve la fortuna de escucharle en su cátedra universitaria. Luego me distancié algún tanto de su posición declaradamente pro hispana. Pero sus clases eran pura delicia para oídos acostumbrados a no poner nunca en duda las grandezas de la Patria.
Don Antonio, the little brown Spaniard, era un gran conocedor de la historia de su país. Apreciaba como ninguno el aporte español a la formación de su patria y defendió sus ideas aun a costa de sacrificios personales. En 1998 me di el gusto de invitarle a participar en la jornada que la comunidad de Marcilla celebró en la Universidad de Navarra con motivo de la Revolución filipina.
Recibí la noticia un poco más tarde de lo que habría deseado el vicario de Filipinas. Fue un día de mediados de septiembre de 1962 por la tarde, en el coro, durante la recitación del rosario. El vicario habría querido entregarme la carta horas antes, pero yo aquel día no aparecí en vísperas y luego hasta me negué a abrir la puerta de mi celda a uno que llamaba con insistencia y que yo ignoraba que era el vicario.
Cuando al fin me pudo entregar la carta, la metí en el bolsillo y fui con la comunidad al coro para la meditación y el rezo del rosario. Pero allí me picó la curiosidad y saqué la carta del bolsillo. Era un papel firmado por el prior general, padre Gregorio Armas, en la que sin preámbulos me mandaba presentarme en Roma a la mayor brevedad posible. Lo leí con la natural sorpresa y el regocijo malicioso del vicario que seguía mis movimientos con curiosidad.
Al salir del coro, me reconvino amablemente y me dijo que me preparara para salir inmediatamente. Yo estaba terminando el primer semestre en la facultad de Social Sciences de la Universidad de Santo Tomás con especialidad en filosofía y podría haberme examinado –alguna profesora sintió que no lo hiciera– y tenía en Bacólod a mi hermano Jesús, de quien deseaba despedirme en su destino.
Tu llegada a Roma fue casi instantánea. ¿Era tanta la urgencia?
El vicario prefirió acelerar los trámites. Nada de exámenes, y Jesús podría venir a Manila. Al día siguiente ya estábamos preparando los papeles. Nunca he sabido con seguridad quién estaba al origen de esa decisión, pero siempre lo he atribuido al padre Diego Izurzu, entonces secretario general, que había sido mi maestro de novicios y debía de estar al tanto de mis gustos históricos. Él sería quien dio mi nombre cuando en la curia se trató de reforzar con nuevos miembros el naciente Instituto Histórico de la Orden.
Yo acogí la noticia con alegría, aunque quizá sin excesivo entusiasmo. Se me abría un horizonte que consideraba más acorde con mis inclinaciones que la actividad académica y pastoral en Filipinas. Los compañeros me compadecían. Uno hasta me dio cinco dólares para que endulzara un poco la noticia. Entonces no se consideraba apetecible meterse en Roma para toda la vida.
Apoyo encontré en toda la comunidad de la curia general. Me acogieron con cordialidad, me inscribieron en la Facultad de Historia Eclesiástica de la Universidad Gregoriana y me concedieron libertad a la hora de elegir las materias secundarias.
Tanto el padre Jenaro, presidente del Instituto y vicario general de la Orden, como el nuevo general, padre Ángel Almárcegui, me dejaron cursar los estudios a mi gusto, sin intervenciones ni imposiciones de ninguna clase. Conmigo Almárcegui nunca mostró el semblante adusto que se le atribuye.
Cuando al fin del segundo curso tuve que pedir permiso para pasar las vacaciones en España –al depender del general, no las tenía automáticamente aseguradas–, únicamente me preguntaron si había aprobado. Igual comprensión encontré durante los años que dediqué a la investigación, incluso cuando vieron que me retrasaba demasiado en la defensa de la tesis doctoral. Habrían querido una elaboración más rápida. Pero respetaron siempre el ritmo lento, pero exigente, que yo había elegido.
Lo que no encontré fue un guía en sentido estricto, quizá porque no me interesó buscarlo, quizá también porque desde el principio confiaron demasiado en mí. Con la petulancia propia de la juventud, no me sentí en la necesidad de buscarlo.
¿Cómo era la vida del estudiante en la Facultad de Historia de la Iglesia de la Universidad Gregoriana?
Ni fui lo que se dice un estudiante modelo, ni aproveché al máximo las oportunidades. Ya tenía bastante definidos mis gustos y preferencias. Había profesores que se hacían aburridos. Algunos, ciertamente, no eran brillantes. El latín limitaba sus posibilidades docentes. Pero aun entre ellos había buenos especialistas. Ahora me doy cuenta de mi error y lamento la ocasión perdida.
Tampoco me resultó fácil mantener la atención en las materias de carácter técnico –la paleografía, la diplomática, la metodología y la cronología–, que por cierto habrían de ser luego mis compañeras de trabajo. Aquel descuido inicial ha limitado el alcance de mis trabajos.
Con todo, no perdía el tiempo. Me iba autoformando, aprovechando las oportunidades que me brindaba Roma con sus iglesias, sus ruinas, sus museos y sus bibliotecas. La biblioteca de la facultad se convirtió en uno de mis lugares preferidos.
El profesor más cercano a mi mentalidad de entonces, distinta de la actual, fue Batllori. Otros profesores notables fueron Federico Kempf, Ricardo García Villoslada, Prudencio Damboriena y Paulus Rabikauskas.
Este último, catedrático de paleografía y diplomática, era el más temido por los estudiantes y quizá el mejor de todos. Durante la carrera no tuve relación especial con él. Fue luego, al ultimar los detalles de la defensa de la tesis, cuando pude tratarlo con más cercanía. Inmediatamente me percaté de que tras una aparente dureza latía un corazón de sentimientos delicados y bullía el rescoldo de dolorosas experiencias personales. Había salido de Lituania, su país natal, en su juventud, y hasta aquellos años ni había podido regresar a él ni apenas había tenido noticia de su familia.
Damboriena era un profesor brillante, joven todavía y muy prometedor. A los españoles se nos antojaba un tanto petulante. Nos incomodaba su aparente preferencia por los alumnos anglosajones.
¿Qué anécdotas recuerdas de aquel tiempo de estudiante?
De aquellos tiempos de estudiante en la Facultad recuerdo con mucho cariño tres anécdotas. La primera sucedió en el examen de Historia del Derecho, al final del primer semestre. Desde el principio noté que el profesor, un holandés que alcanzó cierta notoriedad pocos años después, me miraba con extrañeza. Y no era para menos. Me veía vestido de negro mientras que en la foto oficial aparecía con hábito blanco; en las respuestas me pasaba de continuo del latín al inglés y en el carnet aparecía como español. Me pidió explicaciones que a gusto se las di, porque con ellas se acabó el examen. Le resultó todo un poco chusco, pero me regaló un 10.
La segunda me sucedió al año siguiente, en el examen de historia del catolicismo social. El profesor era el padre Paul Droulers, un francés enamorado de su materia e indulgente con los alumnos, pero que hacía poco honor al genio cartesiano de sus paisanos. Yo llegué al examen final sin sospechar en qué laberinto me iría a meter.
Me preguntó sobre hechos concretos del catolicismo social en Bélgica, que en aquel momento ni siquiera me sonaban. Pero no me asusté. Tomando ejemplo del maestro que tenía delante, comencé a desembuchar cuanto recordaba de Bélgica y alrededores. No me interrumpió y salí del examen con la casi seguridad de haber cosechado una calabaza. Nada de eso. Droulers se mostró otra vez imprevisible y me regaló un 10, el 10 más inmerecido de mi expediente académico.
La tercera y más sonada tiene relación con la defensa de la tesis doctoral. Ya he aludido a mis relaciones con el director. Los primeros tres capítulos los leyó con atención y me dio pistas que nunca olvidaré. Luego apenas se molestó en leer el manuscrito. Cuando quise entregarle los capítulos finales, él estaba en Madrid, donde solía pasar largas temporadas. Se los dejé en su habitación.
Pero como veía que el tiempo pasaba y que él no aparecía por Roma, comencé a preocuparme, temiendo que llegase el fin de curso sin poder defender la tesis, cosa que ya deseaba con todas mis veras. Le escribí y me contestó a vuelta de correo diciéndome que entrara en su habitación, recogiera las cuartillas, aunque todavía no las había leído, las encuadernara con las precedentes e hiciera los trámites en la secretaría de la universidad para defender la tesis a fines de junio. Además, me decía que le dejara escritas cinco o seis preguntas que, según mi parecer, podría hacerme en la defensa de la tesis.
Así lo hice y cuál fue mi sorpresa al ver que solo me hizo las preguntas que yo le había señalado. Luego se empeñó en que me dieran la medalla de oro y lo consiguió sin mayores dificultades.
En la elección del tema de la tesis doctoral no tuve la menor duda. Desde el primer momento decidí hacerla sobre el estado de la isla de Negros a mediados del siglo xix y la obra de la Orden en ella.
El amor a esa isla me lo había inculcado el padre Rafael García en Marcilla en los larguísimos monólogos que conmigo tenía en su celda. Era un hombre pesimista con cierta fama de huraño. Como sucede a menudo, su aparente desabrimiento escondía un carácter tímido, agravado por una percepción negativa de la aceptación de su obra en la comunidad. Con quien mostraba interés por Filipinas, donde había pasado veinte años de su vida, o por lo que le ocupaba en el momento, se explayaba largamente y se mostraba tierno y agradecido.
Aquellos interminables monólogos confirmaron mi amor a la historia y encendieron en mi alma el deseo de conocer más a fondo las cosas de la Orden.
También me atrajo la posibilidad de conjugar en la tesis las diversas facetas de la vida. La actividad de los frailes en la isla había rebasado el campo estrictamente misional para abrazar otros mil aspectos de la vida humana, desde la agricultura, el urbanismo y la economía a las comunicaciones, la sanidad y la cultura.
En los profesores noté siempre seriedad, competencia y, sobre todo, amor a su trabajo. Las relaciones entre profesores y alumnos eran distantes, al menos en la clase y en los pasillos. Pero se humanizaban apenas se entraba en contacto con ellos y se tenía ocasión de visitarlos en sus habitaciones, que, dicho sea de paso, eran modelo de sobriedad religiosa.
¿Cuáles han sido las influencias más importantes que has recibido en cuanto a la investigación historiográfica?
Siempre me he dejado llevar demasiado por mis aficiones. Soy un lector asiduo, sobre todo, de libros de historia de España y de la Iglesia. Leía cuanto caía en mis manos, sin criterio ni orientación definida. Me devoraba el ansia de saber. Ni en Marcilla ni en Roma me sentí ligado a ningún profesor, al menos conscientemente. Durante años leía lo que me gustaba, sin pensar demasiado en su utilidad.
Por fortuna, en el curso del doctorado encontré un profesor que me sedujo. Fue el padre Miguel Batllori (1909-2003), hombre de cultura enciclopédica, de mente abierta y amigo de la historia total. Sus clases no eran ningún modelo de orden. A muchos les parecía que no seguía esquema alguno, que divagaba de continuo y se perdía en cuestiones que no venían al cuento. En una de nuestras largas conversaciones posteriores me confesaría que el orden y el esquematismo los dejaba para los profesores de primaria y secundaria. La universidad debía abrir horizontes y mostrar la complejidad de la vida.
A mí me encandilaba su cultura, su facilidad para hilvanar y coordinar acontecimientos y su familiaridad con la historia civil. Su magisterio favoreció mi innata curiosidad y retrasó mi dedicación a la historia de la orden, pero, en conjunto, sigo considerándolo muy positivo. Quizá en los últimos años lo he orillado demasiado. Empleo la palabra orillar en recuerdo agradecido a su magisterio. Desde el cielo él sabrá a qué me refiero.
Otro hito importante en mi paulatino acercamiento cordial a la historia de la Orden fue mi encuentro con san Ezequiel Moreno. A partir de ese momento, el santo comenzó a constituir el centro de mis intereses. Todas mis lecturas y proyectos tenían ya una relación más o menos directa con él. Ahora pasó a ocupar el centro de mi vida y de mis intereses.
Los estudios sobre el movimiento recoleto en el siglo xvi o las monjas americanas, recoletas y no recoletas, hunden la raíz en conversaciones informales con el director del Dizionario degli Istituti di Perfezione, quien incluso habría querido que les diera forma de libro independiente. Él se encargaría de publicarlo. Para esas fechas ya estaba plenamente comprometido con mi tarea dentro de la Orden y decliné la oferta.
Durante años has sido llamado a participar de numerosos encuentros formativos. ¿Qué ha supuesto tu encuentro con tus hermanos religiosos en tantos lugares del mundo?
Los encuentros con los religiosos en los numerosos cursos formativos en que me tocó participar fueron fuente fecunda de ideas, planes y realizaciones concretas. El estudio del carisma lo inicié para satisfacer a una precisa petición del padre Pedro Merino, mi compañero de paseos por la ciudad eterna. El ensayo sobre la devoción a la Virgen en la Orden surgió en las conversaciones con los religiosos del Parque de las Naciones.
Las preguntas, críticas e interpelaciones planteadas en los cursos de renovación y otros semejantes pasaban casi automáticamente al almacén de la memoria, de donde, tras ser procesados por el entendimiento, encontraban respuesta más o menos completa y directa en diversos escritos.
De los superiores generales solo puedo decir que siempre estuvieron a mi lado. De todos recibí estímulo y toda clase de facilidades.
Los archivos, bibliotecas, documentos… ¿Qué lugar han tenido en tu investigación? ¿Qué sorpresas te han deparado?
En un principio la investigación me infundía un poco de miedo o, mejor, respeto. No acertaba a adivinar cómo me iría en ese mundo nuevo, en el que no tuve iniciadores. En parte, porque no me preocupé por procurármelos. No dudo de que, a la menor indicación, el padre Jenaro se habría prestado a introducirme en él.
Pero pronto hice de la obligación virtud. La elaboración de la tesis doctoral me obligó a frecuentar archivos, bibliotecas y hemerotecas de magnitud, orientación y administración muy diversas, y muy pronto me sentí a gusto en ellos. A las pocas semanas ya se había apoderado de mí el gusanillo de la investigación y me costaba trabajo desoír sus exigencias.
Todavía recuerdo con gusto las mañanas enteras pasadas entre los legajos del Archivo Vaticano, del Archivo Histórico Nacional en Madrid o del General de Indias en Sevilla, que entonces apenas contaban con instrumentos de investigación. Falta que, en parte, era suplida por la amabilidad de los asistentes de sala, muchos de ellos guardias civiles retirados, que con ese trabajo completaban la exigüidad de su pensión.
En ese tiempo trabé amistad con Leandro Tormo (1922-2011), un americanista convertido a los estudios filipinos, conocido por su generosidad con los principiantes. Su amabilidad me ahorró horas de antesala y de trabajo en el antiguo Instituto de Cultura Hispánica (Madrid).
También conocí a antropólogos e historiadores norteamericanos. Especial relación mantuve con un librero de Ann Arbor (Michigan), especializado en temas filipinos, y con William H. Scott (1921-1993). Este era un misionero episcopaliano con pasado militar, que se asombraba de verse en relaciones amistosas con un español y, además, fraile…
Los contactos con investigadores agustinos, jesuitas, capuchinos y otros eclesiásticos fueron frecuentes y siempre provechosos. Durante algunos años formé parte del Consejo de Redacción de la revista Missionalia Hispanica, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). En ella encontré nuevos estímulos para proseguir la tarea ya iniciada.
En aquellas investigaciones sentí hondas satisfacciones al poder abrir con descubrimientos casi diarios nuevos caminos a la historiografía de la isla de Negros y, a la vez, confirmar cuanto de joven profeso había oído de labios del padre Rafael García.
En los años siguientes los hallazgos no fueron tan notables, fuera, claro está, de numerosas cartas, informes y escritos varios de san Ezequiel Moreno y personajes de su entorno. Los más valiosos se refieren a las capitulaciones fundacionales de varios de nuestros antiguos conventos —entre ellas las de Talavera de la Reina—, a la construcción de los edificios conventuales, así como a los capítulos de la provincia de Castilla, que eran desconocidos, a la actividad pastoral de los conventos españoles en el siglo xviii, etc.
La evidencia documental sobre este último punto modifica un tanto la visión corriente sobre la vida de la Orden de Agustinos Recoletos en los primeros dos siglos. Me emocioné al poder acariciar con mis manos documentación inédita o deficientemente publicada sobre el padre Diego Cera o la que explicaba la precipitada salida de Filipinas del padre Rodrigo de San Miguel, uno de nuestros misioneros más ilustres.
Más recientemente he tenido la fortuna de topar con el libro de profesiones del convento de Valladolid, extraviado entre los miles de libros manuscritos del Archivo Histórico Nacional de Madrid, y una copiosa documentación sobre la suerte de nuestros frailes y conventos españoles durante la Francesada y a raíz de la Desamortización, así como sobre la agonía de las misiones de Casanare en el siglo xix y la extraordinaria labor pastoral desarrollada en Filipinas en ese mismo siglo o en Venezuela y Brasil a principios del xx.
Gran parte de esos «descubrimientos» se encuentra depositada en centenares de cajas del Archivo General de la Orden. Esos documentos descubiertos o al menos rescatados del olvido ayudarán en el futuro a formarnos una idea más exacta de nuestra herencia.
¿Has conocido y visitado la geografía, el paisaje, los edificios y ruinas que ha dejado la Historia de la Orden? ¿Qué emociones te produjo?
El conocimiento de la geografía facilita enormemente la comprensión de la historia. No en vano se la considera como uno de los dos ojos con que se la debe mirar. El otro es la cronología.
A veces es suficiente un instante para conectar de modo distinto con episodios con los que uno se creía suficientemente familiarizado. Recuerdo que me bastó una simple mirada a la inmensidad del océano Pacífico desde el altozano sobre el que se levanta la iglesia de Caraga con su campana dechiochesca arrumbada a sus pies para sentir la infinita soledad de aquellos misioneros.
Más recientemente el obispo de Casanare me brindó la oportunidad de visitar la localidad de Morcote, en donde los recoletos colombianos del fines del siglo xviii y principios del xix se empeñaron en construir un colegio misional. Para llegar a él tuvimos que trepar por senderos imposibles, desafiar la corriente de ríos impetuosos e improvisar pasarelas de piedras y maderos del entorno para atravesar barrancos embarrados, situados al borde del abismo.
Nuestros misioneros acarrearon hasta aquellas soledades piedras, maderas y otros materiales necesarios para su construcción y decoración, y, sin reparar en obstáculos, consideraron aquel lugar como el emplazamiento ideal para ultimar su formación y restablecer su salud espiritual y corporal de los rasguños que siempre deja tras de si la actividad misionera.
Decididamente, su actitud vital era muy diferente de la nuestra… La visión del caudal del río Araguari (Minas Gerais, Brasil) me hizo comprender la angustia del padre Mariano Bernad cuando una noche del año 1899 se encontró en la necesidad de atravesarlo en una frágil balsa gobernada por un solo remero.
Otros paisajes han cambiado tanto que a primera vista apenas nos ayudan ya a situar los hechos del pasado. Pero a poco que se recapacita y se vuelve la vista atrás, la percepción cambia. Pienso en las Islas Marianas, en la isla de Bohol o en Mindoro. Sin un conocimiento, al menos superficial, como el que he tenido la suerte de adquirir en mis múltiples viajes, resulta casi imposible apreciar debidamente la obra de sus evangelizadores. Otra fuente de inspiración son las iglesias, conventos, puentes y fuertes que jalonan la geografía filipina.
De los antiguos conventos españoles queda muy poco. Los que todavía se mantienen en pie permiten formarnos una idea vaga de los ideales y de la existencia real de sus moradores. Especial mención merecen El Desierto de La Candelaria en Colombia, las iglesias de Talavera, Alagón, Valdefuentes y Campillo de Altobuey, o las ruinas del desierto de La Viciosa en Cáceres. Otros edificios, como la iglesia de Barcelona, han sufrido transformaciones irreparables y apenas conservan rastros de su arquitectura primitiva. La iglesia de Caudiel, santuario muy querido de la Virgen del Niño Perdido, no he tenido ocasión de visitarla.
¿Cómo influye en las vidas que has investigado la sociedad en que vivieron?
En el siglo xix llama la atención el número relativamente alto de religiosos que recibieron su primera educación antes de ingresar en la Orden. Guillermo Agudo estudió con los jesuitas, Manuel María Martínez con los cistercienses, Fernando Mayandía en los escolapios, Toribio Minguella, Martín González y Vicente Soler en el seminario de Tarazona. Enrique Pérez frecuentó durante 12 años el colegio jesuítico de Burgos y luego el madrileño de San Isidro; José Aranguren cursó ingeniería en la universidad de Madrid…
No resulta fácil evaluar el influjo de esa educación en su vida de agustinos recoletos. La mayoría ingresaban en el noviciado tras frecuentar durante tres o cuatro años las preceptorías, una especie de seminternado en que se les enseñaba la gramática latina con algunos rudimentos de la española y de las matemáticas.
Algunas de estas preceptorías estaban situadas en pueblos de vecindario un poco crecido: Alfaro, Arnedo, Corella, Mallén… A partir de 1878 algunas funcionaban en los claustros de los colegios de Monteagudo, Marcilla y San Millán.
¿Qué siente el historiador ante la biografía de personas del pasado que luego tuvieron un especial influjo en la vida de la Orden?
Mi primer escarceo biográfico lo dediqué al padre Pío Mareca. Después he trazado las semblanzas de otros religiosos. Recuerdo las de Alberto Fernández, Patricio Adell, Mariano Bernad, Rafael García, José Abel Salazar y Eugenio Ayape. Pero los dos religiosos que he tratado con una implicación personal más profunda han sido san Ezequiel Moreno y Jenaro Fernández.
Ambas biografías fueron más fruto de la obediencia que una opción personal. La del padre Ezequiel se puede decir que me fue impuesta, sin que yo me sintiera entonces especialmente atraído por su figura. Estaba muy próxima su beatificación y urgía componer una biografía. No me sentí con arrestos para resistir a los ruegos del postulador, aunque percibí inmediatamente la carga que asumía.
El esfuerzo valió la pena. Durante su composición disfruté al asomarme a una conciencia límpida, de esas que se ofrecen de par en par a la mirada del espectador, sin el menor asomo de recovecos, parapetos o autodefensas artificiales. La abundancia de cartas, pláticas, manifestaciones públicas y apuntes espirituales me permitieron diseñar con cierta precisión su figura espiritual y colocarla en el áspero mundo que le tocó vivir.
La biografía del padre Jenaro se gestó en un ambiente semejante. También en ella hubo prisas y un proceso de por medio, pero aquí no hubo presiones. Apenas se habló en comunidad sobre la necesidad de una biografía, me ofrecí a redactarla. Sería mi pequeño homenaje a quien por tantas razones ha quedado indisolublemente vinculado a mi existencia.
Sentía la obligación moral de darlo a conocer a frailes y laicos, a cuantos entraron en contacto con él y escucharon sus homilías, sencillas y sabias en la misma medida, sus palabras de aliento en el lecho del dolor o experimentaron su cercanía en bodas, bautizos y fiestas familiares; a cuantos admiraron su modestia, a quienes en los momentos de prueba se encontraron con un semblante siempre risueño, o admiraron la firmeza y claridad de sus orientaciones espirituales.
Si en Ezequiel sentí el aliento de un alma que se movía urgida por el sentido de la responsabilidad personal y pastoral, en Jenaro admiré su pulchritudo espiritual, unida a la modestia, al recogimiento y al amor a los enfermos.
¿Cómo ha sido tu relación con tus colegas historiadores y sus obras?
El contacto con otros colegas es siempre útil. Puede abrir puertas y ahorrar muchas idas y venidas. A veces en las conversaciones informales con ellos surgen ideas, indicaciones y sugerencias que quizá no conducen a nada concreto, pero que dejan en el ánimo una inquietud o una posibilidad de investigación. Otras, la diversidad de opiniones y actitudes se transforma en proyectos concretos, que uno ignora a quién atribuir.
Para mí el contacto más útil fue el padre Batllori. Él me abrió de par en par el archivo jesuítico de San Cugat del Vallés con la riquísima colección filipina allí reunida a principios del siglo xx por el padre Pablo Pastells. En los archivos y bibliotecas públicos esos contactos son también útiles, pero no necesarios. Según va avanzando la investigación se va conociendo al personal del archivo y siempre se encuentra alguien con quien se sintoniza y a quien se puede acudir con confianza.
No he sido nunca frecuentador asiduo de congresos, ni he mantenido relaciones especiales con grandes maestros. He conocido algunos, pero sin recibir de ellos luces especiales. Durante los primeros años mi residencia en Roma, donde no abundaban los investigadores de temas filipinos, fue un hándicap casi insalvable. Apenas pude contactar con Jesús Cavanna, un paúl estudioso de Rizal.
La situación cambió al comenzar las investigaciones sobre la Orden. De repente la escasez de «maestros» se convirtió en abundancia. Entré en contacto con investigadores de varias órdenes. Recuerdo especial guardo del padre Franco Díaz de Cerio, mi profesor de filosofía de la historia y por aquellos años guía de cuantos españoles nos acercábamos al archivo Vaticano. Alguna relación mantuve con Josef Metzler y Willi Henkel, directores, respectivamente, del Archivo Secreto Vaticano y del de Propaganda Fide. Más familiar y frecuente fue el trato con religiosos agustinos: Balbino Rano, Carlos Alonso, Isacio Rodríguez, Manuel Merino…
Si se exceptúan los organizados por la Orden, he participado en pocos congresos. Puedo contarlos con los dedos de las manos. Además de las reuniones en Roma con el Instituto Histórico de los Agustinos, recuerdo un par de ellos en León dedicados a la vida religiosa en España e Iberoamáerica, otro misional de carácter interconfesional en Huelva, otro en Aránzazu sobre la vida religiosa en el País Vasco, otro en Valladolid sobre temas filipinos y otro organizado por la Universidad Autónoma de Madrid en Alcázar de San Juan sobre la religiosidad de la sociedad española de los siglos xvi y xvii con motivo del Año Teresiano.
En todos he encontrado estudiosos ya conocidos por sus escritos, con los que siempre me ha sido fácil contactar e intercambiar ideas. Entre otros recuerdo a los agustinos Adolar Zumkeller y John Gavigan, y a Antonio Linage y Patricio Hidalgo, con quienes todavía mantengo relación de amistad. Últimamente he mantenido alguna relación con un grupo de investigadores de la Universidad Autónoma de Madrid, dirigidos por el catedrático José Martínez Millán.
¿Y con otros autores fuera de la historiografía?
Durante los estudios romanos tuve ocasión de escuchar a literatos, teólogos y pensadores notables, que, aunque de modo a veces imperceptible, fueron configurando mi mundo mental. Luego no siempre he acertado a conjugar sus enseñanzas con otros valores presentes en mi mente.
Esa dicotomía a menudo ha dado pábulo a conflictos interiores. La paulatina afirmación, en los últimos decenios, del pensamiento tradicional, unida al poso de la educación recibida y al influjo de nuestra tradición recoleta, profundamente asimilada y convertida en parte de mi entraña, han terminado por reducir al mínimo el influjo de aquellos años esperanzadores, que por un motivo u otro no han llegado a cuajar en las realidades que anunciaban.
Recuerdo el entusiasmo con que los estudiantes de las universidades romanas asistíamos en el Angelicum a las charlas semanales del belga Charles Moeller, el sacerdote que hablaba como los seglares, y del italiano Enrico Medi, el físico que hablaba como los sacerdotes.
También tuve ocasión de escuchar a literatos como Rafael Alberti y Alejo Carpentier, a ensayistas como Salvador de Madariaga o Eugenio Montes, a pensadores como Julián Marías y Adolfo Muñoz Alonso y a teólogos como Yves Congar, la star de la teología de aquel tiempo. Una vez le escuché semioculto, tras la puerta del Aula Magna de la Gregoriana, sin apenas posibilidad de ver su rostro. También escuché al padre Ricardo Lombardi, el promotor del Mundo Mejor, ya en fase decadente, y a alguna otra personalidad de la época. Pocas para las que entonces vivían en Roma.
Todos ellos desplegaban ante nosotros horizontes nuevos, hablaban de tolerancia, cantaban la belleza de la naturaleza o analizaban las pasiones que anidan en el fondo del ánimo humano. Sus reflexiones sobre la inercia del pensamiento tradicional suscitaban reacciones entusiastas en los jóvenes.
Su influjo en mí fue más bien débil, al menos si he de atenerme a su presencia a la hora de hacer opciones prácticas. La vida me llevaba por otros derroteros y a la hora de elegir pocas veces les prestaba atención.
Con todo, algún poso no dejaron de depositar en mí. Aprendí a mirar con otros ojos al movimiento obrero y al colonialismo occidental, a relativizar las culturas, a apreciar la tolerancia y a atravesar la dura corteza que a menudo recubre las ideas, ocultando parte de la bondad que encierran en su interior. Aunque muchas de sus ideas me sonaban a revolucionarias, entonces no llegué a captar plenamente su influjo tanto en el replanteamiento de la teología como en la configuración de la vida religiosa.
En épocas posteriores recuerdo las conversaciones amistosas en casa de Antonio Linage Conde con el médico Villagrán, un cardiólogo que defendió en latín su tesis doctoral en teología y coleccionaba anáforas de todas las confesiones cristianas, o el lingüista Félix Fernández Murga, que hacía placenteros los más abstrusos análisis gramaticales.
La colaboración en diccionarios y enciclopedias —Dictionnaire de spiritualitè, Dizionario degli Istituti di Perfezione, Biblioteca Sanctorum— me ha puesto en comunicación con teólogos, tratadistas de la vida religiosa, postuladores de las causas de beatificación…, pero siempre en proporciones modestas.
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ÍNDICE
- Presentación general
- 1. Nota biográfica previa
- 2. Testimonio vital, por Pablo Panedas
- 3. Entrevista: La persona
- 4. Testimonio de sus hermanos Guadalupe, Luis y Carmen
- 5. Entrevista: El religioso
- 6. Testimonio: Francisco Javier Legarra, compañero de estudios
- 7. Entrevista: el historiador
- 8. Testimonios: Giancarlo Rocca, Gabriele Ferlisi y Antonio Linage Conde
- 9. Vista general sobre la Historia de los Agustinos Recoletos de Ángel Martínez Cuesta
- 10. Entrevista: la tarea del historiador
- 11. Testimonios: Rafael Lazcano y Cayetano Sánchez