Iglesia de San Sebastián, Manila, Filipinas.

Acercamiento biográfico, larga y profunda entrevista y testimonios diversos sobre la obra del historiador agustino recoleto Ángel Martínez Cuesta. Es un homenaje a su intensa dedicación profesional de medio siglo, así como un intento de aprovechar su experiencia, conocimientos y bagaje cultural desde la expresión de sus opiniones personales fuera de las imposiciones del texto científico.

Además de historiador, eres sacerdote. ¿Qué ha supuesto para ti la actividad pastoral, tan radicalmente distinta de la actividad investigadora?

En Filipinas estuve plenamente dedicado al estudio del inglés y a las clases de la Universidad. Apenas quedaba tiempo para más. La actividad pastoral se reducía a alguna homilía suelta, a alguna misa en la capilla de las hermanas recoletas y, en las últimas semanas, cuando comencé a sentirme medianamente preparado, a oír confesiones en la iglesia de San Sebastián, entonces muy frecuentada por los fieles, especialmente por los visayas. Los sábados por la tarde siempre había tres o cuatro religiosos oyendo confesiones.

El sermón que me tocó predicar en la histórica iglesia de San Agustín de Manila ante representaciones de las órdenes religiosas y de la embajada española terminó en fracaso. Aún lo recuerdo con rubor. Comencé con tono solemne y terminé azorado, precipitado y agarrado a un lenguaje vulgar impropio de la ocasión. Nunca he olvidado aquella experiencia que me ha ayudado a no saltar al ruedo sin una preparación adecuada.

Durante los años de estudiante en Roma tampoco tuve actividad pastoral. No era de los que cada día festivo salían a ayudar a los párrocos de Prima Porta o Malborghetto, dos suburbios del norte de Roma. En el EUR, el barrio donde está la curia general y donde residía, encontré una capilla con mucho culto, pero también con abundancia de sacerdotes. Jenaro Fernández, Jesús Berdonces y José Abel Salazar, primero, y, luego, Luis Garayoa y Marco Tulio Mejía eran suficientes para asegurar a los fieles un excelente servicio.

Yo apenas colaboraba en las confesiones dominicales, que entonces eran muy abundantes, y en un ejercicio piadoso que se tenía todas las tardes. Consistía en el rezo del Rosario, la exposición del Santísimo y una breve lectura espiritual.

A partir de 1972 y quizá algo antes, me envolví —o me envolvieron— algo más en las actividades pastorales de la capilla. Siguieron las confesiones dominicales, comencé a predicar la homilía, me hice cargo de la dirección de un praesidium de la Legión del María, al que todavía sigo atendiendo, y, poco después, me buscaron para acompañar a un grupo femenino de Rinascita Cristiana (renovación cristiana), un movimiento de origen francés que trata de evangelizar a la burguesía. En los largos años que lo seguí crecieron en mí de modo insospechado la percepción de la necesidad de familiarizarme con la Biblia y la voluntad de mirar las realidades terrenas desde una perspectiva cristiana. Eran los dos objetivos del movimiento.

También guardo buen recuerdo de los cinco o seis años que acompañé a los scouts de la parroquia de Nuestra Señora de la Consolación. No se me daban muy bien las tareas de montar y desmontar tiendas y menos aún las de preparar los spaghetti y sazonar con chistes y cantos las largas sentadas nocturnas al calor de la hoguera, pero siempre me sentí muy cercano tanto a los dirigentes y a los jóvenes como a sus padres. Hasta participaba con gusto en la preparación de las liturgias y en los partidos de fútbol. Como ya era mayorcito, me asignaban la portería, donde no me resultaba salir airoso en los encuentros o encontronazos con aquellos mozalbetes.

No guardo tan feliz recuerdo de mi experiencia con los Cursillos de Cristiandad. Ingresé en ellos con entusiasmo, movido por el que por ellos mostraba el padre Ángel Legorburo. Durante dos o tres años participé en las ultreyas con fidelidad y fruto. Pero cuando me tocó pasar a dar los «rollos», me vi obligado a retirarme. La tarea era incompatible con mi agenda de trabajo. Alguna vez tuve que incumplir mis compromisos por viajes inaplazables al extranjero.

¿Crees que las órdenes religiosas, en su vivir y quehacer, deben adaptarse a la cultura que las rodea?

La respuesta no puede ser más que positiva. Lo pide la lógica de la vida. Desde la cuneta poco se puede hacer por los que se desplazan por autopista. Y lo impone el Concilio Vaticano II a la Iglesia entera:

«Para cumplir esta tarea [continuar la obra de Cristo] es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodada a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la mutua relación entre ambas. Es necesario, por tanto, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus expectativas, sus aspiraciones y su índole a menudo dramática» (Gaudium et Spes 4).

Pero además, en el número 3 del decreto Perfectae Caritatis, pide esto mismo a los religiosos.

Pero siempre es más arduo bajar al terreno de la práctica que especular en el reino de las ideas. Nuestro servicio pastoral debe partir de nuestro carisma, de la asunción de los valores y deficiencias más salientes de la sociedad de que formamos parte y de la posible relación entre ambos.

Es, por lo demás, el camino que nos señalan las Constituciones (n. 279), haciéndose eco de las directrices de la Iglesia (VC 48a y VFC 81e): «nuestras comunidades pueden y deben ser centros de oración, recogimiento y diálogo personal y comunitario con Dios, ofreciendo generosamente iniciativas y servicios concretos en la línea de lo contemplativo y comunitario para que el pueblo de Dios encuentre en nosotros verdaderos maestros de oración y agentes de comunión y de paz en la Iglesia y en el mundo».

Y más en concreto la Orden de Agustinos Recoletos, ¿qué proceso de adaptación podría hacer?

Teniendo en cuenta esos elementos, creo que la Orden debería participar más activamente en los movimientos, cada día más necesarios, más numerosos y más vivos, que promueven la atención a emigrantes, desplazados y desvalidos.

La Orden nunca se ha desentendido de ellos y al presente mantiene varias obras en su favor. Recuerdo, entre otras, la labor de nuestros misioneros, desde Sierra Leona a Lábrea y Marajó (Brasil), Chota (Perú) y Bocas del Toro (Panamá), la ciudad de los Niños de Cartago (Costa Rica), el Hogar Santa Mónica en Fortaleza (Brasil), el CARDI en México y numerosos servicios médicos y asistenciales en muchas naciones.

Sin embargo, queda la impresión de que podríamos hacer más, de que los frailes no nos implicamos personalmente en esas obras y que delegamos fácilmente nuestra responsabilidad en quienes viven más de cerca esas realidades.

En el campo de la interioridad el déficit es más claro. Es una parcela que la Orden tiene descuidada desde hace siglos. Actualmente se asiste a un cierto despertar y van surgiendo iniciativas esperanzadoras.

Los responsables de la Orden y algunos particulares están suministrando materiales de reflexión y organizando retiros, talleres de oración y ejercicios espirituales. Pero todavía estamos lejos de responder a las exigencias de nuestra vocación contemplativa, a las necesidades de nuestro mundo y al llamamiento de la Iglesia, que nos pide urgentemente la oferta de tiempos, lugares y maestros para la práctica de la oración.

También en los colegios se habla ya de valores agustinianos. Es un campo en el que la búsqueda afanosa de la verdad, tan propia de todo lo agustino, nos interpela y nos pone delante muchas posibilidades.

¿Qué evolución histórica se espera de las estructuras tradicionales, como una orden religiosa, en nuestra época?

Las personas hoy quieren menos ideas y más testimonio, menos teorías y más prácticas, libertad individual y de pensamiento por encima de estructuras, coherencia frente a rigidez de normas. Son aspiraciones nobles que aparecen periódicamente en la historia de la humanidad y con las que también la Iglesia ha tenido que vérselas en diversas etapas de su caminar por este mundo.

Son ideas atrayentes y, a veces, fecundas, fáciles de compartir y dignas de ser promovidas. Pero con frecuencia adquieren tonos desmesurados o utópicos, que las impiden cuajar en proyectos concretos. Ninguna idea prospera o, al menos, se perpetúa si no se la institucionaliza.

¿En qué habría quedado el carisma de san Francisco si san Buenaventura no lo hubiera trasvasado a un texto constitucional? ¿O qué suerte habría corrido el proyecto ignaciano sin la cuidada y lenta reelaboración a que fue sometido a lo largo de los años?

Las estructuras son buenas. Proporcionan estabilidad y sirven de cauce a las interacciones sociales. El problema puede surgir en el momento de institucionalizar la idea, porque entonces se corre el peligro de deformarla o incluso de traicionarla, y también cuando la institución se perpetúa más de lo debido, cuando ya ha perdido vigencia.

La Iglesia y las órdenes religiosas saben mucho de la pervivencia de estructuras caducas. De ahí la necesidad de evaluarlas con cierta periodicidad.

Dicho esto, no me cabe duda de que caminamos hacia un sociedad que al menos durante algunos decenios seguirá exigiendo mayor consideración a la libertad personal. La afirmación de esa tendencia planteará nuevos retos a la vida común, que solo encontrarán solución en una educación que muestre los valores de la vida común y promueva el desasimiento personal, la ascesis cristiana y la belleza de la vida común.

La Orden ha padecido de falta de modelos, testimonios de la historia que ayuden hoy a enfrentarnos a nuestros retos. Durante siglos carecimos de santos y beatos. Hasta la segunda mitad del siglo xix ningún recoleto había alcanzado el honor de los altares. Hoy tenemos religiosos beatificados y canonizados, pero su vida sigue marginada, sin ejercer un influjo significativo en la nuestra.

En la actualidad tienen iniciado su proceso de canonización cuatro religiosos de nuestros días que, dada la diversidad de su temperamento y de sus ocupaciones, pueden servir de modelo en nuestros principales campos de acción.

Alfonso Gallegos fue párroco del barrio más conflictivo de Los Ángeles en momentos de máxima tensión social; Ignacio Martínez y Mariano Gazpio trabajaron en las misiones con celo y ánimo esforzado; Jenaro Fernández supo aunar la dedicación al estudio con el servicio a los más menesterosos. En el siglo xix brilló la figura del padre Gabino Sánchez, hombre de gobierno, experto director de almas y, sobre todo, amante de la orden y custodio de sus mejores tradiciones espirituales.

¿Dónde hemos de situar a la vida consagrada agustino-recoleta en la sociedad actual?

En el pasado nuestra respuesta a los retos no siempre fue la adecuada o, al menos, no llegó a tiempo. El peso de la religión en la sociedad es hoy mucho menor que en el pasado. A veces resulta casi imperceptible.

Otra cosa sucede en el fondo de las conciencias. En ellas siempre ha bullido, bulle y bullirá el sentimiento religioso, por más que las sociedades opulentas traten de adormecerlo. ¡Cómo suena a profética la denuncia de Graham Greene y otros novelistas católicos de la primera mitad del novecientos sobre el desvalimiento de las conciencias en esas sociedades!

San Juan de la Cruz afirmó en Subida al Monte Carmelo que cuanto más se posee, menor capacidad y posibilidad de esperar hay, y, cuando se desvanece la esperanza, el hombre es incapaz de relacionarse con Dios.

Mucho antes había denunciado ese peligro el salmo 48,13: «El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece». En nosotros está el despertar ese sentimiento y ayudarle a aflorar, avivando nuestra imaginación para dar con los resquicios que nos permitan asomarnos al interior de las conciencias y remover su sensibilidad religiosa.

En el pasado la Orden ha afrontado obstáculos provenientes del poder político, de gobernantes y caciques anticlericales, de enfrentamientos ideológicos e incluso de las multitudes embravecidas. Pero en el fondo la sociedad era religiosa y comprendía a los frailes. Por tanto, era posible el diálogo y, pasado el contraste, se restablecía la armonía. Si a veces estos enfrentamientos se prolongaron, se debió, las más de las veces, a que no se supo ir más allá de las apariencias, no se quiso escuchar las razones del otro o no se dio con el lenguaje adecuado.

En cuanto a la consagración religiosa, el voto de castidad, tan contrario a la mentalidad que nos rodea, en el futuro encontrará dificultades aún más graves. Pero ha acompañado siempre a la vida religiosa y no parece que se llegue a prescindir de él, aunque quepa vivirlo de formas diversas. Algunas ya se están experimentando.

La obediencia también ha sido compañera inseparable de la vida religiosa. En su ejercicio se deberá tener más presente el ejemplo de Jesús y otras razones teológicas, las únicas capaces de desmontar las tendencias de una psicología racional que persigue con obstinación creciente objetivos poco conformes con la madurez cristiana. Parece indubitable que adoptará expresiones y formas diversas. San Agustín nos llama a colocarla de lleno en el ámbito de la caridad, de la caridad para con el superior, cuya carga contribuye a aligerar, y a la comunidad, a la que facilita el cumplimiento de su misión.

El voto de pobreza, a pesar de que nunca se ha hablado de esa virtud con tanta frecuencia y con tantos argumentos teológicos, se encuentra muy debilitado, desvaído y reducido a subordinar el uso de las cosas a la voluntad del superior.

El Concilio Vaticano II, haciéndose eco lejano de la mentalidad de los frailes mendicantes, declaró insuficiente esa concepción de la pobreza: «En lo que se refiere a la pobreza religiosa, no basta con depender de los superiores en el uso de los bienes. Es necesario que los religiosos sean pobres real y espiritualmente» (PC 13).

Hoy la incidencia de la pobreza es mínima tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad. A veces causa rubor hasta referirse a él. Sin embargo, si hemos de escuchar al papa actual y a los mejores tratadistas de la vida religiosa, la vivencia de la pobreza está llamada a reconquistar un puesto relevante en la vida religiosa.

¿Cómo acomodar el carisma agustino recoleto a los tiempos de la política participativa, de las relaciones mediante redes sociales y de la mayor abundancia de información accesible en múltiples plataformas?

La Orden ha ido acogiendo las nuevas ideas y acomodándose a sus propuestas y exigencias como a remolque, lentamente, a menudo sin una atenta reflexión previa y empujada, cuando no forzada, por las circunstancias. Es preciso no recaer en esos defectos.

Se nos ha dado la posibilidad de prever el futuro, al menos el más próximo, aunque sea solo de modo confuso e incompleto. Lo primero que se nos pide es, precisamente, estar atentos a la evolución de los tiempos y no esperar al último momento para actuar, cuando ya la fuerza de las circunstancias se impone y no hay posibilidad de dominarlas.

Los cambios que se avecinan se presentarán con más rapidez y tendrán mayor calado. Por tanto, exigirán mayor reflexión y mayor capacidad de adaptación. Para afrontarlos con garantías de éxito necesitaremos una identidad conceptual y carismática fuerte y bien definida. Solo así estaremos en condiciones de discernirlos y controlarlos. De otro modo, seremos víctimas de nuestra propia inseguridad.

En concreto, creo que necesitaremos una gran fe en la belleza, grandeza y utilidad social de nuestro carisma, así como gran autocontrol y autodominio. La interioridad nos ayudará a fijar nuestra mirada en Dios, a detectar su presencia en los acontecimientos y en los hombres y a hacerle presente donde esté ausente.

Esa es ya hoy una de las necesidades más evidentes del hombre actual, y todo parece indicar que lo será en mayor medida para las generaciones futuras. Nuestra decidida apuesta por la comunidad o fraternidad tendrá que reflejarse en el ambiente que nos rodea para mostrarle, con simplicidad y modestia religiosa, que es posible organizar la convivencia sobre valores distintos de la uniformidad cultural, del interés, del orgullo, del egoísmo o de la prepotencia.

El amor a Dios y a la comunidad, escribió hace unos años John Oldfield, «no se cierra sobre sí mismo, sino que se abre, en imitación de la Santísima Trinidad, a una tercera realidad que es la humanitas, el horizonte en el que la voluntad salvífica de Dios-Amor busca realizarse». Quizá sea ese nuestro modo de contribuir a paliar los efectos de la soledad y de la desconfianza, otras dos grandes dolencias del mundo que se avecina.

Necesitaremos también de una gran capacidad de discernimiento y autodominio. Todo ello exigirá una formación que privilegie, junto a los tradicionales valores carismáticos esenciales, la ascesis y el sentido de la propia responsabilidad.

¿Qué retos crees que tendrá que afrontar la Orden según la evolución de la historia social?

Parece evidente que las sociedades de los próximos decenios se parecerán mucho entre ellas y poco a las actuales. La secularización propia de la cultura occidental parece destinada a difundirse con rapidez a otros continentes. Esos cambios exigirán a las comunidades religiosas un gran esfuerzo para comprenderlas y poder responder a sus interrogantes. Si no lo hacen, perderán su razón de ser, y su futuro será muy problemático.

El conocimiento del pasado puede alumbrar nuestras opciones y a los más imaginativos quizá hasta les ayude a entrever el futuro. Yo no me veo con esas dotes. Solo acierto a ver con cierta claridad que, sea cual sea la evolución de la sociedad, la Orden solo podrá servirla si hace una lectura valiente y clara de su carisma, despojándolo de las adherencias culturales del tiempo y de la sociedad en que nació para ceñirse con la máxima fidelidad a su substrato esencial.

La comunidad recoleta ha de prestar más atención a su dimensión contemplativa. Esa dimensión implica un cultivo esmerado de cuanto favorezca la interioridad. Bajando más a terreno concreto: ha de dar más relieve a la meditación y a algunos requisitos que la hacen posible y fecunda: ambiente recogido, preparación, vida sobria, horarios adecuados.

Si protegemos debidamente ese aspecto irrenunciable de nuestro carisma, nos será posible crear comunidades fraternas y abiertas a las necesidades de la sociedad, especialmente a las de sus capas más necesitadas.

El reto es formidable, es decir, infunde miedo, pero merece la pena afrontarlo. Por desgracia, no me parece que lo estemos haciendo. Nos estamos convirtiendo en una comunidad un tanto amorfa, porosa a los alicientes mundanos, con abundancia de palabras y escasa disponibilidad para encarnarlas.

¿Cómo ha influido la historia social en la historia vocacional de las personas? ¿Han sido muy diferentes los religiosos a lo largo de tantos siglos de historia?

Casi todas las vocaciones recoletas han surgido en los estratos populares de la sociedad, especialmente en los de carácter rural, sin mayores diferencias entre una época y otra. Eran sociedades ascéticas, con recursos limitados y una vivencia diaria de la trascendencia y de la dignidad del sacerdocio.

El aprecio de esos valores, potenciado por la escasez de alicientes terrenos y la presencia y ejemplo de los frailes de la comarca, movía a muchos jóvenes a llamar a las puertas de los conventos. La mayoría ingresaban directamente en el noviciado, con una preparación similar a la que actualmente proporciona la educación secundaria más unos conocimientos algo más extensos de la lengua latina. No faltaban quienes ingresaban con una educación más rudimentaria, que debían perfeccionar durante el noviciado.

En el siglo xix se advierte la necesidad de mejorar su preparación y se favorece la creación de preceptorías, encomendadas, primero, a párrocos, sacerdotes o maestros locales, y luego dirigidas por la comunidad en sus propios colegios. A fines de siglo se da un paso más con la apertura del primer colegio apostólico en San Millán de la Cogolla.

La vida diaria ha variado más. Durante dos siglos prevaleció el modelo conventual, con sus prácticas típicas: recogimiento, liturgia, oración prolongada, prácticas ascéticas abundantes, sobriedad, cercanía al pueblo, apostolado limitado, aunque en continua expansión, cierta marginación del estudio. En los primeros decenios hasta los misioneros trataron de seguir ese modelo.

Con el paso del tiempo y el consiguiente debilitamiento carismático perdió fuerza y poco a poco comenzaron a vivir aislados, entregados a su misión y con escasas relaciones con la comunidad que los había enviado. En el siglo xix este modelo, cada día más radicalizado y más individualista, se extendió a toda la Recolección.

Dentro de esos dos modelos generales se dieron diferencias temporales y espaciales. Al principio el primero gozó del aprecio general y los frailes lo siguieron con fervor y sin reservas. Después se fue haciendo rutinario y perdiendo la adhesión cordial de muchos frailes.

A finales del siglo xviii la disciplina externa, el sentido ascético y la fuerte jerarquización de la vida común fueron perdiendo fuerza ante el avance de las nuevas ideas sobre la igualdad, la libertad y responsabilidad personal, dando pábulo al individualismo y a la búsqueda de una vida más cómoda y más libre, incluso fuera de los muros conventuales.

La guerra de la Independencia, tanto en España como en Colombia, la inestabilidad política con sus periódicos arrebatos anticlericales y el consiguiente deterioro de la formación religiosa y académica de los religiosos, dieron nuevo vigor a esas tendencias disgregadoras.

En Filipinas los padres antiguos contemplaron con sorpresa las ideas de los jóvenes formados en Alfaro y Monteagudo y las tildaron de mundanas y poco «religiosas». Quizá eran simples diferencias generacionales. Pero quizá también denunciaban una mentalidad tocada del liberalismo incipiente, por más que ellos se consideraran y eran considerados como conservadores y antiliberales. No es tan infrecuente que las ideas comiencen a reflejarse en las costumbres aun sin ser totalmente asumidas.

De todos los personajes de la historia de la Orden, ¿has encontrado en algunos ese fogonazo e iluminación que da salida a las circunstancias difíciles o los retos novedosos?

Desde el principio de mi dedicación a la Historia de la Orden me han salido al encuentro religiosos predestinados a cumplir determinadas misiones dentro de ella. No insisto en nuestros padres fundadores, porque esa función es consubstancial a su figura.

En la historia de una comunidad nadie ejerce un influjo tan profundo y duradero como el que inaugura su andadura. Es él quien recibe el carisma, la inspiración del Espíritu; es quien lo encarna y con sus palabras y obras lo trasmite a las generaciones futuras.

Entre nosotros ese don no lo recibió un solo religioso. El Espíritu lo comunicó a un grupo, en el que brillan con luz propia cuatro personas: Luis de León, Pedro de Rojas y Jerónimo de Guevara en España y Mateo Delgado en Colombia. Ellos son los que señalaron –a los dispuestos a seguirlo– un rumbo nuevo, un modo distinto de encarnar la espiritualidad de la Orden Agustiniana.

Los tres primeros lo plasmaron en un escrito que, si siempre es necesario tener en cuenta, resulta de imprescindible consulta cuando se trata de discernir los signos de los tiempos y dar nuevas formas a nuestra presencia en la Iglesia y en la sociedad. Si nuestras opciones responden a su íntima inspiración, podrán tener éxito. Si nos desentendemos de ella, caminaremos hacia el fracaso.

Tras ellos apareció la figura de Juan de San Jerónimo. Supo terminar con los personalismos y divisiones que podrían haber dado al traste con la naciente Recolección y le señaló en las misiones un campo en que desplegar el fervor que ardía en su joven corazón.

Francisco de la Resurrección entró en escena cuando la Recolección colombiana estaba a punto de perder su razón de ser, engullida por la provincia calzada de Nueva Granada, y desapareció cuando con sus viajes y una constancia a toda prueba había logrado incorporarla a la española, asegurando así su pervivencia.

Andrés de San Nicolás salió de Colombia en busca de condiciones más adecuadas para vivir el espíritu recoleto, sin prever que luego sería el encargado de legarlo a la posteridad. Con el primer volumen de la Historia General, el primer comentario recoleto a la regla de san Agustín, la primera colección de documentos pontificios sobre la Orden y otros escritos mantuvo viva la llama recoleta y trasmitió su luz y su calor a quienes ya no habían conocido a sus iniciadores.

A principios del siglo xix Alonso Jubera sintió la urgencia improrrogable de encontrar vías que asegurasen la labor misionera de la provincia de San Nicolás de Tolentino. Con una percepción clara de la situación del momento, con habilidad y capacidad maniobrera y una incansable laboriosidad, preparó la fundación del convento de Alfaro, que, como es sabido, sería, años más tarde, el instrumento de que se sirvió la Providencia para salvar a la Orden de la ruina definitiva.

Gabino Sánchez mantuvo vivo el rescoldo de la antigua Recolección y lo trasmitió a la nueva.

San Ezequiel Moreno nos señaló un modo práctico de conjugar los tres elementos esenciales de nuestro carisma: la oración, la vida común y la actividad apostólica.

Patricio Adell, con su «determinada determinación», que diría santa Teresa, ahogó todo sentimiento egoísta para lanzarse al océano en busca de nuevos horizontes para una comunidad desencantada, que parecía resignada a la inacción y la muerte.

Eugenio Ayape aprovechó la bonanza vocacional y el espíritu de reconquista de la España de su tiempo para encaminar a la Orden por un cauce que, sin abandonar la actividad parroquial, siguiera más de cerca las exigencias de sus raíces espirituales. Para ello insistió, por una parte, en la recuperación de su historia, en la preparación intelectual y espiritual de los candidatos, en el espíritu de pobreza, en la laboriosidad, en el fortalecimiento de los vínculos con monjas y religiosas recoletas, en el abandono de las parroquias unipersonales y la reducción de las demás, y, por otra, en una mayor atención a las directrices de la curia romana.

¿Crees que los religiosos son suficientemente conocedores del pasado de su Orden y de las vicisitudes de su carisma para mantenerlo en el futuro?

Lamentablemente mi respuesta tiene que ser negativa. Los agustinos recoletos pocas veces nos hemos preocupado suficientemente de muestro pasado. No ha existido entre nosotros una cultura histórica. No le hemos asignado un espacio en el calendario escolar con horas de clase y la correspondiente evaluación. Su introducción no sería novedosa. Hay varias órdenes que lo practican desde antiguo.

Tampoco hemos dispuesto de textos atrayentes. En este aspecto el panorama actual ha mejorado. Pero dudo de que nos hayamos aprovechado suficientemente de esa mejora. Es cierto que se le da mayor relieve en el noviciado, se la tiene presente en el cursillo anual de estudios propios y también en los cursos de renovación y de preparación para la profesión solemne, aunque en estos dos campos hemos asistido en los últimos años a una visible disminución.

Considero nociva esta disminución precisamente en un momento en que debería ser potenciada. Los religiosos jóvenes, provenientes de naciones y culturas diversas, carecen de aquella base cultural uniforme que en el pasado aseguraba la identidad corporativa de la orden, supliendo otras deficiencias conceptuales. Hoy esa uniformidad ya no existe y es urgente crearla ofreciendo una sólida base conceptual, a cuya creación la historia puede dar un aporte significativo.

Los últimos papas lo han recordado reiteradamente. Nosotros necesitamos aún más el conocimiento de nuestra historia, porque hemos pasado por avatares que han modificado notablemente nuestro ser. Algunas de estas modificaciones –no dudo de ello–, son obra del Espíritu, que no cesa de actuar. Otras se nos han impuesto y otras las hemos aceptado sin reflexión suficiente, con lo que quizá se han infiltrado en nuestro vida elementos que no responden a nuestro ADN.

Esos avatares nos ha despojado de casi todos nuestros conventos antiguos –en España, de todos– y de gran parte de nuestro patrimonio artístico y literario, dejándonos sin referencias físicas y reduciendo drásticamente las culturales. El conocimiento de esos avatares puede iluminarnos a la hora de ajustar nuestra vida a las necesidades de los tiempos, rechazando los valores ajenos a nuestra genética espiritual y acogiendo los más cercanos o compatibles con ella.

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