Acercamiento biográfico, larga y profunda entrevista y testimonios diversos sobre la obra del historiador agustino recoleto Ángel Martínez Cuesta. Es un homenaje a su intensa dedicación profesional de medio siglo, así como un intento de aprovechar su experiencia, conocimientos y bagaje cultural desde la expresión de sus opiniones personales fuera de las imposiciones del texto científico.
¿Cómo han influido en ti tus orígenes e infancia en un pequeño pueblo de Burgos?
Estoy convencido de que aquellos años y aquellas experiencias en Brullés formaron el cañamazo sobre el que se ha ido tejiendo mi propia existencia. Nací en un pueblecito de apenas 70 habitantes, sin grandes diferencias sociales, con alcalde pedáneo y maestro.
El sacerdote solo nos visitaba en domingos alternos. El domingo en que no le tocaba venir el pueblo recorría en grupo compacto los dos kilómetros largos que nos separaban de la aldea más cercana para oír la misa. Esa experiencia se clavó en mi alma y me ayudó a palpar la importancia de la misa.
Ni en mi casa ni en la de los vecinos se pasaba hambre, pero en todas se sufrían estrecheces y se vivía sobriamente. Todos dependían de la agricultura. Mi padre completaba sus ingresos con los de un molino hidráulico, que le tenía ocupado especialmente durante el invierno. Políticamente todos se alinearon con entusiasmo con el bando militar, en el que veían la salvación de España y de los valores que regían su vida.
El paisaje era el típico de las zonas castellanas de transición: terreno ondulado, seco, escasamente arbolado y surcado por pequeños arroyuelos. Un río, humilde pero fiel y rico en cangrejos, atravesaba el pueblo entre hileras de chopos y regaba las huertas en que las familias cultivaban patatas, alubias, cebollas, lechugas, coles y alguna otra verdura. Los tomates, pepinos y pimientos apenas llegaban a madurar. También crecían en ellas manzanos, perales, ciruelos y algunos nogales y moreras. Todo en pequeña cantidad.
Sus colinas anunciaban el fin de la Tierra de Campos y el comienzo de la montaña. Un paisaje ascético, fuera de la primavera en que los trigales y cebadales verdeaban y las ovejas y vacas lo alegraban con el tintineo de sus esquilas. Los campos solían asegurar la cosecha anual de los cereales que constituían, con las patatas, el cerdo, las gallinas, los corderos y ovejas, el núcleo de la alimentación. Un entorno natural y espiritual de esas características deja huellas indelebles en el alma.
En mi familia, como en tantas de la España de la primera mitad del siglo xx, el influjo de la madre era determinante, al menos durante la infancia. Yo salí de casa sin haber cumplido los once años. Por tanto, el influjo de mi madre sobre mí era total. Mi madre era, además, una madre segura de sí, enteramente dedicada a sus hijos y con una formación religiosa, y también cultural, superior a la común en los pueblos.
Durante algunos meses había sido alumna del padre Manjón, don Andrés para ella, y en ellos había adquirido una serie de conocimientos realmente notable y, sobre todo, había desarrollado una actitud religiosa ante la vida, que supo comunicar a todos sus hijos y aun a los nietos que trató con más asiduidad.
También mi padre era algo más culto que sus compueblanos, que a menudo acudían a él a la hora de redactar una carta, rellenar un impreso o entender un papel oficial. Durante muchos años fue concejal del ayuntamiento al que pertenecía mi pueblo. En alguna ocasión se le ofreció el cargo de secretario. El desinterés, la generosidad y la laboriosidad son los tres substantivos que mejor definen su personalidad.
En la escuela encontré un maestro excepcional, don José Otero, un joven andaluz de Almería que recaló en Brullés en espera de mejor destino. De carácter serio y exigente, recurría raramente al castigo físico y sabía enseñar e incluso trasmitir el amor a las letras. Su amor a las glorias patrias –era falangista y recién egresado de las normales de aquella España que se sentía victoriosa– puede haber influido en mi amor por la historia. Otro vínculo con esta, aunque muy tenue, fue la figura del padre Enrique Flórez, cuya estatua se alzaba en el centro de la plaza de Villadiego, el pueblo al que se acudía para toda clase de necesidades. Posteriormente su ejemplo y su recuerdo me han acompañado con frecuencia.
¿Qué recuerdas de tus años de formación en los seminarios de la Orden?
En nuestros colegios el nivel de exigencia no era entonces muy alto. Solo en Fuenterrabía había algún profesor más exigente. En cambio, había gusto por la lectura y la cultura en general. Algún tiempo me tocó cuidar de la pequeña biblioteca estudiantil. En los largos días estivales no eran pocos los que pasábamos horas enteras leyendo. De vez en cuando se celebraban veladas e incluso certámenes, que creaban nuevos estímulos.
Recuerdo el certamen preparado por el padre Jesús Álvarez con motivo del centenario del nacimiento de san Agustín. Fue como la corona de un cursillo dedicado al santo, que entonces llenó todas mis expectativas. Hasta finales de los años 70 nunca sentí la urgencia de renovarlos y completarlos.
En Marcilla el principal estímulo quizá fuera la revista Marcilla, fundada años antes por el padre Manuel Carceller. Isidro Gambarte, profesor aquel año de Historia de la Iglesia, me proveía de libros. Pero sobre todo recuerdo dos sugerencias del padre Serafín: Los orígenes de Europa del inglés Christopher Dawson y Erasmo y España del hispanista francés Marcel Bataillon. La lectura del libro de Dawson me abrió horizontes espaciales y culturales, que al año siguiente se ampliaron gracias al trato asiduo con John Oldfield, que acababa de llegar de Estados Unidos y buscaba la conversación informal con algún compañero que le ayudara a mejorar sus conocimientos del español.
Sintonicé inmediatamente con él, gracias en parte a que ambos compartíamos un ingenuo aprecio de la cultura y ambos admirábamos al filósofo inglés. Oldfield era un enamorado de la cultura francesa y hasta hablaba de Teilhard de Chardin y el Fenómeno humano, pero esos caminos para mí eran todavía intransitables. Me limité a proseguir estudiando la lengua francesa hasta poder leerla de corrido y a algunos contactos esporádicos con sus humanistas más representativos.
En ese mismo año tuve mi primer encuentro con la historia de la Orden. La ocasión me la presentó un compañero, Javier Pipaón, que entonces dirigía la revista Marcilla. Yo ya había publicado algunos artículos sobre san Isidoro y los monjes españoles. Un buen día Pipaón me aconsejó tratar temas de nuestra Orden, y hasta me propuso la idea de pergeñar la biografía del padre Pío Mareca. Era el profesor más famoso de la Orden durante el siglo xix, pero para mí un perfecto desconocido. Hasta su nombre ignoraba.
El padre Marcelino Simonena me señaló algunas fuentes y me contó sus recuerdos. Pero yo no quedé satisfecho y un día tuve la osadía de introducirme en el archivo provincial y dar con algunos escritos suyos más allá de la amplia necrología que se le dedicó a su muerte en 1899. No me sorprendieron en el acto, pero mi atrevimiento trascendió al verse el uso que de aquellos papeles hacía en el artículo. La faena pudo costarme cara… Pero Dios y los hombres estaban conmigo y la cosa no pasó adelante.
Más: en Roma, Jenaro leyó el artículo y se hizo eco de él en las páginas de Acta Ordinis. Quizá lo recordó también cuando se trató de fortalecer el instituto histórico.
Todo escritor ha sido previamente un gran lector. ¿Cómo comenzaste a interesarte y aficionarte a la lectura?
Siempre he sido un lector asiduo, aunque un poco lento. Ya en los años del bachillerato me gustaba tomar apuntes y hacer resúmenes de cuanto leía. Durante años conservé centenares de cuartillas emborronadas con resúmenes y glosas de cuanto iba leyendo. Con el correr del tiempo perdí esa costumbre, quizá porque me dejé llevar del afán de multiplicar las lecturas, dejando en segundo plano su asimilación.
En un principio leí libros de Historia de España y de la Iglesia, con preferencia por las obras de carácter general. Recuerdo en especial la gran historia general de España de Víctor Gebhardt (1830–1894) y los cuatro tomos de la Historia de la Iglesia de la BAC. En uno de ellos leí una sentencia que comenzó a cambiar mis hábitos: «qui scit ubi est scientia, proximus est eam adquirendi, quien sabe dónde está la ciencia no está lejos de adquirirla». Desde entonces, ya no me satisfizo tanto la lectura de obras de carácter general y me fui decantando por las fuentes y las monografías. Poco después cayó en mis manos la metodología histórica de Zacarías García Villada.
Siento no haberme acercado en aquellos años a las obras de los grandes maestros. Quizá por ello todavía recuerdo el deleite que sentía cuando el padre Salvador García nos leía los diálogos de Platón. Sólo más tarde me deleité con las lectura de tres clásicos de la literatura cristiana: las Confesiones de san Agustín, el Libro de la Vida de santa Teresa y la Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales.
En Marcilla, donde el curso académico no apremiaba demasiado, las vacaciones eran largas y había un ambiente muy favorable a la lectura, pude dar rienda suelta a mis gustos y también imprimirles un nueva orientación.
¿Profundizaste hasta tal punto de hacer de esta afición algo más intenso y dedicado?
Fue precisamente en Marcilla donde comencé a interesarme por la literatura e incluso a sentir cierto despego hacia los libros de historia.
Primero fueron los gruesos volúmenes que la Biblioteca Ribadeneira dedica a los escritores del Siglo Oro. Lope de Vega, Calderón y Tirso de Molina me acompañaron durante meses y aun años. Luego pasé a autores más modernos, con especial predilección por Azorín, autor obligado en aquellos años, y, en menor grado, Valle Inclán.
Poco después llegaron a Marcilla los tomos de Charles Moeller, Literatura del Siglo xx y cristianismo, que causaron un auténtico revuelo entre los jóvenes teólogos. Yo los leí con pasión, especialmente el primero, y me entusiasmé con las figuras de Albert Camus y Graham Greene. Sobre el primero hasta me atreví a pergeñar un ensayo, movido también por su muerte prematura.
Habría querido leer las obras de esos autores, pero no tuve acceso a ellas hasta más tarde. Por entonces hube de contentarme con cuanto sobre ellos encontraba en las revistas disponibles –Razón y Fe, Religión y Cultura, Nuestro Tiempo, Índice, etc.
Las aficiones de un compañero, que tenía una pariente amiga de literaturas, puso en mis manos algunas obras de esos y otros autores: El Doctor Zhivago de Boris Pasternak, la trilogía de José María Gironella sobre la Guerra Civil, algunas novelas de François Mauriac y André Maurois…
El padre Serafín Prado me recomendó la lectura de dos obras, que entonces me entusiasmaron: Los orígenes de Europa del inglés Christopher Dawson y Erasmo y España del hispanista francés Marcel Bataillon. A la vez cayeron en mis manos ensayos de Gregorio Marañón y Pedro Laín Entralgo, que durante varios años fueron parte de mis lecturas preferidas.
Otros libros más ligeros, pero que entonces me entusiasmaron, fueron las Memorias de la Infanta Eulalia, a la que había visto de lejos durante sus visitas al colegio de Fuenterrabía, y Francisco de Cosío. Desde entonces he sido siempre un apasionado de este género literario, por más que el tiempo disponible no me permita gozar de él y la historiografía académica lo mire con desconfianza.
Antes, durante el noviciado, un compañero me prestó otro libro que también leí con pasión: El valor divino de lo humano de Jesús Urteaga Loidi. Este joven sacerdote del Opus encarecía el valor de las así llamadas virtudes humanas –la sinceridad, el valor, la lealtad, la cortesía– y presentaba una visión positiva y optimista de la vida. Un profesor de Marcilla lo consideraba un poco pelagiano. A mí su mensaje me pareció distinto y, a la vez, muy adecuado para nuestro mundo. Nunca lo he olvidado.
Mis primeros contactos culturales con gente ajena a la Orden datan de los meses que pasé en Manila. Muy pronto entré en relación con la Historical Conservation Society, gracias al interés de su presidente –Dr. Alfonso Félix Jr.– y de algunos de sus miembros por el padre Diego Cera y su órgano. Ellos me indicaron campos de trabajo y hasta me pusieron en contacto con el vicepresidente de Filipinas, con quien compartí una comida en el Casino Español de Manila. Luego se encargaron de traducir al inglés y publicar mi tesis doctoral. La muerte prematura de su presidente frustró la realización de otros planes.
En esos meses apareció mi primer artículo en la prensa diaria de Manila. Lo publicó El Debate el 13 de marzo de 1962, el día en que Ramón Menéndez Pidal cumplía 93 años. La noche anterior Alfonso Díaz me había acompañado para entregarlo furtivamente en la redacción del periódico. Nunca pensé que lo iban a publicar al día siguiente y en primera página. Su aparición me animó a seguir cultivando los estudios. Don Ramón era por entonces uno de mis ídolos. No tanto por sus obras históricas cuanto por sus estudios sobre los orígenes de la épica hispana y del teatro del Siglo de Oro.
¿Y hoy día, qué libros te vienen a la mente como lecturas recomendables?
Recuerdo de mi juventud dos con especial cariño: Memorias de un repórter de los tiempos de Cristo del jesuita mexicano Carlos María Heredia y El valor divino de lo humano de Jesús Urteaga.
Respecto a las ciencias teológicas, citaría Los dones del Espíritu Santo del arzobispo mexicano Luis María Martínez; El comentario a la Biblia de San Jerónimo, escritos sueltos de Alonso Schökel, Juan Mateos y José María Sicre, y últimamente algún libro de Olegario González de Cardedal y varios del papa emérito Benedicto xvi. Me seducen por su claridad, lógica y cultura. Los de Benedicto xvi también por su unción religiosa. Son los que más me han llegado a la mente y al corazón.
De la literatura universal, destaco algunas novelas: El Doctor Zhivago de Boris Pasternak, El poder y la gloria de Graham Greene; la trilogía de José María Gironella sobre la guerra civil; l’Avventura di un povero cristiano del ex comunista italiano Ignazio Silone. Los primeros eran lectura obligada en mis años de joven profeso. El último hizo furor en Italia en el primer postconcilio (1968).
También leí con fruición las piezas teatrales de Buero Vallejo, desde En la ardiente obscuridad (1946) e Historia de una escalera (1949) hasta El tragaluz. Esta última pude verla en compañía de José Antonio Galindo, que compartía mi entusiasmo. Me fascinaba la atmósfera trágica que envolvía a sus personajes mezclada con una apertura a problemas éticos y sociales tratados con profundidad y con la libertad a que entonces se podía aspirar.
Como tantos de mis compañeros, en Marcilla escuchaba con placer las grabaciones de obras teatrales modernas: Miguel Mihura, López Rubio, Alejandro Casona, Alfonso Paso…
¿Tienes aficiones que se aparten del campo de la investigación?
En los años de estudiante y joven profeso fui seguidor entusiasta de los avatares deportivos: fútbol y ciclismo. Luego me olvidé de ellos. Ya en Roma, coincidiendo con los triunfos de Santana y de la mano de Francisco Ripollés, pasé al tenis.
Siguieron muchos años en que me desvinculé totalmente de ellos, para reasumirlos en estos últimos años. El tenis sigue siendo mi deporte favorito. Durante algunos años pude practicarlo en Roma con el hermano Patrick Diviny y un ingeniero ecuatoriano de la Fao en el campo que gentilmente nos cedían los clérigos de San Viator. De estudiante y también en Roma practiqué la pelota a pala.
Más tiempo me duró la afición al cine. Me atraían de modo especial las películas policiacas, las históricas, especialmente las inglesas, y también las musicales. Nunca pude aguantar el cine de terror. El circo tampoco me desagradaba. Durante varios años no concebía unas navidades sin presenciar algún espectáculo circense.
SIGUIENTE PÁGINA: 4. Testimonio de sus hermanos Guadalupe, Luis y Carmen
ÍNDICE
- Presentación general
- 1. Nota biográfica previa
- 2. Testimonio vital, por Pablo Panedas
- 3. Entrevista: La persona
- 4. Testimonio de sus hermanos Guadalupe, Luis y Carmen
- 5. Entrevista: El religioso
- 6. Testimonio: Francisco Javier Legarra, compañero de estudios
- 7. Entrevista: el historiador
- 8. Testimonios: Giancarlo Rocca, Gabriele Ferlisi y Antonio Linage Conde
- 9. Vista general sobre la Historia de los Agustinos Recoletos de Ángel Martínez Cuesta
- 10. Entrevista: la tarea del historiador
- 11. Testimonios: Rafael Lazcano y Cayetano Sánchez