Pedro Corro.

Acercamiento biográfico, larga y profunda entrevista y testimonios diversos sobre la obra del historiador agustino recoleto Ángel Martínez Cuesta. Es un homenaje a su intensa dedicación profesional de medio siglo, así como un intento de aprovechar su experiencia, conocimientos y bagaje cultural desde la expresión de sus opiniones personales fuera de las imposiciones del texto científico.

¿Cuándo y cómo surgió la idea de escribir la Historia de los Agustinos Recoletos?

El deseo de contar con un manual de historia la Orden que respondiera a las aspiraciones actuales es bastante antiguo. Es una aspiración que se repite a lo largo de la historia. Todas las generaciones desean una historia «actual», que les cuente el pasado de su nación, de su región, de su grupo social o de su comunidad religiosa desde su propia sensibilidad, desde sus ideas y preocupaciones.

En nuestro caso esta aspiración general fue potenciada por la evidente insuficiencia del único Manual disponible, el Compendio del padre Pedro Corro (1930). El mismo Corro era consciente de sus límites y solo se decidió a mandarlo a la imprenta porque, en palabras suyas, otros más capacitados no se habían decidido a satisfacer esa evidente necesidad de la Orden.

Creció a medida que los documentos exhumados por el padre Jenaro (1955-1974) fueron evidenciando la pobreza de nuestras publicaciones antiguas y la posibilidad de ofrecer algo más completo y adherente a la realidad. También influyó la sensibilidad histórica de algunos superiores. Estuvo ya presente en la fundación del Instituto Histórico (1957) y en mi llamada a Roma (1962).

Aunque no pueda aducir un documento oficial que lo testifique, estoy en condiciones de afirmar que ese era el deseo secreto de los superiores. Más de una vez me lo manifestó el padre Jenaro, entonces presidente del Instituto y máximo artífice de la renovación de nuestros estudios históricos. Quería que adquiriera una esmerada formación histórica para poder emprender la obra con ciertas garantías de éxito. Lamento haber defraudado sus esperanzas.

Anímicamente tardé años en asimilar el encargo. Mis exigencias técnicas eran diversas de las suyas y durante años no consideré posible la realización de una obra que requería investigaciones por numerosos archivos y bibliotecas. El archivo general era muy pobre, sin apenas documentación anterior al siglo xix, y la biblioteca de la curia general solo contenía libros relativamente recientes.

La antigua Historia General, conocida entre nosotros con el entrañable nombre de Crónicas, tiene finalidad, metodología y, también, extensión distinta. Conserva todo su valor y sigue siendo insustituible. Yo la concibo como el depósito de la memoria colectiva de la orden, en el que queda recogido y encuentra una primera ordenación cuanto ha contribuido de un modo o de otro a formar la identidad común.

En ella encuentran cabida datos, biografías y anécdotas que una historia sistemática no puede reseñar, pero que tampoco puede ignorar sin peligro de falsear el sentido de cuanto trata de explicar. Un depósito al que se puede acudir siempre que se quiere conocer, con algún detalle un hecho concreto, los condicionamientos de una determinada situación, la trayectoria biográfica de un religioso determinado, etc.

Ese depósito puede estar mejor o peor ordenado, presentado con más o menos elegancia, con una trabazón interna más o menos lograda… Lo que realmente se espera de ella y de lo que no puede prescindir nunca es de un cierto afán de exhaustividad, de legar a la posteridad cuantos más detalles pueda…

En cambio, al autor de un manual se le pide que, tras reflexionar sobre esos datos, presente un relato ajustado a la realidad y significativo para sus potenciales lectores.

¿Se diseñó entonces un plan de trabajo?

Plan concreto no había, al menos no estaba redactado. Abundaban, sí, los deseos y los proyectos, casi todos etéreos, sin base personal, material ni institucional. Se deseaba contar con una historia de las misiones, se quería recordar a los personajes más insignes de la Recolección y hasta se pensaba ya en una Historia sistemática.

Pero faltaban personas que trasladaran al papel esos planes, y las fuentes seguían, en gran parte, sin localizar, dispersas por bibliotecas y archivos de Roma, España, Colombia y Filipinas. Personalmente echaba también de menos una percepción de la dificultad de la tarea. Para algunos superiores lo único necesario era el entusiasmo.

Otros, con el padre Jenaro a la cabeza, eran más conscientes de la necesidad de reorientar los estudios y de que la composición de una historia digna requería una preparación adecuada del personal y una intensa y extensa investigación previa.

En otras órdenes ese trabajo había comenzado años antes. Jesuitas, franciscanos, dominicos, capuchinos, agustinos y otras congregaciones disponían de institutos históricos, habían comenzado a publicar fuentes y contaban con revistas especializadas, aunque todavía dominaba en ellas el afán apologético y edificante, y convivían obras de corte popular, sin pretensiones académicas, con otras más rigurosas que aspiraban a reflejar la realidad de modo más objetivo.

El Concilio Vaticano II, con su llamada a volver a la fuentes, favoreció estos estudios. Hitos importantes en este camino fueron también la reorganización del Archivo Histórico por el padre Rafael García en 1973, su instalación en local propio y la fundación de la revista Recollectio (1978), ambos durante el generalato del padre James McGuire.

Puede ser que la atención a la revista y otros proyectos haya retrasado la aparición de esa Historia. Pero también ha contribuido a incrementar de modo notable el fondo documental y bibliográfico del archivo general y ha facilitado el contacto con investigadores de otras órdenes y de otros ámbitos culturales.

¿Con qué animo comenzaste la elaboración del primer volumen?

Asumí la responsabilidad de escribir la historia de la Orden con una mezcla de ilusión e inconsciencia. Desde el principio me sentí comprometido con ella, pero sin llegar a asumirla del todo.

Durante mis estudios universitarios la veía como cosa lejana. La tenía siempre presente, pero por una causa u otra, permanecía fuera de la esfera de mis intereses del momento. Solo aspiraba a seguir cultivando mis aficiones históricas y, de paso, salir airoso de los exámenes. Como ves, mi espíritu seguía siendo muy infantil y muy egoísta.

Durante la larga preparación de la tesis doctoral la tuve más presente. Mis investigaciones, largas e intensas –durante muchos meses pocos días pasaba menos de ocho horas entre legajos de los archivos, colecciones de periódicos de las hemerotecas y libros antiguos de la bibliotecas–, iban dirigidas a la elaboración de la tesis, pero solía aprovechar para recoger o, al menos, apuntar, cuanto encontraba relativo a la Orden.

Solo tras la defensa y publicación de la tesis doctoral (1972 y 1974) programé una investigación específica dirigida a la preparación de la historia de la orden. Pero a los pocos meses tuve que interrumpirla para componer la biografía del padre Ezequiel Moreno, cuya beatificación fue anunciada a principios de 1975 para el siguiente día 1 de noviembre.

La franqueza, la tersura de alma y el sentido del deber del santo me cautivaron y durante un par de años no acerté a separarme de su figura. Esos estudios retrasaron de nuevo la ejecución de mi empeño –siempre es fácil encontrar excusas para posponer cosas no asimiladas en profundidad–, pero luego me ayudaron a tomarlo en serio. ¿Cómo podía sentirme a gusto al lado del santo descuidando mis obligaciones?

La participación, a partir de 1978-1979, en los cursos de Renovación en Colombia y Filipinas me permitió visitar los archivos de ambas naciones, donde terminé de convencerme interiormente de la necesidad y posibilidad de realizarlo.

¿Qué recursos tenías para esa encomienda?

El archivo general era muy pobre. Apenas contaba con documentación anterior al año 1860 y estaba instalado en una estantería del cuarto del secretario general. Los instrumentos de trabajo, incluso los bibliográficos, eran casi nulos. Esa penuria aumentó mi admiración por la obra del padre Jenaro, realizada en unas condiciones inconcebibles para nosotros.

Luego todo fue mejorando. La elaboración de la tesis doctoral me familiarizó con los archivos romanos y españoles así como con la bibliografía internacional de tema filipino. Tuve oportunidad de visitar durante meses enteros los archivos de Roma, Marcilla, Madrid, Sevilla y colecciones documentales de Barcelona y otras ciudades, y entrar en contacto con investigadores españoles, americanos y filipinos.

Pude contar siempre con el apoyo de los priores generales, que nunca pusieron límites a mis planes. En ese mismo tiempo percibí claramente la necesidad de encuadrar la historia particular en la general. Las historias parciales no tienen sentido si se las aísla de su contexto temporal, regional y cultural. Para entenderlas hay que relacionarlas.

¿Cómo afectó el Concilio Vaticano II, que entonces se desarrollaba, a los historiadores religiosos?

Fueron años extraordinarios, llenos de ideas y esperanzas, con posibilidades impensadas hasta entonces. Con pesar debo confesar que yo los viví con ligereza. Más de una vez me dejé perder en las anécdotas, más o menos intrascendentes, que corrían por los ambientes estudiantiles, y apenas reflexioné sobre la novedad y fecundidad de la semilla que con tanta abundancia estábamos recibiendo. La cercanía de los hechos, la disparidad de posturas, el apasionamiento y mi propia inmadurez pueden servir de paliativo y hasta de consuelo.

La participación en unas conferencias organizadas por la provincia de San José en Venezuela en diciembre de 1973 y en el curso de renovación de Salamanca (España) en mayo de 1974, y el contacto con la figura de san Ezequiel Moreno al año siguiente cambiaron mi percepción de la vida religiosa.

La responsabilidad de instruir y orientar a los demás me puso ante los ojos mi propia ignorancia y me obligó a prestar más atención a lo que se me había encomendado. Pero todavía no me dada cuenta de las exigencias conciliares. No terminaba de advertir el alcance de las directrices del decreto Perfectae Caritatis.

Solo llegué a percibirlo con claridad cuando el padre José Abel Salazar me puso en contacto con la dirección del Dizionario degli Istituti di Perfezione, que precisamente había suspendido su publicación para ajustarla a las orientaciones conciliares.

El contacto con don Giancarlo Rocca, que poco más tarde se haría cargo de su dirección, con otros colaboradores suyos y, sobre todo, la lectura simultánea de artículos y ensayos sobre diferentes órdenes religiosas fue configurando mi mente y espoleando mi voluntad.

Gran ayuda y acicate encontré aquellos años en la incipiente amistad con el padre Balbino Rano, empeñado entonces en desterrar las leyendas y mitos que lastraban la primitiva historia agustiniana.

¿Qué papel tuvieron la renovación conciliar y la publicación de las nuevas Constituciones en tu investigación histórica?

Entonces yo seguía la vida de la Orden desde la lejanía. Participé en la gran encuesta previa al capítulo de 1968 y redacté las respuestas de los cuatro religiosos sin oficio general que residíamos en la curia. En ellas me hacía intérprete más de las novedades reclamadas por la propaganda cultural de la época que de los ideales conciliares.

Mi única aportación fue el apéndice histórico de la Orden añadido al texto constitucional por encomienda del capítulo general de 1980. En su redacción tuve en cuenta sugerencias que el padre Serafín Prado me propuso en una charla que había tenido años antes con la comunidad de Marcilla.

Quienes realmente aportaron ideas sobre el esquema espiritual de las Constituciones y de las múltiples actividades formativas que la Orden organizó en los años sucesivos fueron Tirso Alesanco y Serafín Prado (san Agustín), y Jenaro Fernández, Eugenio Ayape y José Abel Salazar (Recolección). En los años siguientes se les unieron otros religiosos: Francisco Moriones, Jesús Diez, John Oldfield, Manuel Larrínaga… Mi aportación se limitó a la asidua colaboración en los cursos de renovación y de preparación para la profesión solemne.

¿En qué han cambiado los criterios y métodos de trabajo entre el primer y segundo volumen de la Historia de los Agustinos Recoletos, separados por veinte años?

Veinte años no parecen suficientes para modificar los métodos de una disciplina con miles de años a sus espaldas. Pero estos últimos años no han sido unos veinte años comunes. En ellos la sociedad, y con ella todas las ciencias, incluso las humanas, han experimentado cambios profundos. La historia no podía escapar a esta ley. Y mucho menos la de la Iglesia y de las comunidades religiosas.

Por una parte, ambas se han visto en la necesidad de evaluar más atentamente las circunstancias físicas y culturales en que se han desarrollado y, por otra, han sentido la necesidad de acudir a las fuentes y estudiarlas con criterios más objetivos. Solo así podrían llegar a formarse una idea más o menos exacta de su pasado.

El rigor científico, ya presente en las mejores historias de la Iglesia y en algunas de las comunidades religiosas, se ha ido generalizando, dejando de lado el tono apologético que dominaba en casi todas ellas. Poco a poco los historiadores aficionados han ido cediendo el paso a los profesionales, que, de ordinario disponen de una mejor preparación técnica, emplean criterios más objetivos y conectan más fácilmente con la mentalidad actual.

Por otra parte, los instrumentos de trabajo y el acceso a ellos han mejorado muchísimo. Cada día es más fácil desplazarse para visitar un archivo o una biblioteca. Los archivos disponen de catálogos más abundantes, más claros y más detallados, así como de personal más cualificado.

Las comunidades ya no se contentan con un simple recuento de sus glorias. Esperan de sus historiadores un relato objetivo, que refleje la realidad con sus luces y sus sombras y ayude a evitar triunfalismos injustificados.

También se nota una mayor atención al ambiente social y eclesial, así como a la obra de las otras órdenes religiosas. Se es más consciente de la cultura en que se han desarrollado y de su relatividad. Las mejores historias de las comunidades religiosas están abandonando el narcisismo que afea a muchas de las antiguas para prestar más atención a otras que han trabajado a su lado, con los mismos fines y a menudo con idéntico o mayor fruto. Poco a poco está dejando de considerar a la propia comunidad religiosa como un sujeto aislado y autosuficiente para presentarlo como parte de la Iglesia, en la que convive con otras muchas.

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