José Anoz.

A los 100 años de la profesión religiosa del agustino recoleto Victorino Capánaga, recordamos el legado de uno de los más importantes agustinólogos del siglo XX, que como pocos amó, comprendió, divulgó y vivió el carisma de Agustín de Hipona.

A. Avelino Francia (alumno)

Avelino Francia.

Conocí a Victorino Capánaga en Monteagudo, donde fue mi prefecto y profesor durante al menos dos años. Era un hombre muy observante, humilde y devoto de la Virgen y de la Eucaristía. En aquella comunidad estaba entonces otro de los grandes escritores recoletos del siglo XX, Gregorio Armas, quien le daba a repasar sus escritos, como amigos que eran. Cuando Armas escribió su libro más famoso, La moral de san Agustín, era Victorino quien le hacía correcciones y propuestas.

Una de las costumbres que más recuerdo de Capánaga era que recogía algunas flores y las ponía en el camarín de la Virgen del Camino, cuyo santuario está en el convento recoleto.

Como profesor, al principio costaba entenderle, pero después se le seguía muy bien. Repetía mucho, para que aprendieran sus alumnos. Nos hacía aprender de memoria muchos textos en latín de los santos padres. En este caso era el padre Capánaga quien consultaba los textos latinos con el padre Armas, que era un buen latinista. El padre Armas y los demás profesores no solo nos daban clase, sino que nos enseñaban mucho y bien.

B. Segundo Garnica (alumno)

Segundo Garnica.

Escribo muy a gusto estas breves notas sobre el padre Victorino Capánaga, porque era un religioso que se hacía querer y apreciar por sus valores humanos y religiosos, así como por sus dotes de formador.

Uno de los valores que más admiraba en él es que era un religioso sumamente sencillo y humilde, que no se daba importancia por razón de lo que escribía sobre san Agustín o sobre otros asuntos.

Como maestro de profesos nuestro, cuando salíamos de paseo siempre iba acompañado por un grupo de estudiantes conversando con él. Y cuando se le contaban chascarrillos o situaciones curiosas, él respondía con una risa muy espontánea y natural. Se sentía muy a gusto con nosotros en el paseo y siempre estaba rodeado de estudiantes, porque era amable y se hacía apreciar.

Era nuestro profesor de Teología, y, cuando no le entendíamos, no se enfadaba, sino que respondía con cortesía para explicarnos mejor el tema y luego proseguir con otras cuestiones.

Era muy respetuoso y amable. Jamás le vimos enfadado o enojado. Y, cuando tenía que corregirnos, lo hacía con amabilidad y respeto. Vivía muy ocupado en el estudio de san Agustín, pero siempre estuvo muy atento a nosotros.

Como maestro de profesos, nos daba unas charlas muy agradables para nuestra formación, enseñanzas que nosotros escuchábamos con sumo agrado. Y siempre haciendo gala él de su natural sonrisa.

Todos los que hemos convivido con él guardamos un recuerdo muy agradable y agradecido por su valores humanos y religiosos, así como por la huella que dejó en nuestras vidas como formador.

C. Blas Montenegro (alumno)

Blas Montenegro.

El padre Capánaga fue mi maestro de profesos en el convento de Marcilla. Era una persona trabajadora y amante de la comunidad, siempre obediente a las labores que se le encomendaban, pero especialmente un apasionado de san Agustín.

Cada homilía, charla formativa o tema de clase pronunciada por Capánaga era acompañada del pensamiento agustiniano y el cumplimiento de las Constituciones de la Orden. Estaba en su cuarto siempre trabajando con su maquinilla de escribir, siempre con Agustín de Hipona como centro, ¡era un santo ese hombre!

Además de cumplir día a día los actos comunitarios, escuchaba con prudencia, alegría y entendimiento los chistes y conversaciones de sus formandos, de tal forma que no pretendía ser el centro de atención, sino, antes, dar libre espacio a los jóvenes.

Por otro lado, al ser un hombre de mucho saber, en el aula protagonizaba siempre con sencillez la clase impartida a los jóvenes teólogos. A mí me enseñó Teología Dogmática. Al ser un curso magisterial, solía hablar, estar todo el tiempo hablando él solo, tal como era la práctica pedagógica común en la época.

Volví a encontrarme años después con él cuando fue nombrado visitador para la visita de renovación del prior general a Filipinas. Le acompañó en la visita Mariano Gazpio. En aquel momento yo sentí que nos visitaron dos santos. Y él llegó de nuevo con esas virtudes que le había conocido siendo yo un joven estudiante: obediente, comunitario, apasionado y  entregado.

Debo resaltar también que fue un hombre de oración. Había en él un rostro que mostraba una verdadera contemplación, encarnaba los salmos del breviario. Éste rostro contemplativo lo vi nuevamente en un paseo del padre Capánaga a orar en la playa. Él no podía verme, puesto que yo lo observé casi a escondidas. Pero parecía que le cambiaba el rostro, pues contemplaba a Dios.

Capánaga fue un gran y buen religioso agustino recoleto, un hombre que a todo el mundo inspiraba. Para ser santo hay que hacerlo con un espíritu natural, la santidad no necesita maquillaje, es espontánea, el santo es un santo alegre. Y Victorino así era.

D. Jesús Pérez Grávalos (alumno)

Jesús Pérez Grávalos.

Difícil recordar a mis 87 años de edad vivencias del querido maestro espiritual y profesor de teología Victorino Capánaga, a la distancia de más de 60 años. Era maestro, formador y profesor de bulliciosos y juveniles teólogos, el primero en el mundo de aquel tiempo sobre la figura de san Agustín. A mi modesta apreciación, puedo destacar su vivencia, que era un acicate para el Duc In Altum (navegar por aguas más profundas, continuar adelante creciendo en la vida espiritual) llamando la atención su recogimiento y piedad.

Todas las mañanas, después de la primera clase, a la hora del recreo, lo veíamos arrodillado ante el Santísimo como un estudiante más. Seguramente suplicaba al Señor la luz y la gracia que necesitábamos nosotros para nuestro crecimiento espiritual e intelectual.

Antes de la comida, se reunía toda la comunidad en un momento de reconciliación y cada uno podía manifestar públicamente algunas deficiencias.  El padre Capánaga era de los primeros en lanzarse al ruedo con alguna manifestación que más parecían escrúpulos de una delicada conciencia espiritual. Esta actitud nos animaba a los coristas a seguir su ejemplo penitencial, y nos animábamos a participar.

Cuando lo veíamos en la oración, el rezo de la Liturgia de las Horas, parecía que sus labios estaban saboreando deliciosa miel, como la elaborada en aquel entonces en Marcilla por el padre Equiza.

No era de los maestros espirituales que, como guarda de campo, anduviese a la caza de nuestras fechorías juveniles. Tal parece que se las ponían delante. Pero las conocía muy bien y a su debido tiempo corregía ciertos comportamientos que había observado.  La puerta de su habitación siempre estaba abierta para poder consultarle nuestras dudas y también rondaba el claustro en ocasiones.

A cierto religioso le tocó en suertes proclamar la tesis mensual, como era costumbre, ante toda la comunidad. El padre Victorino, como ya se acercaba el día, fue a su encuentro y le dijo: “A ver: deme lo que ha hecho”. Él se refería al trabajo de la tesis, con el ánimo de corregirlo antes de que fuese proclamado en público.

Pero el joven religioso, inocentemente, entendió que se trataba de otra cosa, y abrió la manta de su cama porque en ella había escondido unas cajetillas de cigarros. Victorino le dijo: “No, no venía por eso, pero ya que apareció, me lo voy a llevar”.

En muchos momentos se le veía caminando por los claustros del convento desgranando las cuentas del rosario. Era todo un ejemplo de vida espiritual y observancia.

Creo que no nos dábamos cuenta del tesoro inapreciable que teníamos en él como profesor. Oriundo de una zona vascoparlante, había aprendido un español muy pulido en las aulas, distinguiéndose su verbo de los disparates gramaticales de la mayor parte de nosotros, jóvenes, muchos venidos de los pueblos de la Ribera de Navarra con cierta fama de “brutos”.

Daba gusto oírle, explicarse durante las clases de teología y en las conferencias de los miércoles por la noche, que siempre versaban sobre la personalidad y figura de san Agustín. A mis 87 años y pico aún recuerdo algunos de los pensamientos agustinianos en latín con que enriquecía sus conferencias.

En ocasiones, al visitarlo en su habitación, vi sobre la cama abundantes recortes de revistas, periódicos y notas suyas que delataban la pronta aparición de algún artículo o conferencia, bien para la prensa o en algún ateneo que le había suplicado. Su vieja máquina de escribir no dejaba de repicar. Con frecuencia le invitaban a dar conferencias sobre todo en el Seminario Conciliar de Pamplona.

Dentro de su espiritualidad y observancia le hacíamos algunas bromas que parecía conocer de antemano. Después de estudiar los tres años de Filosofía en Monteagudo nos trasladaron al grupo (éramos unos 15) a Marcilla. En Monteagudo nos habíamos acostumbrado durante algunos paseos a jugar al fútbol, remangándonos el hábito. Pero cuando llegamos a Marcilla nos dijeron que estaba prohibido jugar al fútbol.

Yo, poco a poco, fui buscando balones viejos y conseguí formar uno con varios gajos; también conseguimos la goma. Se preparó todo y el día de su cumpleaños, ya dispuestos a salir de paseo, le pregunté: “Padre Victorino, hoy en su día nos dejará jugar al fútbol”.

Se echó a reír y dijo: “¡Pero si no hay balón!”. Yo lo llevaba escondido debajo del hábito, se lo mostré y le dije: “Aquí hay uno”. Enseguida replicó: “Bueno, bueno, pueden jugar”. Todos enfilamos hacia un lugar con un campo no muy apropiado pero donde al menos se podía jugar; y de ahí en adelante, la mayor parte de los días de paseo teníamos nuestro partido de futbol al que también acudían algunos profesores jóvenes del convento.

Gracias, padre Victorino, por los ejemplos y enseñanzas que nos legó. Seguimos, los pocos alumnos que quedamos, admirando, imitando y alimentándonos con los ricos frutos de su ejemplar vida religiosa y de sus libros. Que el Señor lo tenga en su gloria.

E. Francisco Javier Legarra Lopetegui (compañero de comunidad)

Francisco Javier Legarra Lopetegui.

Mi relación y conocimiento del padre Victorino Capánaga se da fundamentalmente durante nuestra convivencia en la comunidad de Cea Bermúdez, en Madrid, desde setiembre de 1959 hasta su traslado al Parque de las Naciones, a “Augustinus”, lo que hoy es Residencia san Ezequiel de Madrid, en 1964.

Después, desde que salí de Madrid en 1965, tuve ocasión de visitarlo bastantes veces. Tuve la satisfacción de participar en su funeral en Marcilla con mi tío Martín Legarra.

Sus raíces estaban en Mañaria, Vizcaya, un pueblecito del Duranguesado, de profunda religiosidad y vida tranquila a los pies del Urkiola, donde nació. A su tierra amaba profundamente, aunque siempre fue muy discreto en sus manifestaciones, dada su timidez y discreción.

Lo manifestaba claramente en sus encuentros con sus paisanos religiosos. De la zona procedían los Areitio –Gabino e Isidoro–, los Euba –Carlos y Rafael–, los Zabaleta –Leoncio y Eusebio–, Orobiourrutia, más jóvenes que él. Pero ya en el siglo XIX salieron de Mañaria para ser recoletos los padres Bruno Capánaga, tío de Victorino, y Francisco Echenajáuregui, nacido en 1867.

Como la mayoría de ellos tuvo dificultades para los estudios al ingresar, por ser de habla vasca. Sin embargo logró dominar muy bien el castellano, como lo demuestran sus escritos. Si al escribir se desenvolvía con pleno dominio, en la lengua hablada se mostraba premioso, bastante monocorde, no dotado para la oratoria.

Siempre vivió centrado en su trabajo intelectual, que cumplía con plena responsabilidad y consciente de ejercer un apostolado. Por eso no se conformaba con escribir solamente libros y artículos de investigación, sino que procuró desde sus primeros escritos ampliarlos a la prensa y a las revistas populares.

Bien sabemos que la figura y la obra de san Agustín fue el campo predominante de su estudio y escritura, pero lo amplió especialmente a otros dos: las misiones y la historia de los convertidos. Aún recuerdo que, por saber cuánto le interesaban, le traje de Francia, en el verano  de 1964, un libro con historias de convertidos; ya antes, en 1962, le regalé Les pensées de Pascal, a quien mucho admiraba por su profunda raigambre agustiniana y a quien dedicó un número de la revista que dirigió, Avgvstinvs, con ocasión del centenario del filósofo.

Pero no se cerraba en su mundo intelectual, sino que gustaba de estar al tanto de las novedades culturales y de la realidad social. En la recreación procuraba escuchar las noticias de la radio y la lectura de la prensa. Así, por ejemplo, recuerdo cómo me preguntaba sobre la película “Fresas salvajes”, de Igmar Bergman, que él no comprendía en la mala traducción y decía: “Será fresas silvestres, no salvajes”. Bergman era en aquel tiempo el cineasta más valorado como creador de un mundo de graves y profundas cuestiones, con películas como “El manantial de la doncella”. Después el padre Victorino sabía hacer referencias en sus artículos a esas novedades y sus mensajes, dándoles un toque de actualidad.

Su carácter y su educación, así como la misma conciencia de sus limitaciones oratorias, le llevaban a no participar en lo posible en congresos o impartir conferencias. Cuando en cierta ocasión el profesor Adolfo Muñoz Alonso le invitó a impartir una conferencia en un congreso, el padre Victorino le sugirió el nombre de otro religioso, pero Adolfo le respondió: “Padre, le he invitado a dar usted una conferencia, no que me sugiera otro nombre”.

Saboreaba la vida en comunidad, a cuya vida de observancia fue fidelísimo. En especial se sentía a gusto en la tranquilidad y diálogo cercano. Su humor era ingenuo y abierto, pero incapaz de entender gran parte del humor moderno.

Los humoristas del diario católico Ya, que era el habitual en la comunidad, eran Galindo y Dátile; al primero, con un humor muy sencillo y diáfano, lo entendía y era su preferido; Dátile, no muy lejano en el humor, a veces no lo comprendía y preguntaba qué quería decir. Mingote ya caía en otra esfera.

Sin embargo, no le faltaba una agudeza en la visión diaria de los hechos y cierta ironía benevolente. Algunas veces yo le decía: “Usted, padre Victorino es un zorrete”. Se sonreía como un abuelito benévolo ante el nieto descarado, y no decía nada. Mi tío Martín Legarra se admiraba de que me atreviera, y confesaba que él era incapaz de esas confianzas, pues seguía siendo su “venerable padre maestro” de Marcilla, donde tanto le ayudó en su crecimiento personal y espiritual.

Siguió con muchísimo interés la marcha del Concilio Vaticano II, con todas las aportaciones teológicas y pastorales, que fueron una auténtica revolución para muchos espíritus. A pesar de su formación tradicional, aceptó con plena conciencia y disponibilidad los cambios que exigió a su generación ese Concilio.

La tarde en que ya había que ensayar la nueva forma de celebración litúrgica de la misa, derivada de los cambios conciliares, inmediatamente se puso manos a la obra, pues al día siguiente entraba en vigor la nueva liturgia. Y comentaba: “Chico, chico, ¡qué complicado es esto!”.

F. José Anoz (secretario de la Revista Avgvstinvs)

Variaciones sobre dos temas agustinianos de Victorino Capánaga

El 19 de julio de 1914, pocas semanas antes de estallar la primera guerra mundial, Victorino Capánaga, vizcaíno de Mañaria nacido en 1897, profesó en la orden de agustinos recoletos, que con la entera familia agustiniana es heredera de una tradición teológica sin cuya savia no podrá renovarse ni perdurar.

Desde hace un siglo fray Victorino pertenece a una comunidad en la que mediante la lectura de las Confesiones comenzó a tratar con su autor, y a la que ha legado su amor hacia él, expresándolo en una cuantiosa producción escrita acerca del más ilustre argelino, Agustín de Tagaste.

El recuerdo de ese fraile callado, trabajador, afable, nada pretencioso, discreta su piedad, señeramente recoleto, se resiste a desaparecer de la memoria, admiración y gratitud de aquellos a quienes ha dejado un ejemplo de vida y un tesoro de saber agustiniano.

De este dan testimonio irrefutable dos libros, Agustín de Hipona, maestro de la conversión cristiana, y Buscando a Dios con san Agustín. Ambos pueden nutrir generosamente el incremento y renovación de la vivencia cristianoagustiniana.

El primero se publicó en 1974. El segundo salió a luz en 1983, año en que su autor murió el uno de agosto, tras casi siete décadas de profeso agustino recoleto. Los dos títulos responden a sendos temas agustinianos desarrollados por Capánaga. Con su elaboración, él ha inspirado las variaciones sobre ellos que vienen a continuación, y en las que se leen en cursiva las palabras de fray Victorino.

Agustín de Hipona, maestro de la conversión cristiana

El volumen es, en palabras de su autor, una introducción a la espiritualidad agustiniana y está escrito con la certeza de que la historia de Agustín es paradigma de la universal humana. Vivir lejos de Dios, buscar a Dios, gozar de la unión con Dios: he aquí la historia de san Agustín, con una amplísima experiencia, en cuyo ámbito se hallan todos los hombres en las tres situaciones de lejanía, acercamiento y abrazo de Dios.

Mediante la atinada selección de textos agustinianos y su equilibrada combinación con reflexiones propias, Capánaga construye una guía con cuya ayuda recorrer ávida, atenta y provechosamente los fatigosos y arriesgados vericuetos que ha seguido la relación de Agustín con el Dios de Jesucristo: alejado de él hasta casi perderlo de vista, regresa a él, que le regala el disfrute de su compañía, nacido de la lealtad recíproca, mientras, hasta la muerte, no ceja en la búsqueda tenaz, agónica de su figura y presencia.

La espiritualidad, que se reduce al recto ejercicio del amor, es un ansia de mejora, un deseo, que va fraguando a medida que crece el disgusto de lo que se es. La verdad, la libertad, la santidad serán la meta del nuevo peregrino de amor –así lo llama Dante–, nunca alcanzada plenamente en este mundo.

El deseo es como un ejercicio de engrandecimiento de la morada de Dios, para que él entre con toda su gloria y lo llene de su presencia y majestad. Mientras el hombre se aproxima a esa meta si le consiente a ella tirar de él y atraerlo hacia sí, cuenta con la gracia de Jesucristo. Esta realiza una liberación de la esclavitud, del interés egoísta, desinteresado y olvidado del bien del prójimo, y del miedo. Cristo despertó mediante su Espíritu las mejores energías afectivas que hay en el corazón y con ellas el hombre se hizo más rico y generoso, más libre y dinámico para el bien.

En resumen, la Palabra de Dios hecha carne es el camino del retorno, la patria adonde vamos, y la fuerza que nos ayuda en el camino, para que la fragillidad no derribe nuestros ánimos. Cristo se ha hecho para los hombres magisterio, ejemplo y ayuda. Por eso, la fe viva y la confianza en Cristo llenan de fuerza y serenidad la espiritualidad de san Agustín.

Vivir conforme a la fe cristiana guiados por Agustín implica afirmar con aplomo que, aun mermado y condicionado, el libre albedrío existe, y apostar por la nobleza del cuerpo humano, que en la resurrección alcanzará su máximo esplendor y gloria. De hecho, el cuerpo humano se convertirá en órgano coral, cuyas notas enriquecen y varían el canto de las alabanzas divinas. No hay parte en el organismo humano que no ponga mano en la orquesta celeste.

La espiritualidad agustiniana se caracteriza también por la incansable promoción y el patrocinio constante de la unidad entre los miembros de la Iglesia, no siempre ejemplares, pero nunca total e irrecuperablemente traidores a Jesucristo:

Tolerar las imperfecciones de los hermanos en la fe es uno de los deberes y uno de los mejores crisoles de la espiritualidad cristiana. Trabajar por la pureza de la Iglesia con el esfuerzo personal de la santidad y tolerar las limitaciones de todos es la gran lección de la polémica antidonatista de san Agustín.

Esta fue un combate en dos frentes: contra la intransigencia, cuyo puritanismo corre el riesgo de presentar ante el mundo a la Iglesia cual gobernanta estéril y gruñona, y contra el nacionalismo pueblerino, cateto, que a la Iglesia, patrimonio de la humanidad, la encarcela en una aldea cuyos únicos horizontes son las propias decrepitud y deformidad crecientes. En ambos casos, domina el miedo a lo nuevo, el rechazo de cualquier crítica a tribales certezas jamás discutidas ni sacudidas para que se oreen.

Por último, a la espiritualidad agustiniana, a la vida cristiana vivida, enseñada y promovida por Agustín, la impulsa, protege, consuma e impregna la gracia. A su gratuidad, que la hace tan grata y atractiva, se debe que el cristiano no solo dé la espalda al ascetismo huraño y al perfeccionismo histérico, sino también que sea agradable a Dios, pues “su gracia”, escribe Agustín, “nos hace buenos”, y que gratuitamente mire por el bien de todos los hombres, movido por la caridad, por el amor de Dios hacia él, manifestado en Cristo Jesús.

En la doctrina agustiniana de la gracia hay un gran principio teológico que sustenta todo el edificio: es el de la participación. Dios es la fuente universal de todo bien, de toda verdad, de toda felicidad, y el universo entero es como un inmenso orden de mendicantes. De la plenitud del ser, la cual es Dios, se aprovisionan todos los seres. “Los hombres, pues, para ser buenos necesitamos de Dios”, según reconoce Agustín, al comentar el salmo 70.

Siguiendo la huella de Agustín y libado el jugo de docenas de textos suyos, Capánaga retrata la gracia cual infatigable trabajadora social, muy diligente, creativa: libera y sana, ayuda al hombre a hacer el bien y apartarse del mal, le ilumina.

El auxilio que la gracia le brinda consiste en despertar y avivar las fuerzas de la cooperación humana. En palabras agustinianas, que suenan en el comentario del salmo 77, “la gracia de Dios hace del espíritu del hombre un cooperador en la tarea de las buenas acciones”.

Además, le deleita: No fuerza a la voluntad, sino que la engolosina. La tracción y atracción de la gracia se hace suave, con una suavidad que gana las aficiones y voluntades y hace fuerza a los corazones.

Sobre todo, la gracia diviniza al hombre. Ahora bien, según el comentario agustiniano del salmo 49, el hombre no nace de la sustancia divina para ser lo que Dios es, sino que gracias a un beneficio suyo llega hasta Dios, meta de la existencia humana, y es coheredero de Cristo.

Los hombres, pues, quedan divinizados no por inexorables inmersión y asfixia en la oceánica e inalterable divinidad, sino por libre inserción en la humanidad de Jesucristo, antes masacrada, ahora glorificada, cuyo honor consiste en haber sido constituida manantial de esplendor y grandeza para el hombre, tantas veces derrotado en la batalla por el triunfo de la verdad, la libertad y la justicia.

Descarada amante de cuanto Dios ha creado –¡también lo material y caduco!– y, sobre todo, del hombre, imagen y portavoz divinos; sin darse tregua en el fomento de la tolerancia recíproca entre los miembros de la Iglesia, y sostenida por el insustituible y macizo protagonismo de la gracia, la espiritualidad cristiana tiene su origen en Jesucristo, maestro de humildad, pan de vida y médico, que sabe de dolencias humanas.

Agustín reduce a tres las muchas operaciones salvíficas y medicinales mediante las que Cristo realiza la curación total del género humano: enseña con su palabra, con su ejemplo espolea el esfuerzo para obrar bien, y con sus sacramentos sanea las raíces del hombre, su corazón. “Para el omnipotente médico no hay enfermedad incurable”, exclama triunfante Agustín, al explicar el salmo 102.

Asociadas a Jesucristo están la Iglesia y santa María. A propósito de la primera, Agustín exhorta en el comienzo de su sermón 244: “Ama a la Iglesia, que te ha engendrado para la vida eterna”. Según Capánaga, tanto la autoridad de Cristo como su razón están guardadas para los hombres y se manifiestan en la Iglesia. Ella está revestida de la autoridad de Cristo y guarda las buenas razones para creer y esperar.

Respecto a María se preguntaba fray Victorino: A los ojos de Agustín ¿qué es lo que brilla en ella?. Acto seguido enuncia y desarrolla la respuesta: brillan su santidad, su virginidad perpetua, su maternidad divina y su condición de madre del cuerpo de su Hijo, que es la Iglesia, y, por tanto, de cada uno de sus miembros. Rotunda e inapelable retumba una conclusión: Cristo, María y la Iglesia forman una trinidad dentro de la cual ha de moverse el alma cristiana.

El anhelo y esfuerzo de asimilación con Dios, eso a lo que se nomina “espiritualidad” y que puede sonar a algo blando, sin osamenta, no apto para adultos y combatientes que madrugan a ganarse el pan, acontece en un escenario de alto voltaje dramático. Un duelo a vida o muerte. Sin transacciones:

Dos principios o fundadores, dos amores, dos ciudades, dos historias de signo contrario: he aquí la imagen en que se presenta a los ojos de san Agustín el desarrollo de la humanidad en marcha constante hacia su destino. Para él, lo profundo del hombre y de todos los acontecimientos humanos es el amor, que es principio de todo bien y de todo mal, según las direcciones que emprenda: o haciendo la voluntad de Dios, en quien está la dicha eterna, o siguiendo su propio capricho, contra lo que aquel quiere. Fundadores, pues, de las dos ciudades son el egoísmo y la caridad: el amor posesivo, que viola, engulle y deja irreconocible e inservible cuanto toca, y el amor oblativo, que respeta a todos los seres y con ellos colabora, para que, con alborozo de cuantos los ven y de ellos se sirven, puedan ostentar orgullosos su belleza y utilidad común.

En ese mundo agustiniano, el de cada día y cada hombre, el cristiano, mientras vive de la fe, la esperanza y la caridad, practica las virtudes cardinales, cristianizadoras de los afectos gracias a la humanidad de Cristo que ha experimentado el dolor, la tristeza, el gozo, el deseo, la esperanza. Además ora sin cesar, deplora sus pecados, cuyo perdón implora al Señor, y al ritmo de las celebraciones litúrgicas canta y camina hasta la visión de paz.

Sobre la fe cristiana escribe Capánaga que, según Agustín, nace de Cristo, vive en Cristo y acaba en la gloria de Cristo. El vizcaíno y el argelino reconocen a la esperanza tres méritos: sostiene al peregrino, suscita su gemido hasta el logro de la meta y, por la certeza de llegar, le da el adelantado disfrute de ella. De la caridad afirma el recoleto: Es la expresión perfecta de la vida del espíritu. Antes había aseverado: La espiritualidad agustiniana exige una gran movilidad interior. En este aspecto son frecuentes en Agustín tres verbos: caminar, subir y volar. El amor es, por la inquietud que despierta, la fuerza, la pasión del movimiento.

A propósito de las tres actitudes cristianas fundamentales escribe: Como hombre nuevo, el cristiano es movido por razones nuevas, impulsos nuevos, afectos nuevos, superiores al miedo, al tormento de los deseos, al odio, a la desesperación, a la ira. Las tres virtudes trabajan en íntima colaboración para crear en el hombre un dinamismo afectivo nuevo con las tres novedades que menciona san Pablo: un corazón puro, una conciencia buena y una fe sincera (1 Tm 1, 5).

El capítulo último del libro sentencia: Creer es luchar, esperar es luchar, amar es luchar, ser santos es combatir hasta la muerte. Y acerca de Jesucristo proclama: Su mediación lo abraza todo: el principio, el medio y el fin; el renacimiento por la gracia, el progreso de la santidad y la consumación del premio, haciendo bienaventurados e inmortales a todos los suyos.

El resumen de lo que en la escuela de Agustín ha aprendido Capánaga suena así: La más lúcida expresión de la espiritualidad agustiniana es la gracia, que viene de Dios y nos hace vivir en Dios, nos pone en todo bajo la voluntad de Dios y nos premia con la plena participación de Dios».

Buscando a Dios con san Agustín

A este florilegio agustiniano, entraña de la obra, precede la introducción, y le siguen dieciocho notas complementarias y la selección bibliográfica. Antes de ceder a Agustín la palabra, Capánaga expone los escalones del ascenso humano en busca de Dios, según los presenta el Hiponense: el escalador está siempre impulsado, acompañado y sostenido por quien es en persona el camino, la verdad y la vida.

La antología recoge 554 piezas. Certeramente elegidas, se entretejen alrededor de tres motivos teológicos, cuyo denominador común es el camino: entre los itinerarios que llevan al hombre hasta Dios (106 pasajes) y los que le apartan de él (149), la humanidad del Hijo (299) descuella como genuino y veraz camino de regreso a Dios, pues en ella ha venido este a los hombres. Predominan los textos cristológicos, como corresponde a la función desempeñada por Jesucristo.

El preámbulo observa al caminante. Mientras este busca su principio, su luz y su bien plenario, se extravía a veces, pero, reencontrado el camino, alcanza la meta de su peregrinación, el disfrute de la Trinidad. Victorino, fotógrafo del viajero, sin ceder en audacia a su mentor e inspirador, con un adverbio desmonta todo humanismo sin o contra Dios: El hombre lo es auténticamente, cuando se propone esclarecer su existencia a la luz de Dios.

Tampoco es inferior a él en clarividencia sobre las posibilidades humanas: El espíritu humano posee una capacidad radical de conocer y amar a Dios. En contundencia, ambos están a la par: según el discípulo, conocer la verdad de Dios exige la tensión de todas las fuerzas del alma, que se centran en la verdad del amor; según el maestro tagastino escribe en Las costumbres de la Iglesia Católica, “con las enteras fuerzas del ánimo ha de buscarse la verdad”.

En la verdad, que es Dios mismo, centra ahora Capánaga su mirada y la de los lectores. Tras afirmar con Agustín que Dios es “nuestro principio, nuestra luz, nuestro bien” según se lee en La ciudad de Dios, añade:

Es mucho más que el pan nuestro de cada día (Mt 6, 11). Todos los movimientos y rodeos del espíritu humano se centran en estos tres: vamos en busca de un principio, origen de todas las cosas y de sus fenómenos; vamos en busca de una verdad que aclare todas las razones; vamos en busca de un amor de plenitud, donde se acaben todos los errabundeos de los corazones.

Con la tenacidad nacida de la convicción, el agustinólogo vizcaíno insiste: Los tres bienes por los que suspiran las que Agustín llama entrañas del alma son el principio, la verdad, el bien, o en otras palabras, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que es la estación terminal de todos los deseos, el centro de los anhelos y rumbeos del espíritu humano.

Se impone lógicamente esta conclusión: si no es legítimo convertir a Dios en bien útil o en medio para conseguir cosas ajenas a él, tampoco lo es hacer de la criatura –lo que no es Dios– un bien absoluto. Los primeros despojan a Dios de su soberanía de fin último, y los segundos convierten a la criatura en ídolo, divinizándola. Esta idolatría y aquella impiedad son los máximos fallos de los hombres, y contra ellos clama constantemente el Obispo de Hipona.

De la impiedad se lee en Agustín, maestro de la conversión cristiana: aquella consiste en que los hombres quieren igualarse con Dios con independencia absoluta de él.

Al final del proemio, Capánaga apela con regocijo al teólogo Ladislao Boros: De Aurelio Agustín podemos aprender una lección de suma importancia: la de no menospreciar a ningún ser, a ningún hermano, ninguna belleza del mundo, ninguna experiencia terrena, porque en todo ello nos sale al encuentro Dios bajo cientos y miles de figuras, y a partir de ellas nos da dones eternos, pues en todo está él como don.

La exposición de los caminos agustinianos que desembocan en el Dios escondido, exhibe joyas, cuyo fulgor, garantía de autenticidad, descalifica componendas con el pensamiento insustancial, que desprecia, ignorándolo, aquello cuya majestuosa veracidad se niega a admitir:

Toda la historia humana es búsqueda de la felicidad a lo largo de los siglos. Todo hombre busca a Dios cuando lanza sus deseos en busca de la vida feliz. En lo más profundo del espíritu hallamos un hambre de Dios o, como quería Agustín, la suma de las tres hambres que mueven a los hombres: el hambre de la verdad, el hambre del bien, el hambre de ser o de inmortalidad. La historia humana hay que leerla en la clave de estas tres aspiraciones.

La verdad, el bien y el ser están repartidos por toda la creación y a veces dan ocasión de trampa al corazón humano, deteniéndole donde no debe detenerse, en una mala posada que impide llegar a la patria verdadera.

La ardua tarea de buscar a Dios choca con infranqueables barreras, las de la incomprensibilidad divina. Por eso, la humildad, el asombro, la admiración, la alabanza, el silencio pertenecen al ritual de la búsqueda de Dios.

No todos los pasos humanos son atinados. Rutas hay que alejan de Dios. En dos parábolas se encarna y expresa la imagen del hombre: en la del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32) y en la del buen samaritano (cf. Ibid. 10, 29-37). Es Cristo quien mejor ha iluminado la situación humana en su doble dimensión de caída y redención.

La enseñanza de Jesús sobre este asunto ilumina la profundidad del abismo del pecado y la magnitud del ser humano, por cuya libertad se sacrificó el Hijo de Dios. Sin la antropología del Evangelio, el hombre es un enigma sin solución y un absurdo. Con las dos parábolas de la misericordia infinita se hace luz sobre la oscura profundidad del mundo.

Acerca de este, para jubiloso encomio de Cristo, regodeo de los cristianos y vergüenza del diablo, dice Agustín en su tratado 79 sobre Juan: “El mundo está sometido al Creador, no al desertor; al Redentor, no al destructor; al Liberador, no al esclavizador; al Doctor, no al embaucador”.

Al abismo del pecado se asoma Capánaga, su mano aferrada a la de Agustín, y ve que contra los tres grandes valores humanos, participación de los atributos de Dios –poder, sabiduría, bondad–, atenta el pecado porque debilita al hombre, oscurece su entendimiento e introduce en la voluntad la malicia. El pecado es un camino hacia el no ser, aunque su término no es la nada absoluta. Es la aversión hacia el principio, hacia la luz y hacia el bien: tal rechazo devalúa al hombre.

Devaluación demostrada por la concupiscencia: alzado contra Dios el hombre, ¡cuánto de lo que en él hay se alza contra la rectoría de la razón, incluso del buen gusto! Hija de la revolución, la concupiscencia, “nuestra Eva interior” –así la llama Agustín, al comentar el salmo 48– hace de quien la padece –¿quién no?– una víctima; de quien le obedece –¿alguien no?– un esclavo.

Un gigantesco enfermo tiene Agustín ante sí: ¿cómo no, si mira al mundo y a la humanidad a través de los ojos del Salvador Jesús? La maraña de achaques y achacosos no impide a Agustín ver el árbol herido que es él mismo.

Por eso escribe quien le conoce bien: Agustín se presenta como un universal concreto, donde puede verse lo que somos todos los hombres. Pero junto al enfermo aparece siempre el médico celestial. Su encarnación, al devolvernos a la amistad de Dios, nos trajo el gozo de la redención, que contrarresta los daños del miedo a la muerte, a Dios y a las fuerzas oscuras que submueven el mundo, como bien acredita la concupiscencia.

Ejemplo elocuente de la cultura del autor: en un solo párrafo sobre un único asunto –el ansia humana de ser como Dios–, entrelaza sin forzarlas cuatro autoridades de sendos maestros: Buenaventura, Feuerbach, Unamuno y Agustín.

La vena del metafísico aflora, cuando asevera: La soberbia es la rebeldía frente a la verdad íntima y soberana, frente al orden del ser, que aquella desbarata y desconcierta, poniendo abajo lo de arriba, arriba lo de abajo y arriba y abajo lo del medio. Todo en desorden y confusión.

Y sobre la soberbia, a la que en su libro de 1974 acusa de dar como resultado la degradación del espíritu, escribe ahora: No reconocer que los hombres viven supeditados al poder y al amor de un Ser infinitamente superior y amable es la gran mentira y máscara con que los hijos de Adán, huyendo de Dios, siguen refugiándose en la sombra de una autarquía desventurada.

Denuncia y diagnóstico implacables. El remedio para tan profundo, extenso y bochornoso mal está a disposición del hombre, auxiliado por la gracia: en Cristo dispone del camino que lo lleva hasta el Padre, cuya imagen no perdida, sí emborronada en el enfermo –por eso, enfermo–, la restaura el Hijo.

Al recorrer de la mano de Agustín el camino que es Cristo, Capánaga ilustra con pasajes agustinianos los títulos cristológicos neotestamentarios. Los dichos del maestro tagastino le descubren las raíces que producen, sostienen y vigorizan la vida cristiana, que es combate: ¿es legítimo pensar de ella en otros términos?

Desde aquende –nuestro monte Nebo–, ambos se asoman a la vida eterna: “Vida bajo la jurisdicción de Dios, vida con Dios, vida a expensas de Dios, vida que es Dios mismo”. Esta sustanciosa meta, visible en el sermón agustiniano 297, se consigue mediante la fe, que es adherirse al que Agustín, en su prédica sobre el  salmo 145, llama “el que ve”.

Cristo es el Gran Vidente del mundo invisible, también la sabiduría del Padre. Nuestra fe no es ciega, pues se apoya en una visión. Invidentes, ahora nos apoyamos en el Gran Vidente, para llegar un día a la visión. Creemos lo que él conoce y ve.

De esa comunión con él nacen la participación en su muerte y resurrección, y la práctica de las virtudes. Mediante ellas se intensifica la conformidad con Cristo, sin la cual no hay cristiano. Tampoco lo hay sin oración: Toda la vida cristiana está pendiente de la oración, es decir, vinculada a la gracia. De la oración, mediante la que el creyente pide a Dios su gracia, es indisoluble la renovada enmienda de la vida, siempre necesitada de recristianización.

Sobre la transfiguración afectiva cristiana ha redactado nuestro fray Victorino una luminosa y sabrosa nota. Su inicio reza así: El Hijo de Dios, al humanarse, asumió también la vida afectiva y quiso temer, turbarse, alegrarse, compadecerse, admirarse, desear.

Su final suscita otra vez agradecimiento hacia el autor: Los afectos humanos reciben de Cristo una consagración especial y se hacen salvíficos en los momentos más trágicos de la existencia. El dolor, la tristeza, la angustia, el sentimiento del desamparo se transfiguran en fuerzas de salvación por el contacto con la misma vida afectiva de Cristo.

Estas frases tienen un hermano gemelo en las páginas de Agustín de Hipona, sobre los afectos humanos y su cristianización por la humanidad de Cristo, que los ha experimentado.

En tan buena compañía puede el hombre buscar a Dios y, tras hallarlo, volverse a él con Agustín. Como este. A esclarecer asuntos de tanta enjundia dedicó Victorino Capánaga lo mejor de su bibliografía, entre 1916 y 1984, recopilada por José Oroz en la revista AVGVSTINVS 30 (1985) 5-96.


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