El agustino recoleto Serafín Prado (1910-1987) fue, según señala una placa en su casa natal de la localidad riojana de Estollo, «mantenedor de altos valores, maestro de teología dogmática y espiritual, educador y modelo de dos generaciones de agustinos, cantor de la Virgen de Valvanera y de San Millán a quienes llamó el amor de sus amores, orador y poeta siempre».
Durante su vida, Serafín dedicó mucho tiempo a la ciencia teológica y espiritual. Esto no sólo se tradujo en las clases y conferencias que pronunció en un ámbito más cercano a la Orden de Agustinos Recoletos y en algunos eventos de especial importancia eclesial, sino también en artículos en los que supo traer la “nueva concepción teológica” del Vaticano II a los lectores.
Algunos de sus ensayos marcaron un antes y un después en la concepción del carisma agustino-recoleto, en la presentación del mismo San Agustín como una persona cercana y viva en quienes continúan poniendo en práctica sus enseñanzas o, más allá de la misma teología, en el acercamiento de sus hermanos religiosos a la cultura moderna, de la que era buen conocedor y a la que dedicaba muchas horas de lectura.
Presentamos a continuación algunos de estos artículos que marcaron una época y su propio quehacer cultural y científico.
A. El poeta de las «Confesiones»
“Muchos son los aspectos bajo los que se ha mirado a san Agustín a través de esa sugestiva autobiografía que se llaman sus Confesiones. Unos han visto en él al filósofo profundo de geniales concepciones; otros, al místico ardiente, todo fuego y llamaradas; quién, al adorador humilde y rendido de la verdad; quién, al enamorado loco y romántico de la belleza.
No cabe duda que bajo todos estos aspectos la figura de san Agustín se destaca gigante y graciosa sobre el pedestal de su gloria. Para mí, sin embargo, hay un aspecto que hace esta figura mucho más amable y simpática, y es el carácter de poeta que resalta en cada página de las Confesiones.
Me agrada sobremanera saludar a san Agustín como una de las almas más poéticas que han cruzado por la tierra: alma nacida al influjo de un beso abrasador del sol africano, imaginación ardiente como la roja arena de las llanuras de Numidia, espíritu grande como los inmensos desiertos de indecisos horizontes, corazón de arrebatados sentimientos como los desencadenados torrentes; todo esto, amasado con una sensibilidad como hubo pocas, y con la serena placidez de espíritu bebida en los clásicos griegos y latinos hizo de san Agustín ese hombre tan singular que, como el antiguo Saúl, excede a todos los del pueblo desde el hombro para arriba.
El reflejo más puro, el retrato más exacto de su espíritu gigante lo tenemos en el libro de las Confesiones. Podríamos titularlas el Poema de un alma, porque es una verdadera epopeya espiritual que va describiendo las vicisitudes y cambios en el camino del espíritu.”
[…]
B. Espiritualidad agustino-recoleta
“Una espiritualidad no es otra cosa que una forma y un estilo de concebir y de vivir el misterio cristiano. Con ello está dicho que, estrictamente hablando, no hay más que una espiritualidad, y que sería desenfocar el problema pretender encontrar diferencias sustanciales entre las llamadas espiritualidades católicas.
Las estructuras son comunes: los mismos presupuestos dogmáticos: Trinidad, Encarnación, Redención, Iglesia; el mismo modelo de imitación: Cristo, resplandor y figura del Padre, de su esencia y de su santidad; los mismos principios dinámicos: gracia, virtudes, y dones del Espíritu Santo; las mismas leyes reguladoras del ritmo vital, condicionado por el estado concreto del hombre caído y elevado, con la consiguiente tensión entre el pecado y la gracia; las mismas tres etapas ineludibles de su ascensión espiritual: purificación, iluminación y unión; los mismos medios de santificación ex opere operato: sacramentos y sacrificio, y ex opere operantis: mortificación, oración, ejercicio de virtudes, méritos.
Las diferencias, pues, no han de buscarse en las estructuras constitucionales y funcionales de las diversas espiritualidades. Podríamos decir en términos escolásticos que no existen entre ellas diferencias específicas, sino meramente accidentales. Y estas diferencias accidentales se deberán en primer lugar a los diversos matices de las inspiraciones del Espíritu Santo, y en segundo, a las características diferenciales de los individuos o colectividades en que esas inspiraciones son recibidas.”
[…]
C. Milenario de las glosas emilianenses
Esta lápida que hoy se inaugura tiene características muy especiales. En otras lápidas se graban, se inscriben unas palabras para ensalzar algún nombre glorioso o para recordar algún hecho histórico relevante. En ésta, no. Aquí no hay nombre glorioso; es más: aquí no hay nombre. Se habla en ella de un copista medieval anónimo, es decir, sin nombre conocido. El hecho que se recuerda no puede ser más insignificante: escribir unas palabras en un pergamino. El autor y su trabajo quedan relegados a un segundo plano, y se adelantan al primero las palabras escritas. Porque ellas son aquí lo importante y lo decisivo, el centro de interés y de atención; ellas son las protagonistas.
El interés y la emoción comienzan cuando pensamos que esas palabras fueron escritas hace mil años. Para nosotros, para los hijos de esta Rioja y de este valle, esa emoción se acrecienta cuando recordamos que fueron escritas aquí, en esta tierra nuestra; en este valle nuestro; en ese monasterio de arriba, ese monasterio nuestro, escondido ahí en ese repliegue de esa montaña nuestra, sombreado por esos hayedos y robledales nuestros y junto al sepulcro de ese santo nuestro; porque S. Millán no es para nosotros un santo más, sino es, sencillamente, el santo, santo nuestro porque es, entre todos, el que llevamos más hondo en el corazón.
Pero esta emoción no es, no puede, no debe ser exclusivamente nuestra. Hay en esas palabras suficiente carga emocional para estremecer el alma de todos los españoles, el alma de toda España, mejor dicho, de todas las Españas, de la peninsular y de las ultramarinas, porque son ellas las primeras escritas en lengua española, en el idioma común de la «ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda»; el idioma en que se han expresado y se expresan, en que han venido y vienen su corazón, en que han dicho y dicen su amor, han profesado y profesan su fe, han hablado y hablan con Dios y con los hombres «los espíritus fraternos, las luminosas almas de esa veintena de pueblos, de esos millones de hombres, integrados en ese mundo que aún reza a Jesucristo y aún habla en español».
Las primeras palabras escritas en español, en romance español. Cuando fueron escritas, en el siglo X, nuestra gente ya no hablaba el latín, ya no entendía el latín, ni el latín clásico ni el latín vulgar. El latín ya no se aprendía de viva voz, en el lenguaje corriente y familiar; había que estudiarlo en los libros; ya no resonaba más que en las escuelas de gramática y en los textos litúrgicos de la Iglesia, que, para aquellos españoles, resultaban ininteligibles, con sentido misterioso y arcano.
En la lucha por la expresión, como diría Fidelino Figueiredo, el triunfo ha sido de las formas nuevas de hablar, formas nuevas que llegaban bullentes de vida indómita y tumultuosa y que, en proceso ascensional incontenible, habían arrumbado las viejas formas latinas, caducas y decadentes. En el claustro materno de la lengua que nos trajeran los romanos, palpitaba un nuevo ser, que seguiría todavía nutriéndose de la sustancia materna, cautivo todavía del movimiento de la madre, pero ya con existencia propia, con vida propia, con movimiento propio, con personalidad bien diferenciada. Era la lengua nueva, con estructura gramatical nueva, con vocabulario nuevo, con sintaxis y fonética nuevas. Era la lengua que hablaba nuestro pueblo: la lengua de las madres junto a las cunas, de las familias en torno al fuego del hogar, de los niños en sus juegos por las calles y plazas, de los mozos en sus rondas, de los enamorados en sus diálogos, de los labradores en el campo, de los pastores en la montaña, de los romeros en los caminos, de los tratantes en las ferias, de los soldados en los campamentos. Cuando hablaban con Dios, en oración espontánea, sin fórmulas preestablecidas, en esa lengua le hablaban.
Pero la lengua nueva no se escribía. Escribir era oficio de la gente culta, los que sabían escribir, los clérigos doctos, los monjes en sus escritorios, los redactores de documentos y privilegios reales, los legisladores, los cronistas, los escribanos y notarios, seguían aferrados al latín cuando escribían. Rebajar el arte noble de la escritura al servicio de la lengua nueva, sin categoría, sin prestancia literaria hubiera sido una especie de sacrilegio. ¿Cómo malgastar los costosos pergaminos embadurnándolos con expresiones del «sermo plebeius», del habla vulgar…?
Todavía tres siglos más tarde, Gonzalo de Berceo, nuestro Gonzalo de Berceo, pedirá excusas porque quiere hacer «una prosa en román paladino / en cual suele el pueblo fablar a su vecino, / ca non so tan letrado por fer otro latino, / bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino».
¡Ay, don Gonzalo, don Gonzalo!… ¡Qué mal tasador de prosas y de vinos!… ¿Un vaso de bon vino?… ¡Pero si tus prosas no podríamos pagarlas con toda la cosecha de la Rioja!…
Y, todavía en el siglo XVI, fray Luis de León tendrá que dar explicaciones de por qué escribe en romance, en el prodigioso romance de La Perfecta casada y de Los nombres de Cristo.
El romance del siglo X era como la muchacha de Campoamor, que andaba buscando quien supiera escribir, quien supiera encarnar en los signos de la mano todo el ser de su ser, para escribir una carta a su amor. Y un día lo encontró aquí, encontró aquí quien escribiera una carta a Cristo, su amor; lo encontró en ese anónimo copista de que habla esa lápida.
Y ¿quién fue ese primer escritor en lengua española?
Un copista anónimo, dice la lápida. Sólo podemos hacer suposiciones. La de Menéndez Pidal es que fueron escritas por y para un estudiante de gramática latina, es decir, por un profesor o por un estudiante. Por un profesor, no. La vacilaciones, las inexactitudes al traducir, la dependencia exagerada del diccionario denuncian la mano inexperta de un principiante.
Miradlo ahora, miradlo porque es un momento solemne de la historia de nuestro idioma. Tiene ante sí unos textos que son para él verdaderos jeroglíficos, porque están escritos en latín, en ese latín tan odioso para él como para nuestros chicos de bachillerato. Hay que interpretarlos, traducirlos a la lengua materna, a la suya, a la nuestra.
Y lo primero que hay que hacer es construir, ordenar ese enrevesado hipérbaton latino, hay que identificar el sujeto, el verbo, los complementos y, entre líneas o al margen del códice, va intercalando unos signos, unas palabras orientadoras. Después, a buscar significados. Echa mano del diccionario, al glosario elemental y, en su lengua, en la nuestra, va escribiendo las palabras difíciles. Va escribiendo las Glosas Emilianenses, las Glosas de san Millán. Un día, al acabar su tarea, agradecido al auxilio de Dios, ha escrito al margen del folio 72 doce renglones cortos, cuarenta y tres palabras, esas cuarenta y tres palabras de la lápida: «Cono aiutorio…».
Ese día tuvo que ser un día de primavera, de luz, de violetas y de pájaros cantores. Por Suso debía escucharse al «rosinnor que canta con fina maestría / siquiera la calandria que faz grant melodía».
La hipótesis es bonita. Pero quizás no sea exacta. Yo sospecho más bien que el escritor fue una persona adulta, un predicador que no andaba muy fuerte en latín. Y tiene ante sí unos textos latinos que ha de leer o predicar en público y hay que traducirlos para el pueblo. Y, con técnica elemental, como la del estudiante, va ordenando y, diccionario en mano, va traduciendo e intercalando las palabras traducidas. Son las Glosas, las Glosas Emilianenses.
Un día, lo que está glosando es un homilía, una homilía de la colección llamada Homilías Toledanas u Homiliario de Silos, sermones de diversos autores acomodados para la predicación y que, desde el siglo VII, se venían predicando en las misas de la liturgia mozárabe, visigótica o española. Se dice algunas veces que se trata de una homilía de san Agustín y, seguramente, así lo creería el glosador, porque en el códice se leía: Incipiunt sermones cotidiani beati Augustini, comienzan los sermones cotidianos de san Agustín. Yo, agustino, desearía que así fuese. Pero, ciertamente, no es de san Agustín. Es de san Cesáreo de Arlés.
El sermón había que acabarlo con una doxología, una alabanza y una oración. Y el predicador ya no se limita a traducir; amplía, añade por su cuenta, las dos líneas y media del texto latino se convierten en doce renglones cortos escritos al margen: Cono aiutorio…
Habían nacido las Glosas de san Millán, las primeras palabras escritas en español o, si queréis, en dialecto español, en dialecto navarro aragonés, que era entonces el dialecto que se hablaba aquí, en esta tierra entonces navarra, en esta tierra política y gramaticalmente fronteriza, porque si bien los reyes de Navarra estaban aquí, ya desde ahí, desde su fortaleza de Pazuengos, el conde Fernán González, esa «fardida lanza», miraba con ojos codiciosos hacia la Rioja de los majuelos.
Riojano, navarro aragonés, influencias castellanas.., español, porque, «dentro de sus particularidades distintas, todas las regiones coincidían en una serie de rasgos que prolongaban la unidad lingüística peninsular, tal como existían antes de la invasión musulmana». Y, para que nada faltara, al lado de las glosas en romance, el anotador ha introducido dos en vascuence, también las primeras palabras escritas en el lenguaje de los vascos, testimonio de que el fermento vasco todavía seguía actuante en el idioma que se hablaba en esta tierra.
Así nacieron las Glosas Emilianenses, las Glosas de san Millán. Son 145, según la enumeración de Menéndez Pidal. Casi mil años estuvieron, como están ahora, en el códice que se conserva en la biblioteca de la Real Academia de la Historia, tan humildes, tan disimuladas, tan escondidas que nadie les prestaba atención, nadie les hacía caso.
Aquel día de 1913 en que D. Manuel Gómez Moreno (¡bendito sea su nombre…!) fijó su atención en ellas, fue un día grande para la cultura española. Había descubierto un tesoro, un formidable instrumento de trabajo con el que esos grandes obreros de nuestra cultura, Menéndez Pidal, Rafael Lapesa (¡benditos sean también sus nombres…!) pudieron rastrear la lengua que vivía en España entre los siglos X y XI: genial reconstrucción, dice Dámaso Alonso, que honra a los españoles, pues no tiene par en la ciencia moderna.
De esas 145 Glosas tenéis ahí, en esa lápida, la número 89, esas cuarenta y tres palabras que hoy movilizan nuestra emoción. Las otras 144 son palabras aisladas. Estas, no. Estas son ya palabras trabadas en frase, enhebradas en sentido. Estamos ante el texto venerable que«tiene sobre todo la importancia excepcional de ofrecernos las primeras cláusulas que en España se conservan redactadas en romance». «El primer texto en que el romance español quiere ser escrito con entera independencia del latín» . «El primer pasaje de prosa continua, el empleo consciente de la lengua vulgar. Estamos en presencia de un primer ejemplo del romance ibérico».
A la lengua nueva del siglo X le faltaba algo: eso que Menéndez Pidal llama realidad objetiva y corpórea fuera de la mente de los individuos que la hablan, es decir, le faltaba convertirse en lengua escrita y literaria. Y estamos ante el primer texto en que el romance español tiene ya esa corporeidad tangible, esa forma literaria, aunque sea tan elemental. Ahí está con vocabulario nuevo, con declinaciones y conjugaciones nuevas, con hipérbaton nuevo, con plurales nuevos, con sus artículos y diptongaciones nuevas. Ahí está prefigurado, como lo está en el embrión de los seres vivos, todo el futuro proceso evolutivo de nuestro idioma.
Cuarenta y tres palabras. Ya veis, poca cosa, como son poca cosa aun los principios de las grandes cosas.
Poca cosa… como es poca cosa la fuente primigenia del río: un hilillo de nieve regalada, un borbollar apenas perceptible o, según el símil de los árabes, el ojo del agua, la pupila, el cristal diminuto, a través del cual nos mira y miramos el caudal soterrado. Una fuente de 43 gotas, menos que esa fuente de La Bardera que una tarde de verano se la bebe un mirlo. Pero fuente al fin y al cabo, que será mañana el caudal solemne de los ríos sonoros de san Juan de la Cruz.
Poca cosa, como es poca cosa el recién nacido: velloncito de carne trémula, cálida y rosada y un hilillo de voz. Mañana será varón robusto y personalidad fuerte.
Cuarenta y tres palabras… Poca cosa. Pero si hoy publicáramos una nueva biblioteca completa de autores españoles, esas cuarenta y tres palabras ocuparían con todo derecho el primer lugar entre las obras de nuestra literatura y el primero entre nuestros autores, el anónimo copista de la glosa 89.
Y si quisiéramos encontrar el primer diccionario de la lengua española, habríamos de buscarlo aquí, porque el glosador anónimo de san Millán, como el glosador de Silos, manejaban ya «un glosario anterior latino-romance dispuesto en orden alfabético, sin duda hecho para estudiantes de gramática en los monasterios».
Tal es la importancia de las Glosas Emilianenses, tal la importancia, sobre todo, de esas cuarenta y tres palabras de la Glosa número 89.
Cuarenta y tres palabras. Hoy las veis ahí magnificadas en la prestancia del mármol, pero si las vierais en el códice original: marginadas, borrosas, desdibujadas, apretujadas unas contra otras como cuarenta y tres aldeanas medrosas, sentiríais que hoy, al verse expuestas a las miradas de tantos ojos, iban de repente a ponerse coloradas.
¿Y qué dice la lengua nueva, la lengua niña, cuando rompe a hablar con esas cuarenta y tres palabras balbucientes? Dice su fe, nuestra fe. Como en las primitivas liturgias del bautismo se preguntaba al catecúmeno: «¿Crees en Dios Padre, crees en Dios Hijo, crees en Dios Espíritu Santo?», y el catecúmeno contestaba: «creo», también nuestra lengua niña ha comenzado a hablar profesando esa fe y siendo bautizada en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Y una profesión de fe en Cristo Señor. «Señor» es la palabra clave. El texto latino sólo la trae una vez, pero el glosador de san Millán toma la palabra y la saborea; la paladea, la saborea con una especie de regusto, de delectación morosa y la repite, la repite hasta cinco veces:
«Cono aiutorio de nuestro dueno, dueno Christo, dueno salbatore, qual dueno get ena honore e qual dueno tienet da mandatione como Patre, como Spiritu Sancto, enos siéculos de los siéculos. Fácanos Deus omnipotes tal serbitio fere ke denante ela sua face gaudioso segamus. Amen». Cristo, nuestro Dueño, Señor de señores.
Una profesión de fe y una oración. Aquí ya está dicho todo, en ese artículo emocionado y emocionante de Dámaso Alonso: El primer vagido de nuestra lengua. Hagamos nuestra la emoción del maestro al pensar que, mientras otras lenguas romances nacen hablando con los hombres y hablando de cosas terrenas, la nuestra nace hablando con Dios en oración temblorosa y humilde. Era natural que así naciese al mundo: la lengua de los Nombres de Cristo, de fray Luis, del Castillo interior, de Teresa de Jesús, y del Cántico Espiritual y Llama de Amor Viva, de san Juan de la Cruz.
Y voy a terminar con una observación que creo fundamental y obligada. A mí me hace sonreír, mejor dicho, a mí me subleva el alma esa pedantesca, esa disparatada lápida de Suso:
«En este recatado lugar don Gonzalo de Berceo habló a las musas en roman paladino…».
No, no; nada de musas. Aquí no se habló a las musas; aquí se habló a Dios. Aquí no hubo musas. Pero, si no hubo musas, sí hubo inspiración. Y la inspiración primera fue la de aquel pastorcillo que se llamaba Millán y que, allá por el siglo V, guiaba su rebaño por este valle y por estos montes. Era un indocto, pero tenía alma musical y tañía una cítara.
Un día de verano, al son de la cítara, se fue quedando dormido cerca de las ovejas amodorradas y «mientre iacie dormiendo fue de Dios aspirado, quarido abrió los oios despertó maestrado». Inspiración, sí. Esa: la del Espíritu Santo.
El pastorcillo se murió, la cítara calló; pero el alma música siguió resonando aquí, en este valle y en estos monasterios, porque aquí quedaron para siempre su cuerpo, su alma y su corazón. Algunas veces se nos escapa por ahí a guerrear, montado en caballo blanco emparejado con el caballo del Apóstol. Pero siempre volvía a su tierra, a su casa, a la suya como diría san Braulio , aquí donde estaba siempre su amor.
Y en torno a él, aquel florecimiento de cultura, aquella torrentera de luz que iluminó a la España de la edad Media y que hoy todavía nos sigue iluminando. Por eso, en este milenario de las Glosas Emilianenses, creo un deber de justicia ofrecérselas al pastorcillo que «mientre iacie dormiendo fue de Dios aspirado».
Y para todos los que, con vuestra presencia aquí, magnificáis este acto: en nombre de la comunidad de Agustinos Recoletos, agradecida y abrumada por el honor que nos hacéis, para todos la palabra sencilla, bonita y cordial: Gracias, muchas gracias.
Y sean mis últimas palabras las últimas de esa inscripción:
FACANOS DEUS OMNIPOTES TAL SERBITIO FERE KE DENANTE ELA SUA FACE GAUDIOSO SEGAMUS. AMEN.