El agustino recoleto Serafín Prado (1910-1987) fue, según señala una placa en su casa natal de la localidad riojana de Estollo, «mantenedor de altos valores, maestro de teología dogmática y espiritual, educador y modelo de dos generaciones de agustinos, cantor de la Virgen de Valvanera y de San Millán a quienes llamó el amor de sus amores, orador y poeta siempre».
El 24 de febrero de 1987, el venezolano Diario Católico de San Cristóbal se hizo eco del fallecimiento de Serafín Prado. Cuarenta años después de su paso por aquellas tierras, publicaba:
Observante y celoso sacerdote, eminentísimo orador sagrado, poeta y literato, competente y brillante profesor de teología […]. Los pocos años que sirvió en nuestra tierra tachirense bastaron para prendarlo de sus gentes y paisajes, conservando un recuerdo especial de esta tierra hasta los últimos días de su existencia. Al padre Serafín todavía se le recuerda en el Táchira por la facundia de su palabra, lo vasto de su saber y lo sencillo y alegre de su trato. Sus sermones son recordados y elogiados y su rica vena de poeta enamorado de la Madre de la Consolación quedó hecha himno para siempre en nuestro Táchira.
La labor que en medios de comunicación y púlpitos hizo Serafín Prado quedó fijada en las mentes de cuantos le escucharon. Era una retórica propia de la época, que en determinados momentos movió masas y conciencias, como su sermón sobre la Orden en el Capítulo General de 1956, en el que brilla su atrevimiento a la hora de sugerir reformas y actualizaciones a sus hermanos.
Los púlpitos de San Ginés en Madrid, de la catedral de Santa María de La Redonda en Logroño, o de la abadía benedictina de Valvanera, o el mismo Espolón de Logroño en algunos actos multitudinarios en honor a la patrona de La Rioja, fueron también testigos de su oratoria.
Ofrecemos a continuación una de estas piezas de oratoria.
Homilía para un cantamisa (1960)
“Os anuncio un gozo grande, porque hoy os ha nacido el Salvador del mundo” (Lc 2,11-12).
Quizás os pueda parecer extraño que haya comenzado esta plática, este sermón de cantamisa, poniendo como texto las mismas palabras del ángel que voló aquella noche sobre las colinas de Belén para anunciar a los pastores el nacimiento de Cristo. Y, sin embargo, yo creo que no hay palabras más adecuadas para este momento.
Anuncio un gozo grande. Un gozo grande para la Iglesia de Cristo, que en este nuevo sacerdote, en este joven, ve hoy renovada, como el águila fabulosa, su eterna juventud; porque le han nacido unos labios nuevos que, con las palabras sacramentales, pondrán sobre el altar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el pan y el vino que remozan cada día esa juventud; unos labios que seguirán repitiendo las eternas, las divinas palabras del perdón; le ha nacido una voz nueva, la voz nueva que dejará vibrando en el aire y en las almas su mensaje, el mensaje eterno de Cristo; le han nacido unas manos que partirán y repartirán el pan de vida eterna; le han nacido unos pies que han de pisar muchos caminos para llevar el pan y el vino y la palabra; le ha nacido un corazón nuevo que quiere palpitar con la sístole y la diástole del corazón de Cristo.
Sí, os anuncio un gozo grande. Un gozo grande para esta parroquia, para esta iglesia… Sí, un gozo grande para esta familia, para estos parientes, para los hermanos, al contemplar a uno de los suyos elevado por Dios a esta dignidad que entre las dignidades humanas no tiene igual ni en el cielo ni en la tierra. Gozo grande especialmente para estos padres que ven al que es sangre de su sangre y amor de su amor, identificado con Cristo, hecho otro Cristo, al ver aquellas manos pequeñitas de ayer, tantas veces acariciadas y acariciadoras, acariciando hoy el Cuerpo de Cristo, patenas ungidas para el gran misterio de amor, al ver aquellos labios ayer tantas veces besados y besadores, pronunciando hoy las palabras milagrosas y fecundas, más milagrosas y fecundas que las palabras de Dios cuando crearon el mundo. Hermano mío: cuando todos nos acerquemos después a besarte las manos también se acercarán ellos, y entonces…
A mí, siempre que predico un sermón de cantamisa, cuando los veo arrodillados delante de ti, entonces… ah, me asalta un recuerdo personal, uno de esos recuerdos que se graban a fuego en el alma y que me vais a permitir evocar una vez más. Cuando yo volví a mi casa ordenado de sacerdote, y entré diciendo como siempre: “madre”, ya noté una emoción especial en la voz querida al contestarme como siempre: “hijo”. Y después, cuando estuvo en mi presencia, cuando estuvimos frente a frente, ella, mi pobre madre, mi santa madre, mi cristiana madre, antes de abrazarme y de besarme en la cara como otras veces, cayó de rodillas y me besó las manos recién ungidas, y con la voz rota de emoción no pudo decirme más que esto: “hijo mío, sacerdote de Dios”…
Y yo entonces sentí, con una sensación casi fisiológica, mejor que en todos los libros y en todas las palabras, cuánta debía ser mi dignidad, al ver arrodillada delante de mí aquella mujer delante de la cual había sentido tantas veces el impulso de arrodillarme yo.
Gozo grande para los vivos y para los difuntos queridos que también te miran encandilados desde las estrellas, y cuando después nos acerquemos a besarte las manos, ellos también, espectrales e invisibles, han de venir a besártelas.
Gozo grande especialmente para ti, hermano mío, hijo mío —deja que te llame así en esta hora—, pues yo también en los años de tu formación he querido poner en tu alma algo de mi alma. Gozo especialmente para ti. Y acción de gracias por tantas como Dios ha derramado a lo largo del camino para que vieras este día, este día de tu alegría y de tu gloria.
Os anuncio un gozo grande, porque nos ha nacido el Salvador… Nos ha nacido otra vez Cristo. Un sacerdote nuevo es un nuevo Cristo. Y aquí y ahora lo vais a ver actuar, hay otro Cristo. Porque si es verdad que el sacrificio de la misa es ante todo y sobre todo representación y renovación y repetición del sacrificio del Calvario, lo es también de toda la vida y de todos los misterios de Cristo. Por eso, dentro de unos momentos, aquí Nazaret, aquí Belén, aquí el Calvario.
Nazaret: recordad aquel diálogo blanco y trasparente, de nieve y de cristal. María dijo: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y en aquel instante —recordad el catecismo de vuestra infancia— “como el rayo del sol a través del cristal, sin romperlo y sin mancharlo allí estaba la segunda persona de la Santísima Trinidad, Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero: Hijo de Dios, hijo de María. Dentro de unos momentos este jovencito, casi un muchacho, va a decir: ”Esto es mi cuerpo” y en sus manos el Hijo de Dios y el Hijo de María, el mismo que estuvo nueve meses en sus entrañas virginales.
Aquí Belén. Aquella noche enlutada y sonora de pastores y de ángeles, aquella noche… Recordad; recordad otra vez vuestro catecismo: “Como el rayo de sol atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo…” Y ella, la divina doncella, la mater intemerata, tomó en sus manos al divino pequeñín, aquel velloncito de carne tibia y sonrosada, y delicadamente y amorosamente lo acostó sobre el heno seco de un pesebre y lo envolvió en pañales de lino tejido por sus dedos de bordadora divina.
Dentro de unos breves momentos este jovencito, casi un muchacho, va a tener entre sus manos al Hijo de Dios y de María, tan pequeñín, tan frágil, más pequeñín, más frágil que aquella noche; tan pequeñín, tan frágil como esa oblea de pan que bastaría el golpe más débil para quebrarla y un soplo de brisa para llevársela. Y también delicadamente, amorosamente lo va a acostar sobre el blanco lino de los corporales inmaculados.
En Belén había comenzado la misa, aquella misa que había de durar treinta y tres años hasta el Calvario. Allí estaba el sacerdote, allí estaba la víctima, allí estaba el Cordero de Dios nacido en un establo de ovejas, entre corderos y entre pastores; allí estaba sobre la paja el trigo que había de ser el pan de vida.
Misa de Belén, sin repiques de campanillas de monaguillos inquietos; pero por las laderas el tintineo de las esquilas de las ovejas adormiladas; misa de Belén sin incensario ni perfumes, pero con todo el aroma áspero y dulce de los espliegos de la ladera, pegado a las zamarras de los zagales y rabadanes. Misa de Belén, sin órganos ni orfeones, pero en la boca de la caverna el alboroto ingenuo de las zambombas, las castañuelas y los tamboriles de los zagales y el coral de los ángeles cantando el “Gloria in excelsis” por las colinas.
Misa de Belén sin lámparas ni cirios encendidos, pero arriba todo el esplendor de la noche oriental, con todas sus estrellas encendidas y hasta estrenando el lucero nuevo que guiará a los magos. Misa de Belén: por altar un pesebre y por lienzos y manteles la paja sobrante de un pienso de animales. Misa de Belén sin patenas doradas, pero allí la patena suave y ceñida de las dos manos de la Inmaculada que levantan a su recién nacido para ofrecerlo a la adoración de los cielos y de la tierra, de los ángeles y los pastores.
Y Belén aquí. Por eso este nuevo sacerdote ha levantado por primera vez sus manos para entonar esta mañana aquí la misma canción que cantaron los ángeles allí: Gloria de Dios en el cielo.
Y dentro de unos breves momentos el Calvario aquí: el Calvario, la inmolación de la víctima ofrecida a Dios desde Nazaret y desde Belén; la consumación de la misa comenzada allí. Mirad y oíd. Sobre el cerro tres cruces, como en ese altar: un crucifijo y dos cirios, aunque uno de ellos estuvo toda la misa apagado. Y hubo un momento de silencio pavoroso. Y de repente un golpe seco, bronco, duro; el golpear del metal sobre el metal, del hierro sobre el hierro, del martillo sobre el clavo.
Todas las voces se callaron, todos los alientos quedaron contenidos; y sólo se oía el golpear del hierro sobre el hierro; el golpear del hierro que parecía el martillo golpeando sobre la tarde, sobre la tierra, contra los cielos, sobre las almas. Estaban tocando a misa, tocando a alzar en el Calvario. Después, contra el cielo, se fue levantando la cruz, y en la cruz el cuerpo descoyuntado, desgarrado.
Y por espacio de tres horas aquel cuerpo se fue desangrando, se le fueron vaciando las venas y las arterias del corazón. Y a la hora de nona el agonizante levantó su voz, lanzó un grito poderoso y expiró. Todo esta consumado: era el podéis ir en paz de aquella misa; el sacrificio estaba consumado. Los cielos se enlutaron, y los ángeles apagaron el sol, como apagan los monaguillos los cirios en el altar al terminarse el santo sacrificio.
Dentro de unos momentos, las campanillas de los monaguillos nos van a recordar el golpear del hierro sobre el hierro de aquella tarde, ya no en los maderos cruzados, sino en los brazos de este jovencito, se va a levantar aquel cuerpo y aquella sangre, presentes también aquí, y también aquí místicamente, sacramentalmente separados. Y desde ahora todos los días esos labios separarán esa carne y esa sangre, y esos brazos y esas manos lo levantarán sobre el ara.
Esta es nuestra primera misión de sacerdotes. Y porque sabemos que es preciso que Cristo siga crucificado, porque sabemos que es preciso que Él siga muriendo para que el mundo viva, por eso seguiremos crucificándole y desangrándolo. Por eso en nuestro empeño obstinado de salvar al mundo, sigamos diciendo tenazmente: “Este es mi Cuerpo; esta es mi sangre”.
Lo decimos en los países libres con todo el ceremonial de la liturgia y en nuestros templos y a la luz del sol; y en los países esclavizados, detrás del telón de acero y de bambú, lo siguen diciendo nuestros hermanos sacerdotes. Lo dicen sin ceremonial litúrgico, clandestinamente: los que van a las fábricas llevando escondida la estola bajos sus monos de trabajadores; lo dicen los que celebran simulando una merienda con un pañuelo extendido, un mendrugo de pan y una copa de vino; lo dicen en los campos de concentración y en los calabozos, simulando un desayuno: por cáliz una taza de café, por formas unas tabletas de aspirina, por cirios un cigarrillo encendido en el cenicero. Y es que Cristo nos dijo que lo hiciéramos siempre en memoria suya y en todas partes.
Porque nosotros somos la prolongación del crucificado. Cristo ya no dice sus palabras de perdón sobre la adúltera, sobre la Magdalena, sobre el paralítico, sobre Zaqueo, sobre el buen ladrón. Y es preciso que esas palabras se sigan diciendo, porque la tierra sigue llena de mujeres perdidas y de ladrones -de ladrones de pistola, y de ladrones de guante blanco-, porque muchos necesitan esas palabras en la hora de la vida y sobre todo en la hora de la muerte, y somos nosotros labios de Cristo para decirlas.
Cristo ha enmudecido: dijo sus últimas palabras, sus siete palabras de moribundo, sus postreras palabras de Resucitado, y después calló. Y es preciso que siga hablando: es preciso seguir sembrando amor entre tantas siembras de odio; que siga diciendo las parábolas y las bienaventuranzas y el padrenuestro y el sermón de la montaña; y nosotros somos su voz y su palabra.
Cristo está paralizado: dio su último paso sobre la tierra hacia la cruz tendida en el suelo, dio su último paso de Resucitado cuando se echó a volar la mañana de la Ascensión; y es necesario que Él siga pisando en la tierra, que pise en todos los planos de la historia los pies desnudos, blancos y sangrientos del Crucificado, porque si no pronto los pisarán los cascos sucios de los caballos de Atila o los últimos jinetes del Apocalipsis. Y nosotros somos los pies de Cristo. Sí, nosotros somos Cristo. Por eso os anuncio un gozo grande: que en este joven os ha nacido el Salvador, os ha nacido Cristo. Nosotros somos Cristo. Esta es nuestra gloria y no necesitamos, no queremos otra.
Por eso, decidnos lo que queráis; decidnos que somos vulgares, decidnos que somos incultos, decidnos que somos ordinarios, decidnos que somos sórdidos, decidnos que somos pecadores, decidnos que no somos santos… y doblaremos humilladas nuestras cabezas, porque todo eso nos lo dice a todas horas nuestra conciencia. Decidnos que somos indignos: pero eso ya lo confesamos nosotros todos los días inclinados sobre el altar, cuando en una mano el Cuerpo de Cristo y golpeándonos el pecho con la otra, recitamos con dolorida sinceridad tres veces el “Señor, yo no soy digno”.
Asombraos de tanta dignidad en tanta indignidad: pero vuestro asombro no llegará nunca a nuestro asombro, el asombro de los que, conscientes de nuestra vileza, vivimos siempre abrumados porque Dios nos haya llamado y escogido, y nos sube irreprimible a los labios el grito de Isabel:¿de dónde a mí el haber sido visitado por la divina omnipotencia y el divino amor?
Ya lo sabemos y hasta sentimos el impulso de pediros perdón a vosotros por nuestra gloria y nuestra vileza, por nuestro poder y nuestra miseria…
Decidnos, si queréis, todo eso… Ah, pero no nos digáis que somos unos inútiles. Porque eso, eso, ya no sería verdad. No lo digáis los que sabéis que el hombre no es sino el vacío, la oquedad y la necesidad de Dios, y sabéis que somos nosotros los que llenamos el vacío de la divina ausencia, trayéndoos todos los días a Dios, al Cristo de Nazaret, de Belén y del Calvario.
No nos lo digáis los que sabéis que el mundo volvería a la barbarie si no pisasen en todos los puntos de la historia, como sobre las losas del Pretorio, los pies descalzos, blancos y sangrientos de Cristo. No nos lo digáis los que sabéis que el mundo necesita de Cristo y que nosotros somos, a pesar de nuestra indignidad, nosotros somos Cristo.
No, yo no debo, yo no puedo, yo no juzgo. Cuando, todas las mañanas, ahí, de pie, a solas con mi Dios, como Abraham en el monte Moria, como Moisés en el Horeb, como Elías en el Carmelo, mejor, mucho mejor, como Cristo en el Calvario, levanto la hostia pura, la hostia santa, la hostia inmaculada, la adoración de la creación visible y de los ángeles invisibles; cuando levanto el cáliz, lleno de la sangre de Cristo, corazón de la Iglesia, torrente circulatorio de la sangre divina, marea de la gracia, yo que creo, yo que sé que esa sangre es la gran necesidad de los hombres, de los justos y de los pecadores, de los vivos y de los muertos, yo no debo, yo no puedo, yo no quiero sentirme un inútil.
Cuando, en el comulgatorio, distribuyo el Pan de la vida, yo, que sé que el hombre es esencialmente hambre metafísica, hambre de Dios, lobo famélico de huesos y piel, que lanza en la estepa sus terribles aullidos de hambre, yo que sé que en ese Pan le doy a Dios, no debo, no puedo, no quiero sentirme un inútil.
Cuando a través de la rejilla de un confesionario o junto a la cama de un moribundo, he devuelto la paz a un alma turbada y he saciado su hambre de perdón, esa hambre que todos tenemos en la vida y que tendremos, sobre todo, en la hora de la muerte, yo no puedo, yo no debo, yo no quiero sentirme inútil.
Cuando recuerdo aquel día en que montado a caballo, con una cajita dorada sobre el pecho, en que llevaba a Cristo, subí solo las laderas de los Andes y allá arriba, junto al nacimiento de los manantiales, cerca de los heleros y de las nieves perpetuas en una choza de cañas y barro, encontré a un hombre, acorralado por la justicia y la injusticia de los hombres, con el corazón envenenado de odios y ansias de venganza, cuando recuerdo cómo lloró cuando le ofrecí el perdón de Dios, cuando recuerdo cómo sonrió ante la hostia consagrada, yo, aunque no hubiera hecho otra cosa en mi vida, yo no puedo considerar de otra manera esta: vida de indignos, sí; pero inútiles, no.
Y no digáis tampoco hombres negros, aguafiestas, envenenadores de las alegrías sanas de la vida. Porque eso tampoco sería verdad. Sí, vestimos de negro, como los tristes, pero podíamos vestir con más lujo que la reina de Saba, porque somos los mensajeros de la auténtica alegría. Vestimos de negro, como la noche, pero también como la noche traemos las estrellas y señalamos el alba; vestimos de negro, como los muertos, pero he aquí que vivimos y en nuestros labios y en nuestras manos, las fuentes de la vida; pero podíamos vestirnos con la púrpura imperial de Cristo Rey, porque somos sus mensajeros, mejor dicho, porque somos Cristo. Por eso yo no puedo sucumbir a la tentación de avergonzarme de vestir este hábito negro, que es mi uniforme de honor en las horas de mi vida y que todos los días pido a Dios que sea mi mortaja en la muerte.
Y nada más… Pero, sí: algo más para ti, hermano mío. Otro Cristo tú también. Pero eso no significa abrumado de gloria, sino de responsabilidad. ¿Quieres ser, a pesar de tu gloria, el más vil, el más desdichado, el más fracasado de los hombres? Sé un sacerdote indigno, un sacerdote apóstata, un sacerdote sacrílego, un sacerdote escandaloso. Acueducto de la divina gracia, pero tú cemento impermeable; zarza que llamea, pero que no se quema, salamandra que no se quema; manantial de vida, pero tú roca dura y resistente; pozo de aguas vivas para los demás, pero tú solo barro y cieno para ti; piedra miliaria, mojón de carretera, flecha indicadora para los demás, pero tú flecha fija sin vuelo y sin impulso; templo consagrado, pero sin sagrario, por donde Dios pasa, pero no se queda; palabra de Dios, pero tan sordo a su voz; cueva de Belén donde Dios todos los días nace, pero tú establo indigno; Calvario donde Dios todos los días muere, pero uno entre los verdugos… Decidme si hay monstruosidad y fracaso de vida como esa monstruosidad y ese fracaso.
¿Quieres ser todavía un desgraciado? Sé un sacerdote tibio, un sacerdote a medias, un sacerdote de compromiso, siempre en componendas con el demonio, el mundo y la carne. ¿Quieres ser el hombre más feliz de los hombres? Sé un sacerdote santo, un Cristo, pero un Cristo crucificado. Querer ser un sacerdote santo es tender las manos para que Dios te las clave, y Él te las clavará. Si eres un sacerdote indigno, te crucificará tu conciencia, te crucificará el demonio en su terrible cruz, la cruz de los desesperados, la higuera seca de Judas.
Y si no te crucifican ni Dios ni el demonio, ya nos encargaremos de crucificarte nosotros, tus hermanos. Sí, hermanos míos; cuantas veces crucificáis vosotros al sacerdote con vuestras sospechas injustificadas, con vuestras desconfianzas, con las torcidas interpretaciones a los hechos más elementales.
SIGUIENTE PÁGINA: 4. Serafín, el poeta