El agustino recoleto Serafín Prado (1910-1987) fue, según señala una placa en su casa natal de la localidad riojana de Estollo, «mantenedor de altos valores, maestro de teología dogmática y espiritual, educador y modelo de dos generaciones de agustinos, cantor de la Virgen de Valvanera y de San Millán a quienes llamó el amor de sus amores, orador y poeta siempre».
Durante los años de estudio de Serafín, el neotomismo era el sistema doctrinal y de enseñanza teológica, pero había perdido su impulso renovador. El profesorado se sustenta en la repetición de tesis y lecciones de manual. Los seminarios preparan predicadores y administradores de sacramentos, pero distanciados de la cultura general de la sociedad civil. Hasta tal punto de irrelevancia y esterilidad había descendido la enseñanza de la teología en España.
El papa Pío XI desea sanear esta situación, devolver categoría a los estudios y prestigiar los centros eclesiásticos. Conocedor de ello, el prior general de los Agustinos Recoletos, Gerardo Larrondo, se adelanta y ordena a los provinciales enviar religiosos jóvenes a Roma para cursar estudios superiores para que, una vez capacitados, sean en un futuro próximo profesores en los centros teológicos de la Orden.
Cuando en 1931 llega a la Pontificia Universidad Gregoriana, Serafín Prado se encuentra con unos planes de estudio de paradigma neoescolástico elaborados por voluntad expresa de Pío XI y por orden del prepósito general de la Compañía de Jesús, Wlodomir Ledochowsky. Neotomistas son la mayor parte de los profesores de fray Serafín, y se ayudan con libros de texto de contenido neoescolástico. Y neotomista es la formación de fray Serafín. Sus aficiones lo demuestran cuando toma como curso de libre opción “Los principios metafísicos de Santo Tomás”, dirigido por Charles Boyer.
Pero la distancia que separa al neotomismo hispano del romano es notable. El español es cansino, estático, reiterativo, prima el argumento de autoridad. El romano va abriéndose a la investigación y al estudio de disciplinas científicas que renuevan y transforman el método y la enseñanza de la teología. Serafín encuentra y aprende el manejo de dos instrumentos que van a permitirle superar la crisis en la que no pocos profesores de teología se verán atrapados tras el Vaticano II: las ciencias bíblicas y la teología espiritual. Quien luego será cardenal y es por estas mismas fechas prestigioso biblista, Agostino Bea, ejerce su magisterio y extiende su influjo en aulas y publicaciones universitarias. Y en la teología espiritual, que ya toma vuelo y gana altura, es Joseph de Guibert quien abre surcos nuevos.
Serafín Prado inicia su magisterio en el curso 1933-34 y explica variedad de materias en esos primeros años en San Millán, Marcilla y Lodosa. Cuando se embarca para Venezuela, el plan primitivo es acompañar a un grupo de estudiantes de teología para que finalicen sus estudios. Pero cuando se inicia el viaje, con Serafín no va estudiante alguno, sino tres sacerdotes más, destinados, como él, al servicio de la vicaría venezolana. En Caracas se dedica a actividades que remotamente tienen que ver con la encomienda primera.
Ésta es ejercida finalmente en Palmira, donde explica teología a un grupito de jóvenes religiosos en el curso 1942-43. Cuando estos jóvenes van a Colombia para continuar sus estudios, Serafín es destinado a San Cristóbal. Sólo el regreso de los teólogos a su casa venezolana posibilita que vuelva a hacerse cargo de ellos y, con ellos, viajar a España. Así se abre la etapa marcillesa de fray Serafín en 1948.
Son tiempos de reconstrucción. Las guerras han pasado y se mira al futuro con optimismo, también en la especialidad teológica. Son los años de la renovación bíblica, del movimiento litúrgico, de las colecciones patrísticas nuevas y de la apertura al ecumenismo. Se publican algunas de las obras más representativas de la teología de mediados de siglo: Jalons pour une théologie du laïcat, de Congar; Meditation sur l’Eglise, de Lubac; Essai sur le mystère de l’histoire, de Daniélou; los primeros volúmenes de los Schriften zur Théologie, de Rahner. A estos autores se debe la valoración de la metodología escolástica y neotomista como conceptualismo vacío, sin arraigo histórico, sin conexión con las fuentes bíblicas, patrísticas y litúrgicas, metodología para la que los dogmas prevalecen como fórmulas abstrusas sobre los misterios litúrgicos que son la principal fuente de gracia.
Serafín cultiva el pensamiento teológico francés, al que llega en la lengua original, y el alemán, mediante traducciones. Pero por urgencias pedagógicas adoptó el manual de teología dogmática de los profesores de la Compañía de Jesús, Sacrae Theologiae Summa (1952-58). Siempre puso en primer término el bien y el aprovechamiento del alumno. La precisión y claridad conceptual, de las que Serafín era decidido partidario, obligan e invitan a la metodología y la sistematización de este manual, presente en casi todos los seminarios de habla española hasta los años sesenta, aunque deja en la penumbra los elementos a los que, pocos años después, el Concilio Vaticano II concederá el protagonismo total en el nuevo modo de enseñar la teología.
La necesidad de reformar y enriquecer la carrera sacerdotal lleva a la Santa Sede a exigir una mejor preparación en las ciencias bíblicas, que tantos y tan profundos cambios experimentan. Una de estas exigencias es que cada centro disponga de un profesor habilitado por el Pontificio Instituto Bíblico para desempeñar esta cátedra. Y la Provincia de San Nicolás de Tolentino carece de él. Sin embargo, pide que se le encargue a Serafín Prado esa cátedra en Marcilla, lo que le es concedido.
Serafín no es un novato en estas lides. Sus estudios en Roma, a la sombra del ya superado, pero siempre válido, Josep Hanbenbauer y bajo el magisterio brillante de Agostino Bea, recobra conceptos y sistemas, y, ayudado por el manual Praelectiones Biblicae de Hadriano Simon, cubre la presencia de un especialista de la materia en el claustro marcillés.
La labor de fray Serafín adquiere una modalidad nueva cuando de la cátedra pasa a la investigación. En servicio del patrimonio cultural y espiritual de la Orden había participado ya en la catalogación del archivo de San Millán de la Cogolla, en la Semana de Misionología de Burgos de 1954, en diversos estudios y artículos sobre la espiritualidad agustino-recoleta o en hagiografías en los primeros 60…
El Concilio Vaticano II representa un antes y un después en el quehacer teológico de Serafín Prado. La neoescolástica no era suficiente para orientar y fundamentar las conciencias ante las necesidades internas de la Iglesia y los desafíos de la cultura contemporánea. Su dedicación al estudio va a permitirle asimilar con lucidez las enseñanzas del Concilio desde un profundo amor a la Iglesia, a veces muy crítico y realista y enormemente, casi crudamente, sincero.
Serafín Prado fue el gran difusor, el gran catequista de la doctrina conciliar dentro de su Orden. El medio más oportuno para hacer sintonizar a la Orden con el Vaticano II es la creación del Instituto de Espiritualidad Agustino-Recoleta. Serafín es nombrado presidente y director, con el objetivo de hacer inteligible, estimada y apreciada la vocación religiosa agustino-recoleta como medio de personalización y maduración.
Bajo su dirección, el Instituto celebra semanas de estudio; participa en la formulación de los elementos del carisma propio con los que se redactará el primer capítulo de las nuevas Constituciones postconciliares. En 1969 participa de la semana para formadores y en 1971 de una comisión de estudio sobre la vida religiosa. Serafín asume en todos estos trabajos la teología y exigencias metodológicas del Vaticano II: la Sagrada Escritura, y no el Derecho Canónico, es la fuente de donde mana el carisma de la vida consagrada.
Además, el proceso mental, espiritual y humano que el Concilio ofrece, para fray Serafín viene facilitado por la materia que explica, la Teología espiritual. Elabora con gran libertad unos apuntes, basados especialmente en el Dictionnaire de Spiritualité, Ascetique et Mystique fundado por quien fuera profesor suyo en la Gregoriana, el jesuita Joseph de Guibert. Además, entre 1971 y 1973 acudió a Madrid cada verano para formar a los religiosos hermanos de la Provincia sobre las nuevas orientaciones del Vaticano II.
Pero Serafín fue mucho más que un “profesor”. En realidad, supo encarnar desde la discreción un nuevo modo de formación, más humano, centrado en el acompañamiento, la conversación, el testimonio de vida y la visión espiritual y personal de la vida. Con su cercanía y sencillez supo ganarse a los jóvenes religiosos en proceso de formación, hacerles sentir la confianza cercana de un hermano mayor con quien hablar no sólo de teología, sino también de experiencias, de sentimientos, de procesos interiores. En este sentido, fue todo un pionero que supo estar por encima de las costumbres y de las convenciones de su época y abrió espacios a una formación humana, espiritual, psicológica y personal, mucho más integral y más allá de los libros y el intelecto.
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