Fotografía de Serafín Prado tomada durante su infancia. Archivo familiar.

El agustino recoleto Serafín Prado (1910-1987) fue, según señala una placa en su casa natal de la localidad riojana de Estollo, «mantenedor de altos valores, maestro de teología dogmática y espiritual, educador y modelo de dos generaciones de agustinos, cantor de la Virgen de Valvanera y de San Millán a quienes llamó el amor de sus amores, orador y poeta siempre».

Fray Serafín Prado Sáenz de la Virgen de Valvanera nació en Estollo (La Rioja, España) el 12 de octubre de 1910. En su casa natal luce, desde el primer centenario de su nacimiento, una placa que lo describe:

Agustino recoleto,
mantenedor de altos valores,
maestro de teología dogmática y espiritual,
educador y modelo de dos generaciones de agustinos,
cantor de la Virgen de Valvanera y de San Millán
a quienes llamó el amor de sus amores,
orador y poeta siempre.

Setenta y seis años condensados en siete renglones. Toda una vida plena y fecunda puesta a prueba desde el comienzo, bautizado de urgencia en el parto. No tuvo una infancia fácil: cuando aún no ha cumplido ocho años fallece su padre, con su madre aún embarazada de su hermano menor.

Fueron horas difíciles para la familia compuesta por Benita, la madre, y sus cinco hijos; el segundo de ellos, Serafín. En el reto de sacar adelante la casa participa también Serafín. El futuro catedrático se desenvuelve con soltura con los animales y las labores del campo sin privarse de la asistencia a la escuela, aunque ya casi no la necesita, porque viene muy despierto y se le está quedando pequeña.

Serafín es un chiquillo fuerte y refugio de hermanos y primos pequeños. Es valiente, de ojos pardos, pelo negro; es emprendedor y sensible. Conoce por su nombre montes, pagos, ríos, fuentes, caminos, sendas, peñascos; distingue cada árbol, cada planta, cada flor, cada ave, y vigila sus nidos más escondidos. Sus muchos amigos disfrutan observándole, escuchándole. Él es feliz en su valle. En él bebe poesía, como recordará años más tarde:

Yo he nacido, Madre mía, en las faldas de unos montes;
y, los vértigos sintiendo de sus vagos horizontes,
he bebido poesía en la luz de su extensión.

Desde su casa oye las campanas del convento de San Millán de la Cogolla e interpreta que éstas le llaman a la vida religiosa. A los doce años ingresa en el colegio de San José del monasterio. No era lo que su madre soñaba, pero desde entonces cada noche, alrededor del fogón, finaliza el rosario familiar con un padrenuestro “para que Serafín persevere en su santa vocación”.

Al nuevo colegial le va muy bien. Se siente ilusionado y feliz. Disfruta con todo. Pronto aplauden su vena literaria, demostrada en divertidas veladas. A excepción de la música, destaca en todas las asignaturas; y, encima, le sobra mucho tiempo. Tan es así que los superiores recurren a él para mil encargos dentro y fuera del convento.

Sus compañeros de aquellos años lo describen desbordante de alegría, gracioso, socarrón, inteligente, forzudo, trabajador… Monseñor Martín Legarra, agustino recoleto, prelado de Bocas del Toro y obispo de Santiago de Veraguas (Panamá), le dedicó ya en la vida adulta unas letras:

Serafín y yo entramos juntos en 1922 en el seminario menor de San Millán de la Cogolla. El era, desde entonces, de inteligencia privilegiada. […] ¡Sabía tanto! […] Solía darse la escena, curiosa y repetida, de un Serafín coloradote y rechoncho, sentado a la sombra de una encina, rodeado de curiosos muchachos que le escuchábamos con deleite y fruición.

Serafín mismo recuerda vivencias de colegial y las comparte, unos cuarenta años después, con los nuevos escolares. Les confiesa sus trastadas, sus peleas estudiantiles, sus juegos, sus ratos de aburrimiento en la sala de estudio, sus castigos por travesuras en las filas o patios:

¡Cuántas horas he pasado de rodillas en la sala de estudio, o en el comedor, o en los pasillos, y cuánta paciencia tuvieron que derrochar conmigo mis prefectos, subprefectos y ayudantes! Dios se lo habrá pagado a los que ya murieron y se lo pagará a los que todavía viven.

Superados los tres primeros cursos, ingresa en el noviciado de Monteagudo (Navarra) en 1925. Y a sus dieciséis años abraza la vida religiosa y retorna a su Valle para iniciar los estudios eclesiásticos. En San Millán cursará los tres años de filosofía con sobresalientes. La dedicación a la oración y al estudio no le impide cultivar su afición y gana varios certámenes poéticos y literarios.

Terminada la filosofía, con casi 19 años, continúa el estudio de la teología en Marcilla (Navarra, España), con notas muy buenas, y sigue produciendo poesía. Pero las circunstancias sociales y políticas de España hacen que, con otros tres estudiantes, y arropados por el prior general Gerardo Larrondo, se vista de paisano y cruce la frontera hacia Roma para proseguir los estudios.

A la Ciudad Eterna llega en septiembre de 1931. En la facultad de teología de la Pontificia Universidad Gregoriana obtiene el título de Licenciado en Sagrada Teología. En Roma emitió la profesión solemne en 1931 y es ordenado sacerdote en 1934. Regresa a España y durante cinco años enseña en los colegios de San Millán, Marcilla y Lodosa.

Su primera etapa como profesor de teología resultó fugaz. La guerra civil española había terminado, pero no sus secuelas, y le ha tomado el relevo la Segunda Guerra Mundial. Los peligros y temores aconsejan dispersarse por Filipinas y América del Sur. Para el joven teólogo el destino a Venezuela fue un vuelco. En 1940 llega a su primera comunidad venezolana, San Agustín de Caracas. Imparte clases diarias en varios colegios, uno de ellos el Fray Luis de León; completa las jornadas con alocuciones radiofónicas y editoriales y poesías en la prensa escrita.

A comienzos del curso 1942-43 estrena destino en el convento de Nuestra Señora de la Consolación en Palmira (Táchira). Pero en menos de un año se cierra esta casa y es enviado a San Cristóbal, donde permanecerá dos años escasos y desde donde misionó en la parroquia de Santa Bárbara de Barinas, distante algo más de doscientos kilómetros de pésimos caminos.

Sus dos últimos años venezolanos los pasó en Palmira como profesor de los jóvenes religiosos. Dos años más tarde el prior provincial manda que vayan a Marcilla los cinco estudiantes de Palmira con su profesor, Serafín Prado. Marcilla y el padre Serafín serán ya inseparables desde entonces: treinta y nueve años exactos.

Con su forma de ser y pensar hizo atractiva la vida religiosa a muchos jóvenes. Les ofreció en Marcilla lo mejor de su magisterio y apuntaló no pocas vocaciones. “Sus clases —cuenta un alumno suyo— eran una delicia. Y te enseñaba en los patios, en los pasillos, en cualquier lado y en cualquier momento; y nosotros tan contentos a su alrededor. Nos hablaba de temas que a nadie oíamos; su visión iba por delante de los tiempos, y nos los comentaba sin romper paredes, sin ruidos, con una amenidad y sencillez que nos ganaba”.

En 1955 estrenó nueva responsabilidad como prior. Mejoró las condiciones materiales de su comunidad, unos noventa frailes de diversas nacionalidades, con reformas y ampliaciones, algunas osadas para la época, como la piscina que manda construir al ahogarse un joven religioso en el río Aragón.

En 1958 es elegido consejero provincial, y ocho años después es nombrado por el prior general presidente y director del nuevo Instituto de Espiritualidad Agustino-Recoleta, por lo que organiza y presenta conferencias en Marcilla, Pamplona, Salamanca, Madrid… En 1962 publicó Espiritualidad agustino-recoleta, artículo que adelantó lo que el concilio Vaticano II reclamaría a las órdenes religiosas: definir su carisma.

Otro gran bien regalado a la Orden fue lograr que sus hermanos de hábito recibieran las enseñanzas conciliares con serenidad y gozo. Sería injusto olvidar su ayuda en el alumbramiento de las nuevas Constituciones de la Orden emanadas en el Capítulo General de 1968 y cuyo capítulo primero salió de su pluma.

La exuberante vida del padre Serafín empezó a apagarse en sus últimos años. La enfermedad iba cebándose en él; tras sufrir varias cirugías y amputaciones falleció en Pamplona el 19 de enero de 1987. Sus restos mortales reposan en la capilla-panteón de los agustinos recoletos de Marcilla.


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