Kamabai, capital de la región de Biriwa, al norte de Sierra Leona

Es éste un recorrido por la realidad de Sierra Leona, un país en el que los Agustinos Recoletos han dejado ya su marca. El autor, con el alma herida y enamorada tras un año en el país, narra su relato a veces en primera persona, otras desde la mirada objetiva del observador, con trazos de humor y de sueños de futuro para este país.

A. De la mano de Yeabu y Semptu

Yeabu y Semptu son hermanas. Yeabu, la mayor, tiene unos 15 años. Es casi el doble en tamaño que la pequeña Semptu, que andará por los siete u ocho. Las dos forman parte de la vida cotidiana de la misión de los Agustinos Recoletos en Kamabai (Biriwa Chiefdom, Distrito de Bombali, Sierra Leona).

Pasan desapercibidas a los ojos. La primera vez que las veas creerás que forman parte del paisaje, hasta porque están camufladas en él. Y es que siempre, en torno a las seis de la mañana, pasan juntas por el camino que discurre junto a la misión con una carga de unos 25 kilos de leña cada una en la cabeza: como el camuflaje en los cascos de los soldados de las pelis de Vietnam, pero a lo bestia.

Viven en Kawere, una aldeíta pobre de 100 habitantes compuesta de siete “baffas” o cabañas de madera y hojas de palma. Otras 25 familias viven a menos de una milla, junto a los campos que cultivan.

Cada día, de lunes a domingo, a la misma hora, Yeabu y Semptu pasan por delante de la misión para vender la leña en Kamabai. Eso les ha hecho ser merecedoras del título no sé si honorífico de “proveedoras de leña de la misión”. Esos 50 kilos de leña les reportan 4.000 leones (al cambio, unos 75 céntimos de euro).

Cada religioso, voluntario o visitante extranjero que se acerca hasta la misión de Kamabai es introducido en el mundo del trabajo infantil por las figuras Yeabu y Semptu. Y he querido que sean ellas las que te introduzcan en este reportaje.

¿Por qué? Por su historia personal. Unas vidas que machacan la conciencia de quien aún quiere creer en el ser humano, una imagen que retrata sin ambigüedades, también sin misericordia, la vida diaria en este país.

Cuesta decirlo, más cuando son personas que ves todos los días, pero lo cierto es que Yeabu y Semptu son esclavas. No, claro, nadie va a reconocerlo, la esclavitud parece cosa del pasado. Es mejor decir que no existe. Pero yo te digo algo más. Son esclavas para el trabajo en el campo, para la venta de madera y además, Yeabu, es esclava sexual de un desconocido al que hubiera querido poner nombre y rostro antes de salir del país. No para saludarle, sino para denunciarle.

La historia no es poco común. Tiene ingredientes sabor “Sierra Leona” que podrían formar parte de casi cualquier historia. La madre de las niñas vive en Kakéndema, a unos 15 kilómetros de aquí. Padre desconocido. Como no podía tomar cuenta de ellas, las envió a Kawere con una conocida que “las aceptó para criarlas”. Y eso la madre adoptiva lo cuenta con toda convicción, casi para que le des las gracias.

Desde que pisaron Kawere a corta edad, Yeabu y Semptu sólo han conocido una cosa: trabajar en el campo. De sol a sol. En interminables jornadas que comienzan a las cinco, cuando recogen la leña para, después, caminar las dos millas y media que las separa del centro de Kamabai y venderla. Luego les queda una larga jornada de trabajo inhumano en el campo y en la casa.

Como eso no era suficiente, un día apareció nuestro desconocido ‘amigo’ en la vida de Yeabu. Vive en no sé qué ciudad del sur. Compró a la niña hace dos años, cuando Yeabu tenía trece. Bueno, no, perdona, hablemos políticamente correcto. La pidió como esposa. Pagó a la familia adoptiva para que cuando viene por Kawere -según dicen una vez cada dos meses-, Yeabu ‘duerma’ a su lado. Eso es aquí “matrimonio”, disculpad por mi confusión con los conceptos. Aunque Yeabu nunca pudo decir sí o no a tal propuesta. Sólo pudo aceptarla so pena de maltrato. Como tiene que aceptar a ese hombre a su lado en las noches en que aparece.

Además, el “marido” dejó una consigna: que Yeabu no fuese a la escuela. Debo admitir que cuando oí esto es cuando la fama de “Buda” o “Gandhi” que me gané entre los Recoletos terminó de golpe. De ser un voluntario que preguntaba por qué las niñas no estaban en la escuela pasé a ser un energúmeno dando gritos, amenazando con la policía, e indicando que si Yeabu y Semptu no estaban en la escuela católica de Kamabai al lunes siguiente, volvería yo mismo a recogerlas a todas: a las dos pequeñas para llevarlas a la escuela y a la madre adoptiva para llevarla a la comisaría.

Por fin, un día, pagué el uniforme, se pusieron unos zapatos del contenedor (¡gracias, Valladolid!) y se me humedecieron los ojos cuando, a mediados de enero, vi a Yeabu con su pequeña pizarra escribiendo sus primeros garabatos a los 15 años.

Yeabu y Semptu siguen vendiendo madera. Pero ahora llevan bajo el brazo, siempre bien envuelto, como si fuese más valioso que un bolso de Gucci, el uniforme escolar azul. Las dos han empezado a saludar en krio, un idioma que les puede abrir la puerta de atrás del inglés que aprenderán en la escuela y que les permitirá relacionarse con cualquier sierraleonés. Porque hasta ahora sólo hablaban limba.

B. ¿Pero qué le pasa a este mundo?

La historia de Yeabu y Semptu lacera sentimientos. Como la muerte de bebés; o la desatención de los adultos hacia los peques; o el hambre; o las historias de brujas para amedrentar al personal; o el desprecio de la mujer; o las relaciones de abuso y explotación del prójimo; o la muerte por enfermedades prevenibles y curables. ¿Qué le pasa a este mundo para que esto exista a seis horas de avión de Madrid?

El 9 de enero de 2011, 35 personas se reunieron en el Centro Pastoral de Kamabai, citadas por la Subcomisión de Justicia y Paz de la Diócesis de Makeni. El vicepresidente y el secretario de esa Subcomisión, que son ambos profesores en Kamabai (¿signos de esperanza y de orgullo? ¡claro que sí!), habían reunido a lo más granado de la sociedad: ancianos, líderes juveniles, el imam de la mezquita, el “speaker” (uno de los cargos del poder local), representantes de los estudiantes y profesores de todas las escuelas (católica, wesleyana y musulmana), la Policía, las amas de casa, el “chief” o jefe de Masaramankay (el barrio de Kamabai donde está la Misión), el párroco (el agustino recoleto Manuel Lipardo)…

La Subcomisión presentó los puntos más candentes en las desigualdades sociales y que requerían de atención por parte de todos. Fueron en este orden:

  • Desigualdad y violencia de género: la situación de la mujer.
  • Trabajo infantil y castigo físico en la familia y en la escuela.
  • Matrimonio infantil.
  • Financiación por cobros ilegales en algunos colegios (aclaremos, no católicos).
  • Sociedad Bondo y mutilación genital femenina.
  • Embarazos adolescentes y expulsiones de niñas en las escuelas.
  • Política: falta de transparencia y corrupción.
  • Tribalismo: luchas de poder y tensión entre limbas y mandingos.
  • Abuso sexual, indefensión de la mujer e impunidad de los hombres.
  • Tráfico de seres humanos: venta de menores para el trabajo en el campo.
  • Fracaso escolar: desempeño de los alumnos en los exámenes oficiales.

Es un retrato robot de lo que pasa ahí fuera, a unos metros de mí mientras escribo esto, de los retos que se afrontan de manera inmediata si se quiere dar dignidad a las personas que aquí viven.

Para curar es necesario diagnosticar. Y para diagnosticar es preciso conocer. Por eso presentamos diez claves que pretenden dar una imagen global y real de esta realidad, hacer un primer diagnóstico que sirva después para la acción.

Los profesores de las escuelas católicas en Kamabai luchando por los derechos de todos, o Yeabu y Semptu garabateando letras en el cole, son señales de que un año aquí valió la pena. Pese a las marcas en el corazón, al sangrado de las emociones, pese a la soledad de la lucha contra elementos que te superan con creces.

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