Es éste un recorrido por la realidad de Sierra Leona, un país en el que los Agustinos Recoletos han dejado ya su marca. El autor, con el alma herida y enamorada tras un año en el país, narra su relato a veces en primera persona, otras desde la mirada objetiva del observador, con trazos de humor y de sueños de futuro para este país.
Las brujas vuelan. Si ves la ceremonia de la Bangbani sin estar iniciado, la nariz se te cae y sangras para siempre. Si duermes entre las 6 y las 8 de la tarde, en el primer atardecer, los muertos pasan en los sueños y te llevan. Hay poderosas “witch gun”, armas de brujas, y con un módico precio puedes mandarle a alguien dolores en la rodilla para el resto de sus días. Si le das de mamar a un bebé que no es tuyo y mantienes relaciones sexuales con tu marido, no tendrás hijos, y si los tienes morirán. Los “supernatural man”, los sabelotodo, también por un precio “justo” te desvelan cualquier asunto: si tu mujer te pone los cuernos, quién robó un balón o qué enfermedad padeces. Ah, y no se te olvide, ciertos bosques están llenos de fantasmas y es mejor no ir por ellos a solas. Por cierto, el bosque al lado de la misión es uno de ellos. Y, desde luego, las sociedades secretas son el único modo de crecer en la sociedad y de hacerte hombre (Bganbani) o mujer (Bondo), según tu sexo. Incluyendo que te arranquen para siempre órganos de tu cuerpo.
Parecen tonterías y chistes, pero todos se lo creen a pies juntillas. Intentar una discusión lógica sobre estos asuntos es lo mismo que darte cabezazos en la pared. Esa sabiduría es superior a cualquier otra, sea religiosa (musulmanes y cristianos se lo creen todo eso por igual) o científica.
Lo peor es que imponen una sociedad del miedo, con la falta de libertades asociada a ello; y, por otro lado, puede que aún más triste, están sustentadas en lo de siempre: el dinero y el poder. Detrás de esas creencias se mueve un dineral que va a parar a manos de los jefes, los hombres sobrenaturales y los avispados engañabobos. Y también se mueve una poderosa influencia que hace que las decisiones de los que mandan sean más fáciles: el pueblo nunca va a rechistar.
Se celebraba un encuentro de la Bganbani, la sociedad masculina. Al amanecer, cada sección vuelve a su aldea. Los de Kassassie tienen que pasar por delante de la misión. En cuanto oí los tambores de aviso (unos niños tocan un peculiar toque que indica “si no eres iniciado, corre o escóndete”) busqué una cámara.
Inmediatamente unos niños, entre ellos Yeabu y Semptu, que iban a vender la leña, entraron corriendo en la misión y despavoridos se escondieron detrás de la casa. Así no verían la Bganbani, ni la Bganbani les vería. Su nariz no se caería.
A los quince minutos pasó la sección Bganbani, lo que ningún no iniciado puede ver. Bueno, ninguno menos yo. Tenía una cámara y no quería perdérmelo. Grabé a los peques de Kawere muertos de miedo y me dirigí a la puerta de entrada. Si alguien decía algo, había previsto mi respuesta: estoy dentro de mi casa, y en mi casa nadie me va a decir dónde tengo que estar y dónde no. Pero nadie dijo nada.
Fue toda una decepción periodística. Lo que vi y grabé era un grupo de hombres borrachos, no muy diferentes a los borrachos del resto del mundo. Algunos hasta posaban. Sólo uno de ellos se cabreó, debía ser el mandamás, y les pidió que siguiesen caminando sin mirarme ni posaran para la foto, pero a mí no me dijo ni “mú” y ninguno de sus compañeros de sección le hizo mucho caso.
Unas horas después llegó Sorie, el cuidador del quintal de la misión. Es miembro de la Bganbani de Kassassie, aunque no iba en el grupo de la mañana. Quise tantearle: “Sorie, mira, he grabado a la Bganbani, y ni se me ha caído la nariz ni estoy sangrando”. Su respuesta fue, para mí, patéticamente aclaratoria: “Es que ahora sabemos que eso no funciona con blancos”. Vaya, al final era una cuestión de razas.
Por la tarde les expliqué el asunto a algunos de los chavales, sólo para ver qué decían. La respuesta fue un poco más amenazante para mí, aunque ellos se reían a carcajadas al ver mi increencia. Mohamed, uno de ellos, me dijo: “Pero es que no tiene por qué ser inmediato; espera, espera, ya verás más adelante, ya verás”. Mohamed ni es ni quiere ser de la Bganbani. Pero seguirá corriendo como una liebre en cuanto oiga el toque de aviso.
Un mes después sigo escribiendo esto con mi nariz puesta y sin sangrar, y tengo dudas de cuándo me pasará: puede que sean efectos a largo plazo, pero muy largo. Sería gracioso si no fuera real. Porque el miedo y la influencia que provocan son reales. Y la sangría económica que Bondo, Bganbani, hombres sobrenaturales, jefes y brujas crean en las familias es también real. Y la mutilación genital femenina también es real. Y entonces todo esto deja de ser una anécdota graciosa para convertirse en una mala pesadilla.
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