Es éste un recorrido por la realidad de Sierra Leona, un país en el que los Agustinos Recoletos han dejado ya su marca. El autor, con el alma herida y enamorada tras un año en el país, narra su relato a veces en primera persona, otras desde la mirada objetiva del observador, con trazos de humor y de sueños de futuro para este país.
La guerra duró diez años y han pasado otros diez desde que terminó. Pero quedó grabada en las mentes de quienes vieron sus imágenes y en los cuerpos de quienes la sufrieron en primera persona. Aún hoy muchos creen que viajar a Sierra Leona puede ser peligroso por la violencia, pero están muy engañados. En Río de Janeiro una vida puede tener el precio de un teléfono móvil, pero aquí en Sierra Leona nadie se expondrá por un billete de mil leones (20 céntimos de euro).
Las armas fueron barridas del país hasta el punto de que ni la policía las lleva. Uno de los programas de la ONU incluyó su prohibición total con una cláusula anexa: se entregó mucho dinero por cada una que era entregada y con la garantía de que no se harían preguntas. Dejabas el arma, ponían el dinero en tu mano y te ibas. En un país de miserias tales no quedó ni una en las casas.
Pero la guerra sigue ahí, no ya en forma de violencia, sino de hundimiento económico. El país perdió todo: fue una sangría de materias primas malvendidas para la compra de armamento y el pago de mercenarios; se destrozaron todas las redes viarias y de comunicaciones; las empresas y la inversión extranjera huyeron y no volvieron; los que tenían dinero y preparación desaparecieron y dejaron el país seco de profesionales que siguen hoy en Inglaterra y Estados Unidos; escuelas, hospitales, redes eléctricas, todo lo que fuese productivo, cayó.
Ni la ayuda internacional ni las ONGs (éste es el único país que conozco donde los vehículos de ONGs tienen matrículas diferenciadas del resto del parque móvil, por cierto) han conseguido que diez años después las cosas fuesen como antes.
Además, las catástrofes humanitarias que han aparecido en los últimos cinco años (maremotos, huracanes, inundaciones, sequías, terremotos y guerras nunca oficialmente comenzadas ni oficialmente terminadas) han dado mucho trabajo; al no haber aquí más violencia, el mundo ha mirado hacia otros lugares que, no lo podemos negar, necesitaban más ayuda en ese momento.
Socialmente, lo ocurrido es a primera vista un milagro, pero no sé hasta qué punto es positivo. Me explico: ha habido una auténtica reconciliación nacional y los rebeldes que ayer violaron a tus hijas antes de degollarlas o cortarlas el brazo son hoy tus vecinos. Todos lo saben, pero todos callan.
Nadie quiere saber nada de violencia, se quedaron muy cansados, y con razón. La guerra pasó y acabó. Uno de los pintores del equipo de trabajo de la misión había sido jefe rebelde en Binkolo, muy cerca de Kamabai, y había perseguido a los misioneros con la intención de secuestrarlos. Diez años después no dejó de tener trabajo por eso; lo perdió por robar en la casa de la misión mientras pintaba.
El problema es que, agregada a esa especie de perdón universal, ha venido una compañera indeseable: la impunidad. Robar (eso sí, siempre sin violencia y nunca delante de ti), mentir, estafar, ser corrupto, manejar el poder para el propio beneficio, abusar de la mujer y de las niñas, nada tiene consecuencias. Absolutamente nada. Según la versión más extendida, “hay que perdonar y olvidar”. Entonces hay patente de corso y, por ende, desconfianza continua y hacia todos.
No sé si esa impunidad existía antes de la guerra. El caso es que hoy hiere profundamente a los más débiles, los explotados, los engañados, los esclavizados, los sin voz. Y la misma impunidad impuesta en la postguerra para comenzar de cero sin revanchas (ojo, también sin justicia) ha pasado a la vida social, las relaciones económicas, la vida de las familias. Y eso creo que dista mucho de ser positivo.
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