Es éste un recorrido por la realidad de Sierra Leona, un país en el que los Agustinos Recoletos han dejado ya su marca. El autor, con el alma herida y enamorada tras un año en el país, narra su relato a veces en primera persona, otras desde la mirada objetiva del observador, con trazos de humor y de sueños de futuro para este país.
En el contenedor nos mandan leche y papillas para los niños. En un lugar con un índice de desnutrición tan grande es como oro en paño: salva vidas. Para repartirla, comencé a seguir un criterio que me parecía objetivo: sólo daría a los niños que por receta médica demostrasen esa necesidad. No tenemos leche para todo el Biriwa.
Esta vez el cabreo llegó más o menos pronto. ¿Recuerdan el ejemplo de hipérbole del “Érase un hombre a una nariz pegado” de Quevedo? Bueno, pues esta vez no fue exageración alguna: me vino con la recetita firmada por el señor Sesay, el enfermero, que no médico, de Kamabai, una mujer con unos pechos dignos de tal verso y cargando a las espaldas un sonriente, guapo y rechoncho bebé. Sólo no estaba rosadito y con coloretes por el color de su piel.
Algo no funcionaba. Indagación. Y misterio resuelto: Sesay había comenzado a vender las recetas de desnutrición, sí, vender, porque en la misión repartían leche gratis a quien llevaba la receta. Negocio redondo: vendo lo que no doy.
Así están las cosas en el ámbito de la sanidad. En la región de Biriwa no hay un solo médico titulado, y hay unos pocos centros de salud dirigidos en todos los casos por enfermeros que ejercen de médicos y cobran un absurdo por cualquier cosa.
La ley es clara: la atención a menores de cinco años y gestantes es gratuita. Pero es uno más de los muchos papeles mojados de la legislación sierraleonesa. En los hospitales públicos se venden con todo el descaro las medicinas dentro de la caja con la leyenda en inglés: “Prohibida su venta. Donación de la Unión Europea”. Nadie saber leer, ¿qué más da que esté eso escrito? Y nadie, aunque lo supiera, protestaría: todos querrían ser médicos para hacer lo mismo.
La atención sanitaria brilla por su ausencia. En un simple paseo de observador verás heridas mal o nunca curadas, infecciones horribles, muertes de niños y adolescentes por tonterías curables con un simple antibiótico.
Una mirada al paso previo, la prevención, es todavía más desoladora. Falta absoluta de higiene, relaciones sexuales promiscuas sin protección, creencia absoluta en los curanderos tradicionales y las hierbas mágicas, falta de seguridad en el trabajo cuando éste es peligroso, carencia de alerta ante el peligro, niños dejados de la mano de Dios en la calle en cuanto saben ir a gatas, falta de tratamiento de las aguas y de conservación de los alimentos… En resumen: la vida de cada día es una bomba de relojería para la salud de las personas.
Uno de los campos de acción más importantes del voluntariado en la misión de Kamabai es la atención sanitaria. En 2010 unas 2.500 personas han sido tratadas, lo que refleja la enorme necesidad en esta área. Digo esto porque la misión no es un hospital y sólo abre consulta cuando hay un profesional voluntario en ella. La mayor parte han sido menores de cinco años (en torno al 65%).
Las principales patologías detectadas han sido malaria, tifus, enfermedades de transmisión sexual, infecciones por heridas no curadas, contracturas del aparato motor por el trabajo en el campo o la costumbre de llevar grandes pesos en la cabeza, presión alta por alimentación inadecuada, cura de heridas, neumonías, elefantiasis, hernias e hidroceles.
Los médicos y enfermeros no solamente pasaron consulta en Kamabai. También acudieron a realizar tratamientos especiales a personas sin movilidad. Así, las aldeas de Kakendema, Kathathina, Kathekeyan, Mile 14, Kayonkro y Kassassie II recibieron la visita de especialistas de la salud en diversas ocasiones.
Posiblemente ésta es una de las tareas que más desazón provocan en los misioneros y voluntarios. Al enfrentarse con esta realidad, siempre surgen cosas inesperadas, inexplicables, incongruentes e incompatibles con la dignidad humana.
Uno de los enfermeros voluntarios comenzó a atender a una mujer. La mujer se quejó de esos dolores tan habituales por el trabajo con posturas muy forzadas. De repente el voluntario se dio cuenta de que el bebé a las espaldas de la madre tenía las manos completamente quemadas, en carne viva, infectadas, con fiebre altísima. Una herida que de no ser tratada significaba muerte por infección en unas pocas semanas. Pero la madre… ¡había cogido número por su dolor de espalda!
Lógicamente, el enfermero trató al bebé y le dijo a la madre que más que pastillas para el dolor habría que haberla puesto a ella en la cárcel. Creo que ni siquiera lo hacen por malicia. Es una mezcla de ingredientes mezclados en porcentajes variados según la persona: ignorancia, falta de sentimientos hacia unos hijos fruto de un matrimonio de conveniencia y no de amor, egoísmo, ley de la selva (sólo resiste y vence el más fuerte, no importa quién, cómo y cuántos se queden por el camino).
Los casos y las anécdotas en este campo son tantos, demasiados, que de ser relatados todos estoy seguro que más de un lector creería que están inventados por la mente malévola de algún escritor checo del absurdo o del pesimismo existencial. Pero, infelizmente, nada es imaginación: es lo que hay.