Las autoridades políticas decidieron celebrar un día de agradecimiento a los donantes y bienhechores de la misión. En el trasfondo, siempre hay un interés por ganar votos en las elecciones nacionales.

Es éste un recorrido por la realidad de Sierra Leona, un país en el que los Agustinos Recoletos han dejado ya su marca. El autor, con el alma herida y enamorada tras un año en el país, narra su relato a veces en primera persona, otras desde la mirada objetiva del observador, con trazos de humor y de sueños de futuro para este país.

La sombra de la duda se echa encima de la función pública. En el mundo occidental, los políticos aparecen como los principales culpables de una crisis sin precedentes. En el Oriente Medio, las plazas públicas son escenarios políticos de más importancia que los Parlamentos.

En África nada es como en el resto del mundo. Por debajo del Sáhara no hay revoluciones. Y no es que no se sepa lo que hacen quienes mandan: se envidia. No hay maestro que no sepa cuántas escuelas fantasma existen. Así los políticos cargan en sus cuentas privadas los salarios de los profesores fantasma y las estadísticas aumentan el número de alumnos y baja el porcentaje de analfabetismo.

La corrupción está tan metida en el tuétano que nadie se queja de eso. Si se manifestaran en la plaza, su pancarta diría: “Yo también quiero parte del pastel” o “Quiero otra escuela fantasma para mi cuenta corriente”.

En Kamabai se produce algo extraño. Cuando preguntas a un chiquillo qué quiere ser de mayor, algunos todavía dicen lo de “médico” o “profesor”. Pero es que me he encontrado ya con varios futuros “presidente” o “ministro de Hacienda”: acceso libre y directo a las cuentas. Porque saben que es eso lo que hace el ministro.

El poder en Sierra Leona es un pequeño caos de fuerzas paralelas y ámbitos entremezclados sin definición clara de competencias. Hay partidos políticos y elecciones en ámbito estatal; hay jefes locales monárquicos absolutos en el ámbito local; y hay tribus con sus propias tradiciones y modos de organización social. Todo eso junto es una amalgama extraña y poco práctica. Pero, sobre todo, injusta.

La historia contemporánea de Sierra Leona ha estado cargada por el peso específico de esta injusticia. Cuando los británicos se marcharon, dejaron la región de la Capital con un modo occidental de gobierno, elecciones libres y democracia. Sin embargo, en el resto del país, que ni siquiera estaba en el protectorado (así el Imperio se ahorró dolores de cabeza), los gobernantes de su majestad no deshicieron las estructuras de poder local de tipo monárquico, sino que las usaron a su favor.

Fue uno de los problemas primeros que resolver por la nueva nación, que este 2011 cumple 50 años de independencia. Y se decidieron por ese modo mixto por bien de la paz interna: el gobierno de la nación y las cuatro ciudades más importantes (Freetown, Bo, Kenema y Makeni) tienen un sistema político de democracia universal. Al presidente y a los alcaldes de esas cuatro ciudades los elige el pueblo.

El poder regional y local sigue en manos de los jefes absolutistas. En las regiones hay un “Paramount Chief” que manda sobre todo; su territorio se divide en diversas secciones, dominadas por un “Section Chief”. Y en cada aldea hay un “Chief” que, en la práctica, funciona igual que un monarca medieval con todos los poderes en su mano. Casi hasta con el de pernada.

Para añadir un poco más de complicación, está la influencia poderosa de las tribus. Por ejemplo, todos los presidentes de la nación son mirados con lupa y temen a la hora de formar el gobierno, pues inmediatamente se contará, pesará y medirá el poder y el número de miembros de cada tribu en el gabinete.

Todos los partidos políticos, en sus estatutos y por ley, afirman ser nacionales y no tribales. Sin embargo, la realidad es que la tradicional división de “izquierdas” y “derechas” de las democracias occidentales aquí no es ideológica, sino regional: los partidos con apoyos mayoritarios en el Norte o en el Sur.

El resultado final se acerca al caos. El poder local, el más importante para el día a día del ciudadano, no tiene como objetivo el bienestar social, sino la supervivencia de la familia y los privilegios del jefe. No hay ayuntamientos, aceras, agua, limpieza, archivos, registros, no hay estructura alguna. No hay inversiones. El jefe tiene poder ejecutivo, judicial y legislativo, y lo usa para su propio bienestar. Y nadie rechista.

Los políticos nacionales, por su parte, viven en una especie de esquizofrenia. Frente al exterior, en un país aún dependiente de organismos internacionales, legislan como quiere la ONU, el Banco Mundial o los grandes donadores (a la sazón, Unión Europa, Estados Unidos y China). Hacia el interior, mantienen contentos a los monarcas absolutos locales y compran votos fortaleciendo las tradiciones oscurantistas que mantienen al pueblo callado.

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