El obispo agustino recoleto David Arias pronunció esta homilía con motivo de la inauguración del nuevo edificio de CARDI.

Recorrido sobre los 50 años de atención de los Agustinos Recoletos en los Hospitales de la Ciudad México, la acomodación de esa atención a los nuevos retos y visión del proyecto Centro de Acompañamiento y Recuperación de Desarrollo Integral (CARD) desde la perspectiva de los enfermos, sus familiares, los voluntarios, la red de apoyo, la sociedad mexicana y los religiosos recoletos que lo promueven y gestionan.

En su homilía de inauguración del nuevo edificio CARDI, el obispo agustino recoleto David Arias quiso probar el profundo “agustinismo” que sale de las entrañas del CARDI. Un proyecto social ideado, gestionado y contemplado siempre desde el propio carisma de sus fundadores, los Agustinos Recoletos.

En todo esto del CARDI hay algo que nos lleva a Agustín, a ese gran hombre que con su palabra y con su vida fue un faro de luz para la humanidad. Agustín en su juventud vivió una vida como tantos jóvenes de ayer y de hoy. A los 33 años se enteró de que la felicidad no estaba por ahí y comenzó a discernir dónde estaba: ‘Nos hiciste, Señor para Ti y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que no descanse en Ti’.

Había por fin descubierto que la felicidad consistía en hacer la voluntad de Dios. Pero se daba cuenta de que sólo con sus fuerzas le resultaba imposible ser un buen cristiano. Después de una gran lucha interna, le dijo al Señor estas palabras: ‘Señor, dame lo que me mandas y mándame lo que quieras’.

Agustín había leído a San Pablo, a quien le había pasado lo mismo y a quien Dios le había dicho: ‘Te basta mi gracia’. Y eso es lo que Agustín pedía ahora a Dios: su ayuda, su gracia. Y fue con esta ayuda, con esta gracia de Dios, como pudo cambiar de vida y realizar esa obra admirable: enseñar, escribir, predicar, preocuparse de los enfermos, ayudar a los pobres, a los necesitados, etc.

Pero Agustín no era una persona para vivir en la soledad. Necesitaba con quien orar, trabajar y compartir. Por eso reunió un grupo de amigos y colaboradores para estudiar, compartir y llevar a cabo la tarea que Dios había puesto sobre sus hombros. Son los agustinos.

Para ellos escribió una Regla de vida que comienza con estas palabras: “Ante todo, queridos hermanos, amen a Dios sobre todas las cosas y después, a todos los demás, porque esto es lo que Dios nos manda”.

Lo primero era llenarse de Dios con la oración y después no poner límites a lo que Dios les mandara. Esa es la herencia que Agustín dejaba a sus hijos: amor a Dios y amor a los demás. “Ama y haz lo que quieras”. Si de verdad amas a Dios no harás nada que le pueda ofender, si de verdad amas a los demás no harás nada que les perjudique. Sí, ama y haz lo que quieras.

Los agustinos son amantes de la libertad, de la libertad para hacer el bien, lo que Dios manda. Ahí está su historia de 1500 años trabajando por Dios y haciendo el bien a tantas personas en todo el mundo: unos en la enseñanza, otros en parroquias, otros en hospitales, otros en las misiones y en tantas otras actividades. Pero todos con el amor bullendo en su corazón, con esa inquietud agustiniana que les espolea en su actividad apostólica.

Esa inquietud apostólica es la que les ha llevado a todos los lugares del mundo; y México no es ajeno a ella. Poco tiempo después de que los hijos de san Francisco de Asís plantaran las primeras semillas del evangelio en México, llegaron también los agustinos a Tenochtitlán, a Hidalgo y Michoacán para anunciar la buena nueva de Cristo. Era el 1531.

Cuando los agustinos decidieron adoptar el ‘aggiornamento’ propuesto por el Concilio de Trento, nació dentro del jardín agustiniano la flor de la Recolección, los Agustinos Recoletos. Y pronto esos agustinos recoletos estaban ya ahí en la calle de Tacuba, cerca de la catedral de México, donde pusieron una residencia para los misioneros que viajaban de España a Filipinas, en su paso de Veracruz a Acapulco. Aquí, en México, se reponían, estudiaban y ejercían su labor apostólica.

Con el correr de los años los Agustinos Recoletos deciden intensificar aquí su labor apostólica y así a partir de mediados del siglo XX ya los vemos en Xochimilco, Aculco, San Felipe del Progreso, Chihuahua, Querétaro, Veracruz, Cuernavaca, y diversas colonias del Distrito Federal, como Lomas de Chapultepec, El Valle, Churubusco, Pantitlán, Avante, Educación, Tecamachalco y Tlalpan.

Todavía me acuerdo yo cuando aquellos pioneros, trabajadores incansables, con el P. Antonio Sádaba al frente, llegaron aquí a Hospitales. El arzobispo de México, consciente de la labor ingente que requería la atención pastoral de este enorme complejo hospitalario, pidió a los Agustinos Recoletos que se hicieran cargo de esa tarea. Ellos aceptaron la petición y así, en 1961, comenzaron su andadura en este lugar.

Por aquí han pasado muchos de ellos. Aquí han enseñado la palabra de Dios, han acompañado a miles en su lecho de dolor, han llevado el consuelo y alivio a sus familiares y amigos y han orado por aquellos que se han ido ya a la casa del Padre, han compartido el dolor con los tristes, un día sí y otro también, por semanas, meses y años.

Esa es la labor perseverante, agustiniana, de los que por aquí han pasado durante los últimos 50 años, con los 50.000 enfermos que aquí llegan anualmente, más doctores, enfermeras y empleados que aquí laboran. Creo en aquello que dice San Agustín: ‘No hay trabajo demasiado grande para un corazón que ama’.

Ellos lo han demostrado con su presencia. Este trabajo no ha sido la labor aislada de algunos sacerdotes, sino un esfuerzo corporativo, llevado a cabo con el apoyo espiritual, fraterno y económico de la Recolección Agustiniana. Ella ha animado y estimulado también un voluntariado que ha respondido generosamente al llamado de Cristo de amar al que sufre, consolar al triste y ayudar al necesitado.

Este Centro Agustino Recoleto de Desarrollo Integral brota de la fe o, como dice San Pablo, de una fe que opera a través del amor (Gal.5,8). Un sueño de años que, para realizarlo, hubo que despertar primero. Desde entonces ha costado cinco años llevarlo a cabo. Hoy nos alegramos todos, pero especialmente los que tuvieron ese sueño y pusieron manos a la obra para realizarlo. Estoy seguro de que cada uno de ellos encontró la confianza y la fuerza en Jesús, a quien cada uno de ellos le diría con San Agustín: ‘Señor, dame lo que me mandas y mándame lo que quieras’.


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