Convento de Marcilla.

Juan Barba, pintor madrileño fallecido en 1982, maestro de la penumbra y del desgarro, es un pintor tan desconocido como sorprendente. Parte de su obra ha salido a la luz en los últimos meses, haciéndole resurgir de las cenizas de la historia del Arte. Los Agustinos Recoletos y su espiritualidad fueron durante muchos años una de sus fuentes de inspiración.

La obra de Barba en la iglesia de Santa Rita de Madrid y su amistad con Antonio Cruz, un joven recoleto al que da clases de pintura, serían garantía para lo que puede llamarse segundo ciclo de obras de Barba para un templo de los Agustinos Recoletos: las obras de los santos de la Familia Agustino Recoleta y los cuatro evangelistas que realizó el pintor en la iglesia del convento de los Agustinos Recoletos en Marcilla (Navarra).

Este convento fue fundado por los Agustinos Recoletos el 20 de abril de 1865 en un antiguo monasterio de bernardos. La iglesia, de estilo toscano, mide 35,50 x 7,80 metros, con dos capillas laterales y un crucero de 18 metros.

El convento fue durante muchos años el centro de estudios de la provincia y sede de los estudios teológicos y filosóficos. En él han ultimado su carrera sacerdotal centenares de religiosos de los que hoy están por todo el mundo, circunstancia que hacía importante dotar a la iglesia de la simbología e imágenes típicas de la espiritualidad recoleta.

Sin embargo, fue muy lento el proceso de creación de lo que hoy se puede admirar como un conjunto de cuatro grandes cuadros de santos (San Agustín, Nuestra Señora de la Consolación, San Nicolás de Tolentino y San Ezequiel Moreno) y las cuatro pechinas de la cúpula de la iglesia con los típicos cuatro evangelistas de la tradición artística católica.

Una copia de Nuestra Señora de la Consolación

Entre 1961 y 1965, al poco tiempo de haber terminado Barba la cripta de San Nicolás en Madrid, proceso en el que se vio acompañado durante muchas horas por su alumno de pintura y agustino recoleto Antonio Cruz, el prior del convento de Marcilla le encarga al joven alumno de Barba pintar dos cuadros, uno de Nuestra Señora de la Consolación y otro de San Agustín, para la iglesia del convento marcillés.

Esta iglesia, que los Recoletos regentaban desde 1865 y había sido previamente templo de un monasterio bernardo, no tenía aún los símbolos propios del carisma y espiritualidad de los Recoletos. Preparando el centenario de la presencia recoleta, se pensó en dotar a la iglesia de las representaciones más propias de las iglesias recoletas.

Antonio Cruz comenzó a copiar el cuadro de Nuestra Señora de la Consolación que Juan Barba había hecho para la escalera que baja a la cripta desde el atrio en la madrileña iglesia de Santa Rita. El propio Barba le ayudó en este proceso y la copia fue satisfactoria para ambos, maestro y alumno. Esta copia aún se puede ver en el convento marcillés, hoy situada en la conocida como “escalera real” de la parte más antigua del edificio.

Pero para la imagen de San Agustín, Antonio Cruz no tenía original posible que copiar, pues Barba no había recibido ningún encargo de un San Agustín. Por tanto, en esta primera fase, el convento marcillés no contó más que con la copia de la Consolación de Madrid hecha por el alumno recoleto del pintor.

La colección de los santos de la Familia Agustiniana de Barba

No fue hasta mediados de los años 70 cuando de nuevo coincidieron Juan Barba  y la aún no satisfecha demanda de los religiosos de Marcilla de contar con imágenes de la propia espiritualidad en la iglesia conventual.

El encuentro fue fortuito y en Madrid. Con motivo de la boda de su hijo en la cripta de San Nicolás de la parroquia madrileña de Santa Rita, Juan Barba retocó la cripta para limpiarla y que reluciera durante la celebración.

Al mismo tiempo, uno de los religiosos de Marcilla se encontraba en la Parroquia, como solía hacer cada verano, para ayudar en el servicio pastoral. Puestos en comunicación uno con otro, se resucita el viejo deseo de conseguir que Barba pinte un San Agustín. Sabido es que el autor solía huir de los encargos directos, pero esta vez lo aceptó. Corría el año 1976.

San Agustín.

El proceso de pintura fue largo, en algunos momentos incluso retrasado por los propios problemas económicos del pintor. Junto con la obra ya terminada envió algunos bocetos, aunque en realidad no se sabe si los hizo antes o después que el cuadro. Durante el proceso creativo no los mostró, pese a que había prometido enviarlos a los religiosos.

Finalmente, el lienzo de San Agustín fue instalado en la iglesia y algunos religiosos de la comunidad mostraron su impacto por el cuadro y su factura: detalles como el rostro argelino del santo de Hipona, la escena general escogida, la simbología de los detalles.

Barba llegó a explicar algunos de estos detalles: San Agustín está sobre una roca, lo que viene a significar la firmeza de la doctrina del santo, que ilumina a las gentes sencillas que están a la izquierda. Pero para llegar a la roca hay unas gradas, que simbolizan el camino ascensional que exige llegar a la cumbre. Los dedos del santo están agarrados a esa roca, casi hincados en la sabiduría.

Además, Barba añadió un lagarto que entra por la roca y unas orugas que aparecen en una hoja. Desde el punto de vista simbólico, el lagarto es para el autor la vileza del mundo que huye de la verdad del Evangelio; las dos orugas son la inteligencia que se amolda a la apariencia de las cosas, pero no es la sabiduría verdadera, que está en la santidad. El árbol tiene raíces profundas al estar entre rocas y las ramas podadas son el proceso de conversión y la poda de pasiones que hizo San Agustín en su propia vida.

En la parte inferior del cuadro están la mitra y el báculo, símbolos del episcopado. Y hay dos hojas de su vida caídas: el episodio juvenil del robo de las peras y la visión de Ostia con su madre Santa Mónica.

En el cinto del santo hay un tintero. Cicerón decía que los escribientes llevaban el tintero en la correa. Este detalle Barba reconoció no saberlo, y pintó ahí el tintero “porque en alguna parte debería tenerlo”. Además, entre los detalles, el dedo del santo con el que maneja la pluma está manchado de tinta.

Barba se sintió especialmente satisfecho por el cuadro, al que dedicó mucho tiempo de elaboración y un intenso estudio previo para elegir detalles y formas.

Nuestra Señora de la Consolación.

El resto de cuadros de santos de la iglesia marcillesa fueron encargados por la curia provincial de los Recoletos ante la petición de los religiosos de Marcilla, que se habían sentido impresionados por la fuerza y garra del cuadro de San Agustín. Se le encargaron San Nicolás de Tolentino y el entonces beato (y hoy santo) Ezequiel Moreno. Además se quiso añadir un cuadro de nueva factura de Nuestra Señora de la Consolación.

La Virgen está sumamente humanizada y tiene la sencillez de la humildad obediente. Contempla con compasión el mundo por el que un pequeño ángel le ruega y pide ofreciendo las virtudes que todavía subsisten en él.

Por lo demás, y como dice Barba, “todos los entes infantiles alados representan la pureza rodeada de la excelsa ingenuidad virginal que corresponde a tal Reina, que se ha merecido ser Madre de Dios encarnado en Cristo”. Así lo describía en una carta con el lenguaje propio de la espiritualidad del momento.

San Ezequiel Moreno.

En el caso del cuadro de San Ezequiel Moreno, el hábito original no llegaba hasta los zapatos y Barba hubo de añadir lo que faltaba una vez que había entregado el lienzo. Este añadido es fruto de una curiosa anécdota: Barba dijo que no había visto muchos hábitos, aunque en la cripta de San Nicolás de Madrid aparecen varios religiosos de hábito en la escena de la llegada a Filipinas o un joven fraile que ayuda a San Nicolás en la eucaristía. Ya en Marcilla, pidió que uno de los religiosos se pusiera un hábito delante de él y añadió la parte que faltaba en el cuadro.

El libro del cuadro “representa la historia de todo vivir. Cada día es una hoja de ese libro, que hay que leer con suma atención, reflexionándolo muy bien. De ahí su expresión atenta a la lección correspondiente”.

Los corderos que Barba puso simbolizan aquellos seres que “sin tantas luces rodean por instinto, inducidos por saber misterioso, a aquel que les va a proporcionar el pasto de la verdad santa”.

San Nicolás de Tolentino.

Para el cuadro de San Nicolás de Tolentino, Barba contaba con los referentes de la gran cripta madrileña. Sin embargo, optó por tomar como modelo el rostro del modelo de Giotto.

El ángel poderoso y piadoso, lleno de amor, representa a la Iglesia que da poder al hombre para liberarle de la cadena de su pecado. Además, San Nicolás llegó a ser patrón de la Iglesia Universal en algún momento de la historia. El que esté adherido a otro ente, que en este caso puede ser mujer, representa que todo pecador no es liberado solo. Según Barba, con la salvación “pasa como con las cerezas: que echas mano a una y te llevas varias”.

“Las piedras representan que hay pecadores que están endurecidos, son como piedras”. Como es habitual en Barba, el ángel que aparece detrás de San Nicolás tuvo como modelo a la mujer del artista; así como en uno de los ángeles que rodea a la Virgen de la Consolación está el rostro de una de sus hijas.

Los cuatro evangelistas.

Barba se trasladó posteriormente a Marcilla para pintar a los cuatro evangelistas en las pechinas de la cúpula de la iglesia conventual. Durante ese tiempo, su mujer le acompañó y se hospedó en el pueblo, fuera del convento. Durante su estancia en el monasterio, el pintor nunca comentó la forma de inspiración que tenía; no se mostró como un hombre muy expansivo y sólo hablaba de lo que se le preguntaba. Como si el carácter huraño de sus primeros tiempos hubiese reaparecido.

Su vida desgarrada pudo verse en esa época: al mismo tiempo que asistía al coro o se le encontraba en la iglesia rezando o meditando, tuvo una crisis de dependencia alcohólica que hizo que su mujer le convenciera para volverse a acabar el trabajo a casa en Madrid.

Por ello, las pinturas de las pechinas fueron divididas, cada una, en cinco pedazos de lienzo. Más tarde, cuando llegó el proceso de colocación, hubo en algunas que cortar lienzo y en otros casos añadir (como en el de San Juan Evangelista).

El pintor partió de la tradición cristiana para pintar a cada uno de los evangelistas con su habitual simbolismo: el toro (Lucas), el león (Marcos), el hombre (Mateo) y el águila (Juan).

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