Juan Barba, pintor madrileño fallecido en 1982, maestro de la penumbra y del desgarro, es un pintor tan desconocido como sorprendente. Parte de su obra ha salido a la luz en los últimos meses, haciéndole resurgir de las cenizas de la historia del Arte. Los Agustinos Recoletos y su espiritualidad fueron durante muchos años una de sus fuentes de inspiración.
A la cripta de San Nicolás se accede desde el atrio del templo, bajando una escalera en la que se sitúa el lienzo de Nuestra Señora de la Consolación comentado anteriormente.
Es una perfecta circunferencia de 16,50 metros de diámetro, con una altura variable según sea el centro (5,50 metros) o el arranque (3,50 metros). Está ubicada debajo de la gran nave del templo, justamente en su centro geométrico, a seis metros bajo el nivel de la calle. No estaba prevista en el proyecto inicial, pero al comenzar las obras de cimentación se apreció que el terreno se ahondaba y creaba un acusado desnivel.
Una posible solución hubiese sido hacer un relleno de tierra, pero se pensó en algo más provechoso y atrayente: construir una cripta y dedicarla a San Nicolás de Tolentino, que, como titular de la Provincia de los Agustinos Recoletos que encargó la iglesia, se merecía algo más que un simple altar lateral.
Diseñada la iglesia y cripta por los arquitectos Antonio Vallejo y Fernando R. de Dampierre, la cripta es un cinturón de cemento armado, protegido de las humedades por una cámara de aire o tabique que la rodea casi en su totalidad: hasta veinte centímetros del techo y otros veinte del suelo. Como resultado, sobresale el muro de hormigón armado, un panel de ladrillo macizo, enfoscado con cemento, de unos veinte centímetros. Este panel, de 130,52 metros cuadrados, quedó así preparado para recibir el procedimiento pictórico.
La elección del pintor
Lo más llamativo de este recinto fue su posterior decoración, para la que Vallejo y Dampierre llamaron a Juan Barba. El contacto se produjo por carta, tras ver los arquitectos, en una casa particular, una Última Cena del artista. Quedaron tan impresionados de la maestría y garra de Barba que prescindieron de inmediato de otro candidato que en aquellos momentos preparaba el proyecto.
Dados los antecedentes de Barba y su idea de la libertad creadora, sólo aceptó el encargo cuando Vallejo le dijo: “ahí tiene todo el sótano para usted solo: haga usted lo que quiera”, tal como dijo el arquitecto en una entrevista en 1998.
El anecdotario en torno a esta obra es profuso. Incluso en determinado momento los Agustinos Recoletos recibieron la propuesta de vender el conjunto pictórico completo por parte de un comprador que pretendía trasladarlo a Nueva York.
El procedimiento técnico
Tanto las técnicas como los útiles usados para pintar la cripta son de una creatividad nunca ceñida a la ortodoxia repetitiva del oficio. Barba usaba cañas de tres metros de longitud a las que ataba los carboncillos, brochas y pinceles para dominar la perspectiva y el espacio en el que trabajaba.
El dominio de la anatomía, la composición y las calidades, unidas a una simbología extraída del Evangelio de San Juan, generan una obra llena de armoniosa tensión, tanto plástica como anímica.
La factura es “directa”. Barba no hace bocetos definidos de las escenas o personajes que va creando, nunca corrige nada de lo ya pintado. Su entusiasmo en la cripta de Santa Rita, a la que dedicó once meses de trabajo, a veces día y noche, se plasmaba en que ni se acordaba de comer.
Barba se enfrentó en total libertad a la que sería la obra más laboriosa de su trayectoria, “su obra”, dada la magnitud de las dimensiones del recinto. La superficie pintada es de 32 metros de largo (el paño mayor tiene 23,13 metros de largo, y el segundo 8,5) por 3 metros de alto.
Barba no recurrió al fresco tradicional, sino a una técnica oleísta mate que él consideraba la más apropiada para este tipo de mural, por la proximidad a la que iban a estar lo espectadores. Consideraba que la pintura al fresco es más apropiada cuando hay una cierta distancia, mientras que el óleo está concebido para ser visto de cerca, ya que permite el detalle y hasta puede tocarse con la mano sin sufrir desperfectos. No obstante, aunque las escenas están muy trabajadas, tienen un aspecto fresco y suelto.
Una vez que se decidió por el óleo, se dieron al muro varias capas de yeso, sobre las que realizaría sus primeros dibujos. Aunque esta rapidez pudo ser fatal para la obra, luego vio que había sido mejor así, ya que el yeso absorbente terminó formando un todo entre la pintura y el muro.
En noviembre de 1958, uno de los religiosos le conoció así:
“Un día desciendo a lo que va a ser la cripta de San Nicolás de Tolentino, llena aún de escombros y sin pavimentar siquiera, y allá me encuentro a un hombre menudito, nervioso y absorto en sí mismo, que, con una larga caña terminada en un carboncillo, va trazando sobre el muro figuras geométricas. De inmediato me acepta como amigo y compañero, pero me pone una sola condición: no ha de haber curiosos mientras trabaja”.
Cuando comenzó a hacer los primeros diseños y bocetos a carboncillo sobre la pared, ni siquiera le importaban demasiado los posibles desperfectos que pudieran causar los operarios que aún trabajaban a su alrededor. Según contó Barba, al abrir la primera carta de propuesta de los arquitectos, “no lograba entender nada de nada. El boceto era de forma rectangular y había que aplicarlo a una pared en circunferencia. Luego comencé a ver cosas, como un cinemascope. Así que lo primero que tuve que hacer fue llegar a la cripta, ver sus paredes y luego hacerme una primera idea de los claros, de las zonas de sombra, salvando siempre el sentido religioso, que es lo que más me interesaba. El sistema que empleé fue coger un papel, mancharlo de negro y luego, sobre el negro, iba calculando y lo iba componiendo”.
Podemos decir que el sistema seguido por Juan Barba consistía en coger una tira de papel continuo, de 50 cm de ancho, pintando de negro la zona central, unos 30 cm. Cuando aún estaba húmeda la pintura, dibujaba sobre ella con un punzón, por dar éste unos trazos muy expresivos. Una vez seca la superficie, empezaba a componer a base de manchas. Este boceto aún se conserva en el Archivo histórico de los Agustinos Recoletos.
Poco más necesitaba este pintor. Y es que quizá lo más sorprendente de esta cripta es la escasez de bocetos acabados, ya que su imaginación creadora le bastaba para dar forma a sus ideas, no necesitando más que de papel y lápiz para un rápido bosquejo, que luego sus manos concretaban rápidamente en la pared.
La temática y su plasmación en la pintura
Para la cripta, Barba eligió como tema distintos pasajes de la vida y milagros de San Nicolás de Tolentino, y puso como punto culminante la figura de Cristo. La dividió en dos mitades: en el lado derecho prima el blanco y negro, el mundo oscuro; en el lado izquierdo, el color, símbolo de la gracia y de la presencia de Dios.
Para Barba, más importante que el tema reflejado en la pintura son las sensaciones que quiere transmitir al espectador; muchas de sus figuras, pese a estar simplemente esbozadas, son tremendamente expresivas. Por otro lado, él considera que un tema es auténtico cuando está extraído de la vida real, pero expresando siempre un sentimiento.
A Barba le preocupa la naturaleza humana, y quizá por eso estudia a los grandes maestros, sobre todo del siglo XVII, renovándolos con la energía y dinamismo del siglo XX. En su obra veremos la religiosidad y misticismo de El Greco, la calidad y mesura de Velázquez, los oscuros empastes de Rembrandt, la factura suelta y la expresividad de Goya. Eclecticismo que no cae en la mera copia, sino que se decanta en un estilo propio lleno de fuerza y desgarro.
Barba rechazó el intelectualismo y la frialdad del arte de vanguardia, al igual que “el ideal” clásico; como él mismo dice, “el arte griego es un arte perfecto, ideal, pero le falta lo humano, lo imperfecto, le falta emotividad… Otro tanto ocurre con la escultura romana, perfectamente trabajada, pero le falta lo que es humano, la vida. Es como si estuvieran llenos de fórmulas. Yo no quiero ser perfecto, quiero sentir; yo me muevo con sinceridad, sin tapar defectos, sin disimular nada”.
La imagen de Cristo
Como eje del gran mural, en el ábside, y sirviendo de fondo al altar, tenemos la figura de Cristo envuelto en una aureola de luz en forma de “V”, símbolo del Espíritu Santo, a la vez que da al conjunto una sensación de ingravidez y de ascenso.
En un principio, el pintor concibió como tema central del mural a la Trinidad, al estilo de El Greco, con Dios Padre sujetando al Hijo muerto y ambos envueltos por la luz del Espíritu Santo. Finalmente, el pintor madrileño se decantó por dar un tratamiento más simbólico y conceptual, dejando como único testimonio de Dios sus manos esbozadas; de forma que Cristo emerge de la luz del Espíritu apenas sostenido por la adivinada presencia del Padre.
“Yo quiero simbolizar eso, que el Padre Eterno se materializa, en cierto modo, en Cristo”, explicó el autor.
En este impresionante Cristo crucificado no hay cruz, ni clavos, ni corona de espinas; pero ahí está su cuerpo, delgado y espiritual, como víctima inmolada por la salvación del mundo, y cuyo sacrificio es conmemorado a diario en el altar. La cabeza del Cristo está así “por el ambiente espiritual y anímico de entrega, siempre dispuesto a aceptar la voluntad del Padre”.
La realidad se ha sublimado, no interesa copiar formas ni relatar hechos, lo importante es la idea, el espíritu. Esto explica que no se busque el estudio anatómico, la belleza física ni la proporción; el cuerpo de Cristo, sin peso ni volumen específico, como si quisiera elevarse al Cielo, parece desintegrarse, fundirse con el fondo, deformándose a favor de una mayor expresividad.
Es evidente que estamos ante una estética manierista, que nos recordaría a El Greco en su última época, a sus figuras nerviosas y llameantes, rezumando vehemencia y espiritualidad, a su colorido de brillos metálicos que parece convertirse en luz, una luz blanca y fría como la que emana de este Cristo, inundando todo lo creado.
En esta escena la técnica empleada es un tanto extraña: al fondo el óleo está muy aguarrascado, dejando partes del yeso al descubierto; la figura de Cristo, sin embargo, se soluciona como un dibujo que el pintor refuerza con barra de cera y delicados toques de pincel.
La misa de San Nicolás de Tolentino
A la izquierda del altar, desde el centro hasta la Capilla del Cristo de la Reconciliación, donde se sitúan las escaleras de subida al atrio de la iglesia, tenemos escenas de la vida de San Nicolás de Tolentino. Es la parte donde el color predomina.
La primera representa a San Nicolás celebrando la Eucaristía ante la imagen simbólica de Cristo. A su espalda, un fraile recoleto levanta el borde de su casulla y toca la campanilla durante la consagración. Dos ángeles de cuerpos blancos y casi transparentes, como simples emanaciones de la Divinidad, lo coronan con el nimbo de santidad. La postura forzada y en escorzo del ángel que da la espalda al observador crea profundidad a la escena.
San Nicolás es representado a contraluz, de perfil, como un hombre imberbe y joven, aunque su rostro demacrado y cetrino por los sacrificios y ayunos le hacen parecer mayor. Su aspecto realista, teñido de cierta expresividad deformante, contrasta por un lado con el aspecto etéreo e irreal de los ángeles y, por otro, con la veracidad serena del fraile que le acompaña, para el que Barba hizo posar a Antonio Cruz, agustino recoleto que le acompañó durante los trabajos en la cripta y posteriormente se convirtió en alumno del pintor.
Barba solía tomar como modelo a gente de su entorno —familia, amigos— o personas de la calle, aunque para los personajes sagrados prefería inventarse los rostros. Aquí, sin embargo, hay mucho del realismo austero y lleno de plasticidad de Ignacio Zuloaga; pensemos, por ejemplo, en “El Cristo de la Sangre”, en donde el personaje de primer plano, cubierto con una capa roja y con un enorme cirio en la mano, nos recuerda formal y estéticamente a este joven fraile, a su esbelta silueta, a su manera de inclinar la cabeza en señal de respeto y a su bien formada cabeza, al perfecto sombreado de su rostro y a la intensidad con que aplica los colores, en este caso el negro profundo de su hábito.
Detrás del santo y de su acólito vemos una turba de fieles: ancianos, mujeres, niños, muchos de ellos enfermos o lisiados, gentes humildes que solían conformar el universo del santo agustino. Es evidente que del mundo divino y sobrenatural del altar hemos pasado, a través de San Nicolás, al mundo terrenal, donde las figuras, poseedoras ya de volumen y color, muestran sus miserias humanas. Algunos personajes elevan sus rostros deformados al cielo, otros contemplan arrobados al santo, y otros inclinan la cabeza y juntan las manos en callada adoración.
Es pintura expresionista, que no se para en los detalles ni en las formas, sino que intenta decir algo, aunque sea a través de la fealdad o deformación de la realidad.
La técnica es impresionista, a base de grandes brochazos dados casi al azar, que convierten a algunos de estos devotos aldeanos en simples borrones o manchas de color. El óleo lleva como diluyente cera virgen disuelta en esencia de trementina y aceite de linaza refinado, con lo que da una pincelada poderosa y transparente. Las tonalidades son manieristas, huyendo de los colores puros y cálidos para buscar los matizados y fríos: azules, malvas, verdosos y tornasolados, más claros y desvaídos cuanto más cercanos al altar.
Aunque la luz es también fría y apenas contrastada, en la escena hay un deseo de crear espacio, jugando para ello con zonas casi vacías y otras repletas de gente, con voluminosos personajes en primer plano y otros, al fondo, meramente esbozados. Un detalle que llama la atención por su ambigüedad está en la mujer vestida de rojo, que escucha arrodillada al santo, estrechando contra su pecho a un niño enorme y voluminoso que parece flotar en el aire.
Lo cierto es que este pintor impregna sus obras con un estilo sumamente personal: niños, viejos, brujas, descampados aterradores, demonios, escenas misteriosas de su propia vida, pueblan un oscuro mundo que sobrepasa cualquier pesadilla, pero conmociona porque está lleno de humanidad, ternura y resonancias de lo olvidado y lo eterno.
Juan Barba muestra aquí las continuas referencias a los grandes maestros españoles y extranjeros. Así, vemos algo de El Greco en la técnica deshecha y en esas mujeres, vestidas de amarillo, que ocultan sus rostros con enormes mantos, y que también podrían recordarnos a la María Magdalena del Calvario de Veronés (Louvre). Los rostros deformados y expresivos de muchos aldeanos son vestigios de Goya.
Los dos personajes arrodillados junto a la mujer de rojo, uno con un tosco capote castellano de principios del siglo XX, y el otro con su cabeza apoyada en un cayado, parecen sacados de Ignacio Zuloaga. Por último, son claras las referencias a la pintura naturalista, que partiendo de los Bassanos triunfa en España en el siglo XVII y que vemos en figuras como la del tullido que, junto a la roca, eleva implorante los ojos al cielo.
Predicación de San Nicolás de Tolentino
La escena siguiente, separada de la anterior por una gran roca de la que mana agua, nos muestra a San Nicolás predicando. Para Juan Barba, la fuente simboliza “el agua viva” que Jesús promete a la Samaritana (Jn 4,9-17) y que se transmite por medio de la palabra. De ahí que la gran masa de enfermos busquen saciar su sed, no sólo de agua, sino de palabra.
Es ésta una escena iluminada por una luz fría que no se sabe exactamente de dónde procede, y con un colorido más desvaído y monótono que en el pasaje anterior, predominando los ocres, rosas, grises y blancos, que junto al plomizo del cielo, crean un conjunto de gran dramatismo e irrealidad.
A la derecha, vestido con el hábito negro agustino recoleto ceñido con correa como únicos atributos iconográficos, aparece San Nicolás de Tolentino subido sobre un sencillo estrado de madera, humilde preludio del futuro púlpito; abre sus brazos y mira al cielo pidiendo misericordia para todos los que le rodean, gentes desdichadas, más enfermas del alma que del cuerpo, y a los que parece decir aquella frase que siempre repetía al dar la bendición: “Tened mucha fe en Dios y Él os salvará”.
Es aquí, en esta parte del mural, donde el pintor no intenta que el espectador perciba las imágenes, sino que quede afectado por las sensaciones que ellas le transmiten.
Un epiléptico semidesnudo y en plena crisis centra la composición con un espacio vacío en primer plano, con el que parece invitarnos a entrar. El cuerpo del enfermo es de un blanco marmóreo, como si no tuviera sangre en las venas. Describe un escorzo tan forzado que nos hace pensar en el “San Marcos liberando a un esclavo” de Tintoretto o en “La conversión de San Pablo” de Caravaggio. El eclecticismo es claro, decantándose en esta ocasión por el arte italiano manierista o barroco más expresivo.
La figura se retuerce dramáticamente; su mano izquierda, en escorzo, se proyecta de tal manera hacia el espectador que parece salirse del marco, mientras su brazo derecho repta convulsivamente, sus piernas se encogen y su rostro, con la boca abierta y los ojos entornados, adquiere una expresión ausente y vacía. No hay que olvidar que este tipo de figuras semidesnudas, de cuerpos retorcidos y rostros desencajados, fueron muy del gusto del pintor. Junto a él, una mujer joven trata de sujetarlo con sus brazos:
“Yo he querido que esa mujer fuera a la vez la musa, el ideal, la poesía, el amor. Es la mujer del ‘poseso’ y el enfermo. Ése soy yo”, explicó Barba. Parece ser que la mujer del epiléptico es el retrato de su propia esposa, mientras que él se representa como el enfermo que hace sufrir a los que le rodean, sobre todo a su familia, tanto desde el punto de vista económico como moral. Quizá buscaba hacerse perdonar.
Otro grupo cargado de dramatismo es el que forman los dos hombres amarrados a una cruz, peregrinos tal vez, por la calabaza que uno de ellos lleva atada a la cintura. Habría que pensar que estos dos personajes “representan a los penitentes, a los cristianos, con la cruz que cargan cada día. Éstos encuentran justificación a su pesada carga en las frases de Jesucristo: ‘quien quiera seguir en pos de mí, que coja su cruz y me siga’ y ‘venid a mí los que andáis agobiados, que yo os aliviaré’”.
Por otro lado, y haciendo honor a su conocido eclecticismo, el pintor no duda en mezclar distintas concepciones técnicas y estéticas. En los penitentes se decanta por la pincelada pastosa y oscura, en la que posiblemente amasó el óleo con serrín, creando superficies muy rugosas y rostros enormemente expresionistas, muy cercanos al Goya de “Los desastres de la guerra” o de “Las pinturas negras”. Es posible que los claros, incluso, los haya sacado “a lija”, rompiendo y rasgando el mismo dibujo para obtener el modelado.
Sin embargo, en la mayoría de las mujeres (como en el caso de la esposa del epiléptico, la pasta se diluye y aclara, las superficies se hacen tersas, los rostros adquieren más realismo y belleza, a la usanza de los manieristas italianos del siglo XVI, ya sea Andrea del Sarto, Pontormo o Bronzino.
Un poco en esta línea se sitúa la mujer que, sentada en el suelo y con un niño en los brazos, contempla extasiada al santo; aunque representa uno de sus pies en una increíble postura, podría estar inspirada en alguna de las taciturnas figuras que Miguel Ángel pintó en los lunetos de la bóveda de la Capilla Sistina; de igual manera que el niño desnudo de formas redondeadas y bracitos levantados, recuerda en su postura al “Moisés salvado de las aguas”, de Veronés.
Por otro lado, no deja de ser chocante que coloque, junto a esta mujer de piel blanca y aspecto amanerado, a un muchacho que bien podría ser cualquiera de los niños mendigos tantas veces representados por los Bassanos o, ya en el siglo XVII, por Murillo. Pensemos, por ejemplo, en su “niño espulgándose” del Louvre.
En efecto, es como si Juan Barba hubiese querido formar un variopinto “collage”, tomando de aquí y de allá personajes de los pintores de antaño que más admira, no preocupándose demasiado si las figuras armonizan entre sí, o si guardan cierta proporción: el santo tiene un tamaño mucho más pequeño que los crucificados o que el epiléptico. Sin embargo, no hay que descartar que con ello, quizá, intente dar una sensación de profundidad, disminuyendo el canon de los personajes de izquierda a derecha, en lugar de hacerlo de fuera hacia dentro.
Visión del purgatorio
En el lado de la Epístola, desde el altar hasta las escaleras que conducen a una pequeña capilla con una talla moderna de la Virgen del Carmen, y de ahí a la sacristía, tenemos una patética visión del Purgatorio.
Una de las anécdotas de la vida de San Nicolás de Tolentino es que se le apareció un fraile recién fallecido pidiéndole oraciones. Él santo vivió en el momento en que cristalizaba en la Iglesia la doctrina teológica sobre el purgatorio. Esto lo hizo acreedor del título de protector de las almas del purgatorio, patrocinio aprobado por León XIII el 10 de junio de 1884. Además, este tema es una constante en la representación iconográfica del santo.
Es éste un lugar donde no penetra la luz y donde el color ha desaparecido, dando paso a una envolvente monocromía con predominio de los grises-azulados; un purgatorio sin llamas, donde el mayor sufrimiento no es el dolor físico, sino la forzosa separación de Dios, traducida en el caos y en la creciente oscuridad al alejarse de Cristo.
En todas las figuras hay un palpitante sentimiento de angustia y de desesperación que las hace mirar ansiosas al lugar donde brilla la luz, retorcerse o levantar los brazos implorantes, abrazarse llenas de terror o simplemente esperar, acurrucadas y silenciosas, a que llegue la hora de su redención y puedan volver a ver a Dios.
El deseo de expresividad y movimiento descompone sus cuerpos desnudos y repulsivos, alargando sus miembros desmesuradamente; en sus rostros las facciones se agrandan y deforman convirtiéndose en caricaturas, a veces de rasgos negroides. Expresividad deformante, ausencia de luz y pincelada gestual que nos lleva a relacionar este pasaje con el infierno dantesco que Miguel Ángel pintó en “El Juicio Final” de la Capilla Sistina, máximo exponente del expresionismo manierista.
Aquí, no obstante, se incluyen elementos simbólicos, más propios de la mentalidad barroca contrarreformista; así las almas más lejanas a Cristo, a la Luz, yacen entre una calavera y unos huesos descoyuntados, un libro abierto sobre el que pululan serpientes, símbolo de la soberbia del saber y de la lujuria, una bolsa de monedas y un cofre del que cuelgan algunas joyas que aluden a la codicia y al poder del dinero; alegorías, en definitiva, de lo terreno y efímero, que después de la muerte pierden todo su valor.
Las más cercanas a la luz tienden sus manos a un ángel vestido de fuego que las conduce hacia la Salvación, mientras que las ya purificadas e inundadas de luz son acogidas por otro ángel que las presenta a la Divinidad. Sólo entonces sus cuerpos recuperan el volumen y el color, para a continuación diluirse en resplandores de luz.
La técnica se resuelve aquí a grandes brochazos de óleo. Tonos ocres y tierras para los cuerpos de las almas redimidas, azules y granas para las telas. En los ángeles, de contornos más concretos, el pintor saca las luces y el modelado con lija, dejando entrever el yeso del fondo. El autor ha elegido el extremo inferior derecho de este paño para colocar su firma y fechar la obra.
La llegada de los primeros misioneros Agustinos Recoletos a Filipinas
Pasadas las escaleras que, al lado de la Epístola, suben a la Capilla de la Virgen del Carmen y a la sacristía, y cerrando esta serie de pinturas murales oscuras del lado derecho, tenemos la llegada de los primeros Recoletos misioneros a Filipinas en 1606.
Como en la escena anterior, el color se reduce al negro y a las distintas tonalidades gris verdoso o azulado, con algunos reflejos de blanco. Mientras que en el purgatorio la ausencia de luz tenía un sentido escatológico, aquí la razón de la oscuridad es que los misioneros llegan a un pueblo que aún no tiene la luz de Cristo.
La composición se organiza mediante dos diagonales que, desde los extremos laterales del mural, confluyen al fondo, debajo de la estrella de San Nicolás. La escena la introduce, por la derecha, el escorzo del “baroto”, embarcación típica filipina que trae a los frailes, y por la izquierda, el torso y la pierna desnuda de un fornido indígena que da la espalda, un recurso muy manierista.
El centro aparece casi vacío, sólo ocupado por el agua del mar, que marca una clara separación entre estos dos mundos tan diferentes, ahora cobijados por la gran estrella del santo. Este símbolo iconográfico es, además, lo único que en esta escena hace alusión a San Nicolás.
Los cuerpos desnudos de los nativos, de contornos sinuosos y carnes azuladas, como tantas figuras de El Greco (pensemos, por ejemplo, en el Lacoonte), parecen deshacerse bajo la luz blanca y fría que irradia la estrella milagrosa; sus actitudes son variadas, jugando con los escorzos para crear profundidad, sus ademanes expectantes y nerviosos.
Se cree que para dibujar al niño que gatea en la playa tomó como modelo a su propio hijo. Detrás, como telón de fondo, unas palmeras, única concesión al paisaje, son elemento clave para indicar que es una tierra de misiones.
Como contraste están las figuras de los religiosos, de una acusada corporeidad, inexistente totalmente en los indígenas. La negrura de sus hábitos, de factura lisa, destaca con fuerza sobre el ambiente etéreo de la playa abarrotada de gente. Sus rostros son estereotipados, de fuertes y marcados rasgos, aunque la línea de contorno no se señala en exceso.
Parece ser que para el religioso que ya está en tierra Barba tomó como modelo al entonces Provincial de la Provincia de San Nicolás de Tolentino, Manuel Carceller. Como dato anecdótico, la cruz de caña que lleva uno de los religiosos está copiada de la caña a la que el pintor ataba el carboncillo para realizar la distribución de los primeros dibujos, a la vez que poder llegar a las partes altas del mural.
Conclusión
Posiblemente la obra artística más inquietante de toda la iglesia de Santa Rita de Madrid sea este mural. En ella hay temperamento, dibujo recio, sentido compositivo y una técnica oleística mate muy convincente. Su estilo es clásico, pero con desgarramiento de dibujo y color, que le confiere actualidad. Parece innecesario buscar a esta obra estirpes de Rembrandt y Goya. Es, en realidad, la consecuencia de todo el sentido trágico de la pintura española lo que empuja la sensibilidad de Barba.
Es una obra realmente admirable por su magnitud espacial, el desgarro y osadía de su técnica.
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