Juan Barba. Paisaje costumbrista con niños jugando en los arrabales de Madrid. Óleo sobre lienzo. 70 x 90,5 cm. Agustinos Recoletos, Madrid.

Juan Barba, pintor madrileño fallecido en 1982, maestro de la penumbra y del desgarro, es un pintor tan desconocido como sorprendente. Parte de su obra ha salido a la luz en los últimos meses, haciéndole resurgir de las cenizas de la historia del Arte. Los Agustinos Recoletos y su espiritualidad fueron durante muchos años una de sus fuentes de inspiración.

Juan Carmelo Barba Penas nació el 16 de julio de 1915 en el centro de Madrid, en la calle del Príncipe, a muy pocos metros del Congreso de los Diputados y de la Puerta del Sol. Hoy casi relegada al “Madrid histórico y artístico”, en aquel tiempo la zona era centro neurálgico del poder social, económico, financiero y político.

Fue el cuarto de los cinco hijos de un afamado odontólogo, Francisco Barba, y de su mujer, Áurea Penas. Sin embargo, a los cuatro años de edad Juan quedó huérfano de padre y, pese a los intentos de su madre por sostener la economía familiar, mujer e hijos vieron rápidamente cómo se resentía su vida burguesa y desaparecían las comodidades a las que estaban acostumbrados.

La familia comenzó en ese momento un penoso peregrinar por distintas viviendas, con el objetivo de reducir gastos: la calle Hermosilla, la calle Huertas, la calle Pelayo y, finalmente, la calle Santa Engracia. Juan vivió todo este cambio de estado económico y social a una edad temprana, entre los cuatro y nueve años. Más tarde su madre volvió a casarse y todos se trasladaron a la casa del abuelo materno de la calle Ramírez del Prado. Por todo ello, es fácil deducir que esa parte de la infancia de la que ya fue consciente estuvo para Juan llena de estrecheces y privaciones.

Vocación temprana

Los primeros indicios de su vocación por la pintura se manifiestan en una rara atracción que, con tan solo tres años, sentía por dibujar las orejas de la gente: sus entrantes y salientes, sus formas redondeadas, sus luces y sobras…

Estudió en las Escuelas Aguirre, aunque pronto comenzó a saltarse clases para irse a dibujar al Casón del Buen Retiro. Situado entre el Museo del Prado y el Parque del Retiro, en el conocido como “Madrid de los Austrias”, este espacio alberga colecciones de pintura y escultura como edificio anexo a la gran pinacoteca pública madrileña.

Pero el camino de Juan como pintor iba a ser difícil. La oposición a esta vocación de los más allegados fue patente desde el primer momento, y fue creciendo conforme pasaron los años. Su abuelo, su madre, su hermano mayor, todos intentaron convencerle de que la pintura artística no servía para nada, no le daría de comer y le convertiría en un vago. Siendo aún muchacho, la frustración que esto le provocaba le llevó incluso a un intento de suicidio, y llegó a cortarse las venas. Desgarro interior que posiblemente marcó también parte de su estilo pictórico.

A los trece años comenzó a trabajar en un taller de Artes Gráficas. El contacto con este oficio le fue muy útil para la ejecución de sus grabados y monotipos. También a esa edad intentó por vez primera ingresar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, pero fue rechazado por no contar con la edad suficiente. Quizá desde ese momento nació su autodidactismo y su rechazo por la formación académica reglada. Algo que posteriormente le sería muy criticado por colegas que sí obtuvieron esta formación.

Bohemio y desgarrado

Su primera juventud fue bohemia, intensa y desgarrada. La puerta del Museo del Prado fue testigo frecuente de sus sueños artísticos, vividos junto a su grupo de amigos y de artistas incipientes: Pedro Mozos, Restituto Martín, Tomás Hernández Martín y Hernández Palacios.

Tenía el vivo impulso de aprender todo aquello que le sirviese para perfeccionar su arte. Intentó estudiar armonía, y su pasión por el dibujo le llevó con frecuencia al depósito de cadáveres del Hospital de San Carlos de la calle de Atocha, donde consiguió un permiso para deambular con su carpeta. Allí realizó numerosos estudios en el Patio de Caballos, entre un amasijo de miembros diseccionados y amontonados en pilones.

La vejez, la enfermedad o la muerte siempre le atrajeron, quizá desde que con cuatro años vio a su padre muerto sintiendo su “inmensa quietud” de una manera “pictórica”, tal como él mismo describió la situación. Los cuadros con ancianos o tullidos serán una constante en su obra.

Mayoría de edad y primera fama

A partir de la mayoría de edad, ya visto como prometedor pintor novel, se introduce poco a poco en el mundo del arte, la inteligencia y la aristocracia. Para ese tiempo continúa viviendo con su familia en el barrio de Usera, en la calle Ramón Luján, el lugar donde pintará la mayor parte de su vida.

La Guerra Civil Española (1936-1939) llega para Juan con los 21 años recién cumplidos. Es movilizado, pero no dejó de dibujar, esta vez con las escenas de muerte y destrucción que vivió en los frentes de Teruel y Valencia, algunos de los que fueron más activos y cruentos durante la contienda. También realizó retratos de sus compañeros de filas. Formó parte del grupo de Propagandistas, y llegó a ganar un concurso de carteles con una Sagrada Familia en la que San José aparecía vestido de miliciano.

Con 27 años volvió a Madrid. Su pintura comienza a tener mucha aceptación en el núcleo social más cercano a la creación artística. Contó con algunos incondicionales que le estimularon continuamente: la marquesa del Valle, el crítico García Viñolas, el anticuario Juan del Rey, el doctor Manuel Villota, la señora Aranguren, Constantino Villar o Gonzalo Fernández de la Mora, entre otros.

Su constante afán por ampliar conocimientos y perfeccionar su quehacer artístico le llevaron a interesarse especialmente por el grabado. De forma autodidacta estudió esta disciplina en la Calcografía Nacional, con la ayuda de Castro Gil, quien le tomó gran afecto y admiración, pero no consiguió que se hiciera alumno oficial.

El encerramiento en el círculo familiar y comienzo de la pintura religiosa

Próximo a cumplir los 29 años, el 19 de abril de 1944, contrajo matrimonio con María de los Ángeles del Río Gallardo, de 17 años, quien será a partir de ese momento su musa, fortaleza y compañera, tal como ha quedado reflejado en muchas de sus obras.

Durante sus primeros años de casado, mantuvo el aire propio del artista bohemio. Colaboró con Santonja en la realización de varios murales, sin abandonar sus obras de caballete y sus dibujos.

En 1946 llega la primera hija, y con ella se inicia un cambio en la vida del pintor. Se recogió más y más en la vida familiar y en su obra pictórica, reduciendo paulatinamente sus relaciones sociales.

En su estudio vivienda surgió esa pintura peculiar de escenas familiares y vecinales, bodegones de mesas camillas y objetos de uso cotidiano que rodean al artista y que éste plasma de forma a la vez intimista y universal.

En 1950 nace su segunda hija mientras pintaba en Consuegra (Toledo) un mural sobre los mártires franciscanos en una pequeña capilla de la iglesia del seminario mayor de esta Orden. Descubre en esa fase de su vida a los grandes místicos españoles, Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, en un período de gran religiosidad que se traduce en la realización de últimas cenas, bustos y santos.

El convento de San Francisco de Asís de los Franciscanos en Consuegra perteneció originalmente a la Orden militar de San Juan; pasó luego a las Recoletas Bernardas, que le dieron el nombre de monasterio de Santa Ana. Éstas deben abandonar el edificio en 1835, con la desamortización decretada por el gobierno de Álvarez de Mendizábal; posteriormente se hicieron cargo de él los Franciscanos, que tuvieron en él su noviciado y teologado hasta hace unos pocos años, cuando cerraron la comunidad. Actualmente el Ayuntamiento cuida del edificio: la iglesia se dedica como centro de ensayos de la Banda Municipal y la mayor parte del antiguo convento es hoy la residencia de ancianos de la localidad.

El mural cubre la bóveda de medio punto de una pequeña capilla lateral, de unos ocho metros cuadrados, dentro del templo, que los franciscanos levantaron en conmemoración de los mártires de la guerra civil española (1936-1939), cuyos restos descansaban en nichos abiertos en los laterales de la capilla. Esta capilla se inauguró el 15 de agosto de 1946, aún sin las pinturas de Barba. El título del «fresco» es «San Francisco presenta los mártires franciscanos a Jesucristo y a su Santísima Madre».

El mural, pintura al fresco con fondo de pan de oro, representa la gloria de los mártires franciscanos. Barba, dicen algunos ancianos del pueblo, pintó esta bóveda tumbado boca arriba, para lo que hubo que montar el correspondiente andamiaje. Algunos rostros de este mural del aún joven pintor van a perpetuarse en su obra, así como la pincelada suelta y certera. Llama la atención el fondo de pan de oro, ausente en todo el resto de las obras de Barba. La escena «celestial» recoge los elementos clásicos comunes de este género pictórico y algunos propios de la espiritualidad franciscana, como las palabras «paz y bien».

La capilla recibe iluminación a través de una encendida vidriera abierta a un claustro interior del convento, que permite de día contemplar la belleza de la representación. Está revestida de nobles mármoles y defendida con una rejería. La vidriera se colocó en el año 1946 y el mural, dicen los antiguos del pueblo, lo pintó Barba cinco o seis años después.

Éste fue tiempo de obras muy populares del pintor, como el lienzo “Pelando la pava” del Corral de la Morería, colgado al fondo del tablao y usado por Lucero Tena en sus actuaciones incluso de fuera de España. Hoy sigue presente como telón de fondo de este clásico “tablao” madrileño.

Ya en el meridiano de su vida es considerado un “maestro” en el mundillo artístico. Sin título oficial alguno, enseñó a otros jóvenes que querían ser pintores, como Ignacio Berriobeña, Juan Vicente Barrios o el agustino recoleto Antonio Cruz.

El reconocimiento familiar, que tanto le había costado de joven y adolescente, le permite ahora crear una fecunda e importante obra y le supone el alejamiento y olvido de aquella sociedad que antes le apreciaba pero después no perdonó su retiro de los círculos bohemios.

La pintura como religión

Pese a ello, Barba comenzó a recibir encargos de una numerosa y emergente clientela, que va a buscarle a su casa para pedirle cuadros: Feliz Serrano, la señora de Vidal, Luis Fernández Barreiros, los hermanos Alfonso y José María del Rey, los venezolanos Antonio y José Araújo, entre otros. Todo este trabajo apenas le permite sobrevivir en una familia en continuo crecimiento: tiene un tercer hijo en 1952 y una niña en 1953.

Federico Calles, dueño de una tienda de pintura de la calle Hortaleza, se interesa por su obra y le compra todo lo que el pintor le lleva, con la promesa de realizar una importante exposición y de recibir un porcentaje de las ventas. Fallecido el galerista, sus sucesores venden gran parte de las obras a un anticuario, Luis Morueco, que con verdadera devoción por Barba comienza a comprarle más y más obras, especialmente dibujos.

En total, la obra de Juan Barba fue expuesta tres veces por Luis Morueco y sus sucesores. La primera exposición fue todavía en vida del pintor. La segunda, fallecidos ambos (pintor y galerista) fue en 1989 en la Casa de Vacas del Parque del Retiro. La tercera se ha celebrado en 2010 en el Centro Cultural La Vaguada de la capital madrileña. Actualmente se tiene previsto celebrar una cuarta exposición en Marcilla (Navarra) a lo largo de 2010. En esta también se expondrán obras pertenecientes a los Agustinos Recoletos, y el recorrido de la exposición incluirá las obras fijas situadas en la iglesia conventual.

Alfonso del Rey, Juan de Ávalos o José Araújo también pretendieron conseguir una mayor proyección de la obra de Barba y mejorar sus ingresos gracias a los méritos artísticos del pintor. Pero siempre toparon con un muro insalvable, el mismo Juan Barba, que veía en esos intentos un peligro para su libertad creadora. Eludió siempre a críticos y periodistas. Todo eso produjo en torno a él una imagen no sólo de gran pintor, sino también de hombre huraño y arisco.

A principios de la década de 1960, Barba compra una casa en la calle Amparo Usera, en un barrio de perfil socioeconómico modesto y alejado de los círculos artísticos, culturales y económicos de la ciudad. La nueva realidad social y económica madrileña hace proliferar las galerías de arte y conforman un nuevo mercado del arte. Las exposiciones son ahora un rito de la floreciente sociedad, más que un punto de encuentro de artistas e intelectuales. Barba decidió una vez más no entrar en el juego mercantil, con la intención de salvaguardar su familia y su creatividad artística.

En 1966 nace el último de sus cinco hijos, la cuarta niña de la familia. Por esas fechas, y hasta 1971, recibe el mecenazgo de Joaquín Rubio del Castillo, quien recibirá el grueso de la nueva obra del pintor, salvo algunos encargos realizados anteriormente.

Muchas galerías intentaron captar a Barba, pero él nunca abandonó sus formas de relacionarse con el mundo del arte. Interrumpida su relación con Joaquín Rubio, otros profesionales de la medicina, la industria o la banca llegan a su estudio en busca de sus obras y de su magnética y profunda conversación.

“Vivir para el arte” versus “Vivir del arte”

En realidad, para Barba el arte requería todo su tiempo, y en parte tuvo siempre como lema no vivir de la pintura, dado que ésta era para él una especie de religión. Utilizarla para otros fines que no fueran los artísticos o espirituales era para él casi un sacrilegio. Esto le llevó a rechazar importantes encargos aún en épocas de verdadera necesidad, pero mantuvo su postura y autenticidad hasta las últimas consecuencias. Jamás aceptó que le impusieran un motivo; vendió a quien quería y a precios bajos, despreció títulos oficiales, quiso desaparecer de la escena pública.

A mediados de la década de 1970, nuevamente será la Provincia de San Nicolás de Tolentino de la Orden de Agustinos Recoletos la que consiga de Barba la elaboración de nuevas obras, como las pinturas de santos agustinos y las pechinas con los cuatro evangelistas de la iglesia conventual de Marcilla (Navarra). También la curia general de esta Orden, en Roma, le encargó una serie de retratos de priores generales para completar la colección existente en la sede central de la institución.

A comienzos de la década de 1980 vuelve a frecuentar el Café Varela para reunirse con amigos y artistas. Compra una casa de campo en la localidad madrileña de San Martín de la Vega, a la que se traslada con la familia. Cumplió así un viejo sueño de tener un lugar tranquilo donde desarrollar su vida familiar y su arte. Sin embargo, poco pudo disfrutar de ese sueño: al año escaso de trasladarse a su nueva casa campestre, fallece el 7 de octubre de 1982 a la edad de 67 años.

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