El templo de la iglesia parroquial de Santa Rita de Madrid, situado en la calle Gaztambide 75, en el barrio de Chamberí y muy cerca de Ciudad Universitaria, ofrece en su interior toda una explosión de arte figurativo que reproduce las principales características del carisma agustino recoleto.
Desde este mismo rellano, girando a la derecha, se nos aparecen, en un derroche de color y de luz, las pinturas de Juan Barba en la cripta dedicada a san Nicolás de Tolentino. Vemos un Cristo crucificado, sin cruz, que emerge de un fondo centelleante. Nos sentimos atraídos por una extraña fascinación y nos adelantamos hacia la cripta.
Un mundo abigarrado de figuras y de colores aparece en un impresionante mural de 32 metros de longitud y 130 metros cuadrados. Están pintadas en los muros de la cripta, ubicada en el mismo centro, bajo la iglesia, que es una perfecta circunferencia de cinco metros y medio de alto en el centro y tres metros y medio en los muros.
El mural seduce inmediatamente. Las pinturas se ofrecen a la altura del espectador, con sus figuras más grandes que el natural, como rodeando al espectador; por otra parte, Barba utilizó una técnica especial basada en el óleo, no en el fresco tradicional, que da a la pintura su intenso colorido, sus trazos sueltos y frescos.
Juan Barba (1915-1982), hombre menudo y nervioso, fue el pintor de esta cripta. Es su obra mayor, la obra de su vida y, aunque fue un artista absorto y concentrado, nos legó parte de sus impresiones más personales sobre su vida y su obra.
“Para mí la pintura tuvo algo y mucho de religión. Mi pintura no busca la belleza formal, sino el pálpito de la vida, con su pasión, con su vigor hecho también de defectos. Cuando me encargaron la obra, llegué a este lugar aún sin terminar. Me imaginé un primer boceto con sus claros y sombras, como si el muro fuera una pantalla panorámica, de cinemascope”.
Arrancando de la figura de san Nicolás de Tolentino, imaginó libremente un mundo rico en valores pictóricos y teológicos.
“Dividí el muro en cinco grandes lienzos: el central con la figura radiante y luminosa de Cristo crucificado envuelto en el fulgor del Padre y del Espíritu; en el muro izquierdo, el santo de Tolentino en dos lienzos: en uno predica al pueblo y en al más cercano al centro celebra la eucaristía. En el muro derecho, por contraste, un mundo necesitado de luz y belleza: el purgatorio en uno de los lienzos y, en el otro, la llegada de los primeros agustinos recoletos a las tierras paganas de Filipinas”.
En verdad que la escena central parece irradiar su luz y su sentido sobre toda la cripta. El cuerpo delgado y vibrante de Cristo crucificado pende rectilíneo, enhiesto, tenso, casi espiritual, sin cruz, sin clavos, ingrávido.
“El Espíritu es esa llamarada ascensional y el Padre se adivina en zonas de blancura más intensa, apenas concretada en la mano izquierda que casi acaricia la cintura de su Hijo. Me gusta especialmente ese gesto de Cristo, todo lleno de significado, que endulza su muerte, con la cabeza inclinada, en posición de entrega y abandono a la voluntad del Padre”.
Dos escenas unen los dos lienzos laterales con la escena central. Los ángeles son las criaturas más cercanas a la santa Trinidad. Están corporeizadas… A la derecha, ayudan a las almas del purgatorio en la transfiguración que las capacita para incorporarse a la luz, vivencia de Dios. A la izquierda presentan a la Trinidad santa los méritos de Cristo.
El servicio de la predicación
Comencemos por el muro izquierdo, dedicado a dos escenas de la vida de san Nicolás. La primera presenta al santo predicando ante una numerosa muchedumbre, y la más cercana al altar al santo celebrando la misa. Una enorme roca sirve para dividir ambas escenas.
Esa roca evoca la fuente de Meribá, en la que Moisés sació milagrosamente la sed del pueblo, símbolo de Cristo, como aparece en el evangelio de san Juan o en san Pablo, cuando nos dice que la roca era Cristo. La Palabra que predica el santo y la eucaristía que celebra son manantial de Dios para los humanos. Por eso, un grupo heterogéneo, a ambos lados de la roca, se acerca a saciar su sed, unos bebiendo, otros llenando sus cántaros.
El santo se perfila nítidamente, con su aureola, sus brazos en alto —mitad en oración, mitad en gesto de elocuencia—; pero su figura se empequeñece ante la enormidad de las miserias humanas. Un friso de figuras dolientes, de clara progenie goyesca, con rasgos apenas abocetados, sirve de fondo.
Un cielo tormentoso domina la parte superior. Aquí y allá, alguna figura más perfilada personaliza distintas experiencias vitales: una familia; una madre que, absorta, escucha mientras tiende a su hijo hacia el santo; un niño salido del mundo murillesco.
Pero dos son las escenas principales. En una, dos hombres cargan con enormes cruces atadas a sus brazos, el peso no sobre el hombro, sino sobre las espaldas, como si el destino del hombre fuera cargar con su condición débil, agobiado sin la salvación.
“Pero no son hombres condenados, atados al tormento. Son dos cristianos: ‘quien quiera venir conmigo, que cargue su cruz y se venga conmigo’. La penitencia es la conciencia de que el hombre se puede redimir, más allá de su miseria y su culpa, siguiendo a Cristo”.
En la otra escena, centrando todo el conjunto, en un amplio espacio vacío, un epiléptico yace, lívido, gris y verdoso, sobre un gran lienzo amarillo. Su enorme cuerpo desnudo en violento escorzo quizá fue sugerido por “El descubrimiento del cuerpo de san Marcos” de Tintoretto o el “Laoconte” de El Greco. Su cabeza es pequeña, desproporcionada, cubierta de cabellos que son cabellos de serpientes como los de la Medusa. Una mujer, hecha ternura y súplica, de larga cabellera, trata de sostenerlo y erguirlo.
“Ese soy yo, sí. El enfermo que se retuerce en tierra, que hace sufrir a quienes lo rodean, llevado quizá de un gran ideal, pero cargando sobre otros el peso de mis obsesiones y de mi pobreza. Pero ahí está mi esposa, retratada con algo de su dulzura, aupándome, sosteniéndome suavemente.. Hay una caridad que aviva la fe y mantiene la esperanza, que suaviza la carga de la vida”.
La eucaristía, fuente y culmen
De la predicación del santo pasamos a la celebración de la eucaristía como centro y culmen de la vida cristiana. El santo, revestido de los ornamentos sacerdotales, eleva al cielo el Cuerpo y la Sangre de Cristo mientras dos ángeles lo coronan como aceptando el sacrificio salvador.
San Nicolás, a contraluz, de perfil, resalta fuertemente. Su rostro austero y penitente, contrasta con la figura juvenil del frailecillo que hace de monaguillo, resaltado también con viveza sobre el fondo, y que Barba copió del natural de uno de los religiosos jóvenes de la comunidad.
De nuevo, una muchedumbre variopinta —ancianos, niños, mujeres, enfermos, lisiados— se arracima tras el santo, en actitud orante, de intenso recogimiento. De nuevo, los brochazos de Goya abocetan escuetamente los rostros del fondo, pero aquí y allá aparecen figuras que se adelantan y cobran relieve por su volumen y colorido, como en una antología de vivencias humanas profundas: el mendigo, con su cruz, casi desnudo, que acepta y se entrega; la peregrina que ha cumplido su promesa, de morado, apoyada en dos bastones; la maternidad, en esa mujer vestida de rojo que presenta a su hijo; la mujer toda de amarillo en su recogimiento más profundo; el padre que ha acarreado a su hijo en una carretilla; de nuevo otra mujer, todo de rosa, brazos en alto, suplicando…
Sabemos que el entorno del santo eran los pobres, los enfermos, los necesitados de ayuda. Y el santo sabía abrir una ventana a la esperanza. Como en la escena anterior, los rostros son tensos, quietos, anegados en el drama de su existencia.
Pero se adivina un cambio: los rostros se elevan al cielo o miran arrobados al sacramento o se concentran en adoración. Han encontrado ese sentido de dignidad que da la esperanza.
La terrible ausencia del Dios fascinante: el purgatorio
Volvamos la mirada al otro lado. Es la zona de los tonos oscuros, donde no se da la presencia física del santo. En el primer lienzo se representa el purgatorio. San Nicolás es el santo que intercede de manera especial, por medio del septenario de misas, por quienes sufren la purificación.
Los artistas lo han representado ayudando con su correa a subir al cielo a los que purgan sus pecados. Barba lo concibió de otra manera más teológica. Mientras el santo celebra la misa, los ángeles —vigorosos, pletóricos de fuerza, todo luz y color— aúpan a las almas hacia la radiante luz de Dios.
Las figuras de quienes se purifican para ver a Dios, casi desnudas, desamparadas, incapaces de salvarse, se deforman, no han acabado de lograr su perfección.
“Para mí el purgatorio no es un lugar de dolores y torturas físicas, sino el lugar de un anhelo, vivísima conciencia de que sólo Dios es la felicidad. Dios es luz. De ahí esos colores oscuros, gris verdoso y azul oscuro, el ambiente gélido. Los brazos suplicantes, a veces desmesurados, muestran el ansia de Dios. Sólo cuando Cristo ofrece su luz los ángeles las elevan, van tomando color y consistencia y se sumergen en la luz feliz de Dios”.
Los recoletos evangelizan Filipinas
El último mural está dedicado a la llegada de los Agustinos Recoletos, en mayo de 1606, a Filipinas. Desde esas fechas los recoletos han trabajado sin descanso en la evangelización de aquellas islas con el nombre de Provincia de San Nicolás de Tolentino.
En Manila, la casa madre, dedicada al santo de Tolentino, fue destruida en la II Guerra Mundial. De ahí que los Recoletos quisieran dedicar al santo protector esta cripta votiva.
La luz de la estrella domina poderosamente la escena con un brillo frío. Es la luz que guía y protege a los misioneros. Uno de ellos ha saltado ya impaciente a tierra. A la derecha, el resto de frailes se aproxima en un pobre baroto o barca indígena con la enseña de una humilde cruz hecha de caña, portada por uno de ellos.
En el lado izquierdo, enmarcado por un indígena gigantesco situado de espaldas, un grupo de filipinos espera bajo unas palmeras, apenas insinuadas, en un escenario exótico y misionero.
“A muchos les extraña que esta escena sea tan oscura. La quise así, porque el mundo al que llegan los misioneros es un mundo aún sin la luz de la fe que tratarán de iluminar”.
El grupo de los frailes se destaca nítido con sus hábitos negros, llenos de energía interior, como alzándose hacia la luz, sin alforja ni espada, sólo con la cruz; por el contrario, el grupo de filipinos es un mundo ensimismado, como cerrado en ellos mismos, apenas miran a los misioneros que llegan. Únicamente dos niños vivos, atentos, dan una nota pintoresca y viva a la escena. Los miran, abiertos al mensaje salvador.
La estrella, símbolo del santo
La estrella, emblema del santo, aparece discreta pero continuamente en la cripta. Un óculo traza su figura en el centro del techo hacia la iglesia superior; en su entorno una serie de estrellas forman una corona alternando con las luces. Y en el altar, la estrella se dibuja en metal.
Como una de las bases doctrinales, en la cripta se manifiesta en toda su extensión el dogma de la comunión de los santos, una interrelación de amor: la esposa que alivia y sostiene; el santo que predica e intercede; los ángeles que enlazan los dos mundos, el de los humanos y el divino; los misioneros que llevan la buena nueva a los lejanos habitantes de Filipinas; y, ante todo, Cristo que da su vida, clave del misterio, en el centro, dando unidad a toda la obra.
“Siempre me sentí un hombre marcado. Mi vida fue una lucha contracorriente, no sé si acertada o no. Quise ser testigo de un mundo de hombres, pobres o enfermos, niños o ancianos, que llevaban su condición con dignidad.
Aquí, en esta cripta, sentí que podía plasmar esa realidad dura que se transfigura por la caridad cristiana, que se transforma en esperanza. Es mi ofrenda, por medio de san Nicolás, al Cristo doloroso y radiante, sufriente y consolador. Y siento que un ángel rubio, rojo y dorado, me alza, ingrávido hacia la luz”.
ÍNDICE DE PÁGINAS DEL REPORTAJE
- Introducción
- 1. Un lugar para afianzarse
- 2. Centro dinamizador de la vida de la Provincia
- 3. Inauguración de la iglesia
- 4. Reacciones ante la nueva iglesia
- 5. Santa Rita en la prensa
- 6. Frente a frente de la iglesia
- 7. En el interior de la casa de los hijos de Dios
- 8. Con los santos del cielo agustino
- 9. La santa de los imposibles en su casa
- 10. Los misterios y santos preferidos
- 11. Dos capillas para la madre
- 12. Bajada hacia la apoteosis pictórica de san Nicolás de Tolentino
- 13. La cripta de san Nicolás de Tolentino