Nagasaki. Monumento a los mártires de 1597. De Angélico Yasutake Funakoshi.

Santa Magdalena de Nagasaki es mártir japonesa, patrona de la Fraternidad Seglar Agustino-Recoleta. Su historia de vida, su testimonio en la muerte y su fe son hoy un faro de luz para muchas personas, tantos años después.

El siglo XVI es el de la mayor aventura misionera en la Iglesia. Y, en ella, la Orden agustiniana da, primero, el salto a México y, de allí, a la otra orilla del Pacífico, a Filipinas, donde hace acto de presencia en 1565. Es la primera de las cinco órdenes evangelizadoras de este archipiélago. La última llegará en 1606; será la de los agustinos recoletos, otra rama del mismo añoso tronco.

Unos y otros, primeros y últimos, traen el mismo evangelio e idéntico celo, y soportan con igual fe las fatigas y peligros de la misión entre salvajes. Pronto, a las dos comunidades, la agustina y la recoleta, la infinita dispersión de las siete mil Islas Filipinas les será reducto estrecho. El fervor les hará mirar más allá, al Japón, atraídos seguramente por el holocausto en masa de 26 mártires crucificados en 1597.

Llevados al azar por las tormentas, los dos primeros agustinos habían pisado tierra japonesa en 1584. Pero hasta 1602 los superiores de Manila no enviarán de modo expreso frailes a Japón. Es justo el tiempo en que la estrella internacional de España comienza a declinar, e Inglaterra y Holanda le disputan con todo tipo de artes el comercio en el Oriente; cuando Ieyasu Tokugawa consigue imponer su autoridad sobre doscientos señores feudales, y unificar así el Japón; cuando el clero budista ve llegada la hora de sacudirse la competencia extranjera, y las autoridades ceden a la sugestión de ver en los misioneros la quinta columna del rey de España. Cada vez se hacen más frecuentes las escaramuzas y combates entre naves españolas y japonesas u holandesas; justamente en dos de ellas perderán la vida en 1610 los dos agustinos Juan Damorín y Pedro de Montejo.

En 1614, el emperador del Japón, azuzado por ingleses y holandeses, por un lado, y por los bonzos budistas por otro, pone al cristianismo fuera de la ley y expulsa a todos los misioneros. Aunque algunos, como Ayala, burlan el decreto escondiéndose, son deportados a Manila o Macao 104 sacerdotes y religiosos, entre ellos Bartolomé Gutiérrez, que luego encontraremos. A partir de esta fecha, Japón estará cerrado para los misioneros católicos, que corren peligro de muerte, caso de ser capturados. Con todo, no dejarán de infiltrarse -o de intentarlo, al menos- yendo disfrazados en los navíos comerciales o en expediciones clandestinas que subvencionan las propias órdenes.

Desde este momento la iglesia filipina vive con el oído atento a las noticias que llegan de territorio nipón, celebra como propios los triunfos de los mártires de allí, y acoge y solicita sus reliquias. Más aún, las órdenes religiosas de Filipinas intentarán por todos los medios continuar su servicio de caridad a la Iglesia japonesa cubriendo las bajas de sus mártires, formando a sus seminaristas y enviando operarios en la medida de sus posibilidades.

El único religioso agustino que queda en suelo nipón tras el decreto de 1614 es Hernando de Ayala. Conseguirán arrestarlo sólo en mayo de 1617, y muere decapitado el día 1 de junio. Al año siguiente, en el mes de agosto, logran entrar disfrazados Bartolomé Gutiérrez y Pedro Zúñiga. Este último es descubierto muy pronto, pero se librará del martirio; dada su condición de hijo de un exvirrey de México, el Gobernador de Nagasaki se limita a embarcarlo de vuelta a Filipinas. Sin embargo regresará en junio de 1620.Vivirá preso prácticamente todo el tiempo, hasta ser quemado vivo en Nagasaki el 19 de agosto de 1622.

También los agustinos recoletos viven su aventura japonesa. Muy modestamente, según sus escasos efectivos, pero con la ilusión, la fuerza y el fruto correspondiente a una corporación joven y llena de vida.

El primero de ellos es Francisco Terrero de Jesús, nacido en Villamediana (Palencia, España) en 1590. Es hijo del convento recoleto de Valladolid, donde ha profesado en 1615 y, tres años más tarde, será ordenado sacerdote. Está destinado a hacer estudios en Salamanca, pero se ofrece voluntario para las misiones de Filipinas, adonde llegará en agosto de 1620, después de un viaje de casi año y medio.

El siguiente contingente de agustinos recoletos llega a Filipinas en julio de 1622. Lo componen 22 religiosos. Uno de ellos había pedido el hábito en México, siendo ya sacerdote, era portugués y llevará el nombre religioso de Vicente Carvalho de San Antonio.

Los dos, Francisco y Vicente, junto con cuatro franciscanos y otros cuatro dominicos, serán enviados al Japón, al año siguiente, en un viaje clandestino. Conseguirán pisar tierra nipona el 20 de junio de 1623 después de dos meses de lo que Vicente denominará un “viaje de milagros”.

La historia posterior de ambos es breve pero intensa. Una primera etapa durará hasta noviembre de 1629. Son seis años de intensísimo apostolado desde la clandestinidad, “como liebres huyendo de galgos”, según la imagen pintoresca que emplea Francisco en una de sus cartas (26 mayo 1630). Francisco y Vicente serán capturados, respectivamente, el 18 y el 25 de noviembre de 1629. Primero serán tenidos en la cárcel de Omura, al otro lado de la bahía de Nagasaki, durante dos años. Una “segunda jornada” -en palabras de Francisco- será la del llamado “Infierno de Arima” o aguas sulfurosas y corrosivas del volcán Unzen; jornada que durará 31 días, en lo más crudo del invierno. También aquí los mártires se mantienen firmes, sin renegar, por lo que son bajados a Nagasaki para ser quemados vivos. Tras otros nueve meses de cárcel, sufren martirio en la Colina de los Mártires de Nagasaki el día 3 de septiembre de 1632.

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