Con el fallecimiento de monseñor Nicolás Shi OAR (†2009) y de Luis Aguirre OAR (†2007) se abre en la misión de los Agustinos Recoletos en China una nueva etapa en la que ya no quedan ninguno de los protagonistas que permitieron su fundación, afianzamiento, expansión y supervivencia tras décadas de enormes dificultades. En Henan, China, muere la misión de Kweiteh y nace la Diócesis de Shangqiu.
Biografía
El 27 de julio de 2007 falleció el P. Luis Aguirre García, en Monteagudo (Navarra, España), a los 94 años de edad. Era el último de los misioneros españoles que fueron a la Misión de Shangqiu cuando los Agustinos Recoletos se establecieron en ella.
Nació en Arguedas (Navarra, España) el 14 de febrero de 1913. Realizó el noviciado y la profesión simple en Monteagudo (Navarra, España), donde ingresó en la Orden emitiendo los votos el 12 de septiembre de 1929. Seis días antes del comienzo de la Guerra Civil Española, el 12 de julio de 1936, fue ordenado sacerdote en Marcilla (Navarra, España).
Esta guerra le marcó especialmente, pues sirvió en ella como capellán militar. Terminada la Guerra y reincorporado a la vida de comunidad, expuso su deseo ferviente de ir a la misión de China. Durante once años mostró su ímpetu pastoral en medio de condiciones muy adversas, hasta su expulsión por el Gobierno chino en 1951 tras pasar por la cárcel.
De vuelta a España, su siguiente misión estuvo en la formación en España: fue prefecto (1951-1952) y viceprior (1961-1964) en el Colegio San José de Lodosa (Navarra) y vicemaestro de profesos en Marcilla. También tuvo breve presencia en las parroquias de Santa Mónica (Zaragoza) y la Santísima Trinidad (Chiclana, Cádiz).
En 1964 comienza una larga etapa de ministerio en la Parroquia de Santa Rita, en Madrid. Durante 34 años colaboró como vicario parroquial, dejando en el barrio de Chamberí, donde está situada, un gran número de personas que lo valoraron y quisieron mucho. Por su avanzada edad y en bien de su salud fue trasladado al convento noviciado de Monteagudo en 1998, donde residió hasta su fallecimiento.
Tenía un carácter fuerte y definido que le confirió un aire de misionero valiente y pastor decidido, unido al pueblo en su vida cotidiana, en la calle y en sus domicilios. Fue luz de esperanza para no pocos enfermos y nunca dejó de tener a la Misión de China en su corazón y en su boca.
El gesto simbólico y litúrgico del encendido del cirio, en su funeral, fue realizado por un joven sacerdote chino salido de la Misión por la que el P. Luis sufrió tantos desvelos —en sentido figurado y real—, y que ahora produce, con la misericordia de Dios, sus frutos de nuevas vocaciones a la vida agustino-recoleta.
Escritos
Durante muchos años, el P. Luis Aguirre fue propagador de la historia y misión de los Agustinos Recoletos en China. Además de que no había día en que el nombre de China no saliese de sus labios, escribió muchos pequeños artículos y cartas rememorando la tarea realizada por los Recoletos y recordando a todos que seguía siendo una misión viva y sus protagonistas unos testigos reales de la entrega apasionada por el Evangelio.
Éstos son algunos de esos artículos, cuya versión íntegra puedes bajarte en Word en la página final de documentos.
“El milagro de una niña”
Todos misioneros, 11 de diciembre de 1946 (Extracto)
Hoy, 11 de Diciembre, después de salir de la capilla de celebrar la Santa Misa, se ha presentado en mi cuarto un cristiano de 15 años, listo y simpático como él sólo.
— ¿Qué hay, Juan? —le he dicho—; ¿Qué negocio tan importante tienes para venir tan temprano en un día tan frío como éste?
— Pues vengo —me ha dicho con mucha formalidad— a preguntar al Padre si quiere una niña.
— ¡Una niña…! ¿Para qué quiero yo una niña?
No, Padre; es que esta niña… verá usted. Ayer una mujer pagana de mi pueblo dio a luz una niña. Como los padres de la niña son muy pobres y la madre es además ciega, ¿sabe Vd. qué hizo su papá, que también es pagano? Pues coger a la pobre criaturica, que todavía no hacía una hora había nacido, y dejarla desnuda en el foso de mi pueblo, que, a causa de los hielos de estos días está completamente helado. Al poco rato pasé yo por allí cerca y, al oír los lloros de una criatura, me acerqué al foso; viendo a la niña desnudica encima del hielo, me dio tanta compasión que bajé al foso, la cogí y la llevé a mi casa.
En mi casa la puse junto al fuego para que se calentara y después, cuando supe de quién era, la llevé a su madre. La pobre madre, que no quiere abandonar a su hija, lloraba de alegría al abrazar a su niña, todavía viva; pero el padre renegó a su mujer por cogerla y me renegó también a mí diciéndome:
— ¿Por qué has cogido y traído aquí a esta niña? ¿Quién te manda meterte donde no te llaman?
— Mire usted —le dije— yo soy cristiano y, según nos ha dicho más de una vez el misionero, nosotros los cristianos no debemos tirar a los niños, estén o no estén enfermos; y además tenemos la obligación de recoger todos los niños que encontremos abandonados y llevárselos al Padre, para que él los bautice y cure, si puede, y si no para que vayan al Cielo. Así que tenga usted paciencia y espere hasta mañana. Yo mañana, en cuanto amanezca, iré a la Misión a decir al misionero que usted no quiere a su hija porque no puede alimentarla y preguntarle qué hacemos con ella. Esté usted sin cuidado: el misionero, que es tan bueno como usted sabe, seguro que hará cuanto pueda por salvar a su hija.
— Sí —dijo la madre de la niña bañada en lágrimas—; esperemos hasta mañana, a ver qué dice el misionero.
— Podemos esperar, dijo por fin también el padre; pero, si el misionero no la quiere, yo tampoco la quiero, porque en casa somos pobres y no podemos alimentarla y cuidarnos de esta criatura.
A decirle todo esto he venido, Padre. Ahora usted dirá qué hay que hacer con esa niña, termina diciéndome el simpático Juan. Yo, emocionado al oír este relato de mi cristiano, y cogiendo al azar una de las Revistas Todos Misioneros que hay encima de mi mesa, he dicho para mí:
— Vamos a ver quién ha salvado el cuerpo y el alma de esta niña.
Y, abriendo la página de limosnas de la revista, lo primero que he visto y me ha llamado la atención ha sido un paréntesis encerrando estas palabras “11 años”. He leído lo relacionado con ese paréntesis, que dice:
— Zaragoza: María Jesús Aznar (11 años), fruto de sus ahorros durante todo un año y para bautizar chinitos, María Jesús, Francisco Javier… 78 pesetas.
Leído esto, he cerrado la Revista diciendo:
— Esta María Jesús Aznar, pequeña misionera, ha hecho el milagro de salvar el cuerpo y alma de esta niña.
¡María Jesús! ¡Qué nombre tan bonito! Estamos en diciembre, mes de María Inmaculada y mes del Niño Jesús; María Jesús se llamará, pues, esta niña abandonada, porque la Virgen y el Niño Jesús la han salvado, movidos por las oraciones y limosnas de esta simpática misionera de Zaragoza.
— Bien, bien —he dicho después a mi simpático Juan, mientras le daba unas palmaditas en el hombro—. Te has portado como un buen cristiano; la Virgen y el Niño Jesús te pagarán, como mereces, esta hazaña. Sí, Juan, tenemos que salvar a esa niña. ¿Ya has desayunado?, le he preguntado.
— Sí, Padre, ya he desayunado, me ha contestado.
— Pues aguarda un momento, le replico, voy a desayunar en un periquete y después iremos los dos a tu pueblo a bautizar y a salvar a esa niña.
Después del desayuno he cogido mi pequeña maleta con todo lo necesario para administrar el santo Bautismo y, acompañado de Juan, he ido a su pueblo, distante de la Misión unos tres kilómetros.
Todo Clieng Chuang, así se llama el pueblo de Juan, estaba enterado del caso y del viaje de Juan a la Misión; por eso, en cuanto nos han visto entrar en el pueblo, una turba magna de pequeños y grandes, cristianos y paganos, nos han seguido hasta la casa de la pobre ciega, para ver cómo terminaba el asunto de la infeliz criatura.
La desgraciada ciega, al notar por los gritos de la chiquillería que yo me acercaba a su casa, ha salido a la puerta diciéndome toda confundida:
— Padre, no soy digna de que usted venga a mi casa. No sabe usted lo pobre y sucia que está. Además no tengo ni cigarrillos ni nada para darle al Padre.
—No importa ni te apures por nada; lo único que quiero es ver a tu niña. ¿Dónde está?
Y la pobre ciega se mete en un cuarto pequeño y sucio, de donde sale al momento llorando y besando a una hermosa niña, envuelta en unos pocos andrajos. He acariciado a la niña y he ponderado su hermosura. La madre, el oír las cosas que decía de su hija, llorando y riéndose a la vez, no se cansaba de decir:
— Qué bueno es el Padre y qué buena es la Iglesia Católica!
Me ha contado después toda la historia de su hija, tal como me la había contado Juan.
— No te apures ni llores más —le he dicho—; porque tu hija no será abandonada. Si tu marido no la quiere, yo la quiero y yo me encargo de hacer cuanto pueda por que siga adelante. ¿Me la das?
— ¡Sí!, ha respondido la madre y toda la multitud: que se la lleve el Padre, así será feliz la niña.
Y cristianos y paganos han repetido una y mil veces: «¡Qué bueno es el Padre y qué buena es la Iglesia Católica!» ¡Cuántas veces, añado yo ahora, de hechos de caridad y abnegación como éste se originan numerosas conversiones!
Mi idea es llevar a la niña a la Santa Infancia de Kweiteh, que es la capital de toda nuestra Misión; pero, como la niña sólo tiene un día y de llevarla ahora a Kweiteh, que dista de aquí unos 70 kilómetros, corre peligro de morirse en el camino de hambre y de frío, he propuesto que la madre tenga a la niña un mes o dos y yo me he comprometido a hacerle unos vestidos y a darles a los padres, que realmente son sumamente pobres, unos miles de pesos (que equivalen a unas cuantas pesetas) para que vayan tirando en medio de su indigencia.
Demás está decir que mi plan ha sido aprobado por la madre y por todos los circunstantes y que todos se han deshecho otra vez en alabanzas para el misionero y para la Iglesia Católica.
Asegurado así el porvenir de la niña, he procedido a administrarle el Santo Bautismo. Puedes creerme, María Jesús, que este Bautismo ha sido uno de los que mayor impresión me han causado y que, durante la ceremonia, me he acordado muchas veces de ti, pero sobre todo me he emocionado y me he acordado de ti cuando, derramando sobre la cabeza de la criatura un poco de agua tibia, he pronunciado estas solemnes y vivificadoras palabras:
— María Jesús: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
(…)
“Ante Semana Santa”
Informativo Santa Rita, abril de 1993
La Semana Santa, la semana grande del cristianismo, me trae uno de los más grandes y más gratos recuerdos de mi vida: la Semana Santa de 1951, la última que pasé en China, fue mi incomparable y verdadera semana santa, por haberla pasado y celebrado divinamente en una horrible cárcel.
No recuerdo ni en qué día, ni en qué mes cayó aquel año esta semana, pero sí recuerdo muy bien el Domingo de Ramos. Hacia las once de la noche se presentó en mi casa la policía, que me llevó a la cárcel sin darme explicaciones.
En la puerta de la habitación donde me encerraron, me registraron y me quitaron las gafas, el reloj, el rosario y el cinto del pantalón, para que no me cortara una vena o me ahorcara, cosa frecuente en aquellas cárceles. Después me empujaron hacia el fondo de la habitación, bastante grande y llena de presos hacinados y echados en el duro y frío suelo, totalmente desnudos. Así dormíamos.
Me colocaron junto a unas vasijas que hacían de retrete: “Toma una postura y no te muevas lo más mínimo en toda la noche sin permiso de los centinelas”, me dijo un jefecillo. ¡Qué noche tan larga y horrible! Los presos pedían permiso para cambiar de postura, para ir al retrete o para rascarse, porque estábamos llenos de piojos.
En las primeras horas no daban permiso para nada, pero, a medida que avanzaba la noche, condescendían algo, sobre todo para ir al retrete, donde yo estaba acurrucado y sin poder cerrar los ojos. Los presos, en general ricos, militares y maestros, con gruesas cadenas en los tobillos y completamente desnudos, tenían que pasar junto a mí, y hasta por encima, para ir al retrete, porque estábamos apiñados.
Al verme se quedaban asombrados y se decían en voz baja: “Hay un diablo extranjero”. Así nos llamaban a los de fuera.
Como las vasijas-retretes eran pocas y los presos muchos, se llenaban, rebosaban y me inundaban, mojándome y ensuciándome el cuerpo, sobre todo las piernas y la espalda. Pedí permiso para cambiar de postura y librarme de aquella repugnante y asquerosa inundación, pero me lo negaron. Y así pasé la noche, y así pasé la semana santa y tres semanas más.
Pero aquellas noches y aquellos días fueron para mí los más santos y los más misioneros de mi vida. Hasta bauticé en aquella cárcel a tres presos, a uno de ellos pocos minutos antes de sacarlo para matarlo.
Todos los días mataban a un buen número. Tuve en la cárcel muchos sufrimientos, pero también tuve muchas satisfacciones y consolaciones. Nunca me he sentido tan cerca de Dios y tan identificado con Cristo como en aquella Semana Santa de 1951 y durante el tiempo que pasé en la cárcel. Tenía yo entonces 38 años y, al salir de la cárcel, pesaba 35 kilos.
(…)
“A todos mis compañeros de cárcel”
Informativo Santa Rita, abril de 1994
No quiero terminar el capítulo de mi vida en la cárcel sin dedicar un cariñoso recuerdo a mis compañeros de prisión, porque llegué a encariñarme con ellos y ellos me quisieron, me defendieron y hasta me mimaron en cuanto pudieron y a su estilo.
Todos eran chinos y paganos que nunca habían hablado con un “diablo extranjero”. Al principio me miraron como a un bicho raro y no se fiaban de mí. Pero poco a poco, y a medida que me iban tratando y conociendo, fueron cambiando, hasta llegar a quererme, a defenderme, a confiar en mí y a contarme sus penas y sus problemas.
Solamente un preso, pagano, vecino y amigo mío, no me dirigió nunca la palabra y me dio siempre la espalda. Y lo mismo hice yo con él. ¿Por qué? Porque tanto él como yo temíamos que se enterara la policía de nuestra amistad y se ensañaran con él. Sólo alguna vez, cuando nadie nos veía, nos saludábamos con la vista.
Unos días antes de salir yo de la cárcel, lo sacaron para matarlo. Al pasar junto a mí nos miramos, lo bendije y lo bauticé con el deseo. Y estoy seguro de que él también tuvo el deseo de bautizarse, porque conocía el cristianismo. Por esto, también estoy seguro de que Dios se lo llevó con Él.
Que los presos llegaron a quererme y a defenderme lo demuestra el siguiente caso. Durante la noche, los presos no podíamos movernos ni rascarnos y, a veces, ni toser sin permiso del centinela. Una noche, el centinela de guardia se puso a cantar y noté por su voz que estaba de espaldas y que no me veía, y aproveché esto para cambiar de postura. Él no me vio, pero después notó que me había movido. Me gritó y me mandó ponerme en pie.
Uno de los castigos que nos ponían era sacarnos al patio y tenernos así y de pie toda la noche. O tenernos de la misma manera en la habitación también durante toda la noche. Cuando el centinela me mandó ponerme de pie, yo, en vez de obedecerle, apostadamente saqué los brazos y comencé a bracear y agitarme. Al ver esto, el centinela se enfureció más. Pero los presos que estaban junto a mí le dijeron:
— Está dormido. Si estuviera despierto, ¿cómo iba a hacer lo que hace?
Le convenció este argumento y me dejó en paz. Al día siguiente me dijeron los presos:
— ¿Pero cómo duermes tú? ¿No oíste los gritos que te dio el centinela?
— Sí, les dije, pero hice lo que hice para disimular y para que se convenciera de que estaba dormido y me dejara en paz.
— ¡Qué tío más listo y granuja eres!, me dijeron, riéndose. Tuve confianza para decirles la verdad, porque estaba convencido de que nadie me delataría.
Este caso y otros demuestran el cariño que me tenían. Yo también me encariñé con ellos y los quise con toda mi alma. Y cuando los veía sufrir y, sobre todo, cuando los sacaban a matar, me apenaba como si fueran hermanos míos.
Justo es, por tanto, que no me olvide de aquellos buenos amigos y compañeros de penas. Cuando salí de la cárcel, ellos se alegraron de mi libertad, pero también lo sintieron, porque perdían a un amigo de verdad. Y yo salí con la pena de dejarlos allí. Y es más, si entonces me hubieran dicho “puedes salir o quedarte, si quieres”, seguramente me hubiera quedado, pues sé que mi presencia y mi conversación les hacía mucho bien.
Yo fui el único preso que salió con vida de aquella cárcel, por ser extranjero. Todos los demás murieron fusilados, pero viven en mi memoria, en mi corazón y en mis oraciones. Que Dios los tenga a todos ellos en su gloria.