Corpus Campo en Brasil, el año 2008.

La ONGD La Esperanza, nacida por el impulso de los miembros de la Fraternidad Seglar Agustino-Recoleta y acompañada por la fuerza solidaria de las poblaciones de la Ribera de Navarra, ha cumplido 15 años de existencia.

De Madrid a Rio Branco (Acre, Brasil)

Después del día intenso vivido en Madrid, lo último que recuerdo de España es la sonrisa amplia y cariñosa de mi querido Chimi. Cuando Joaquín, pendiente en todo momento de mí, y yo entramos en el avión y vi lo grande que era, no pude por menos que pensar: “Esto no es un avión; es un pueblo entero”. Qué maravilla. Ni se movió al despegar ni durante las horas de vuelo, que por cierto no se me hicieron nada largas; seguro que, además de por ser tan cómodo, fue por la buena compañía (seguro que sí). No sé por qué me acordé de mi padre y rezamos el Señor mío Jesucristo, que él siempre rezaba. Después, el rosario, cosa que nunca me gustó rezar; ahora, me contagié de Joaquín y lo rezo todas las noches. (El Señor siempre está haciendo de las suyas conmigo).

Llegamos de madrugada a São Paulo y nos acogieron con mucho cariño los agustinos recoletos de la Provincia de Santo Tomás. ¡Qué bueno que, a tanta distancia, estén siempre los nuestros! Por suerte, ese domingo inauguraban la catedral, después de tres años de restauración. Fuimos con intención de oír misa, pero fue imposible, de tanta, tanta gente; a duras penas pudimos entrar y verlo, pero tuvimos que salir a empujones. Fuimos a misa a otra iglesia cercana.

De lo que sentí en esa celebración, no puedo dar razón. Sólo sé que, sin darme cuenta, comencé a llorar. Yo, que nunca lloro, que pocas personas me han visto llorar, me encontraba en una iglesia de Brasil llena de gente con un idioma que no es el mío, pero que comprendo bastante, rezando y llorando. Pero lo más asombroso es que me encontraba tan a gusto y no me importó nada; eso sí, hice los imposibles para que Joaquín no se diera cuenta, ya que se preocupaba demasiado por mí.

Después de comer y descansar un poco, nos llevaron al aeropuerto, donde cogimos vuelo de más de tres horas para llegar a Porto Velho. Por la noche, nos esperaba un grupo de seminaristas que por la sonrisa de “Monseñor” pude deducir que se querían mucho. Llegamos al seminario y allì pasamos la noche, ya que por la mañana “Monseñor” tenía reunión de obispos de Amazonas. Yo me dejaba conducir mansamente, ya que desde que cogimos el avión en Madrid, cambié el ‘chip’: no mandar en nada, sólo adaptarme a todo; y no decir “amante”, cosa que preocupaba a Joaquín, ya que aquí suena mal. Bueno, por lo menos lo de “amante” pienso que lo consigo fácilmente.

En el Palacio Episcopal

Allí me acompañó Railton, de la edad de mi hijo José Ángel, de pies oscura, ojos negros y grandes y amplia sonrisa. Está estudiando español y nos entendíamos bastante bien. Por la tarde me acompañó a visitar Porto Velho. Todo me parecía precioso, tan distinto. Fue precioso el paseo a orillas del río Madeira y un refresco de coco natural que tomamos. Fue una compañía estupenda. Al atardecer, los mismos seminaristas nos llevaron a coger el avión para Rio Branco. En un par de horas, ya estábamos en casa de “Monseñor don Joaquín Pertínez”. En el aeropuerto nos esperaba un monte de gente, con dos coches que nos llevaron a casa. Yo, para entonces, ya no estaba ni en cielo ni en tierra: tantos aviones, tantas horas sin descansar, tantas emociones y tantos sentimientos. Pobre de mí; no tenía ni idea de todo lo que me esperaba.

Primera noche en el Palacio Episcopal: casa grande, cómoda y bonita, mas no lujosa. Para palacios de obispos, los de España. Por primera vez me di cuenta de que nuestro Joaquín es en verdad obispo de Rio Branco, por mucho que le pese.

Nada más llegar, Joaquín ya se encontró con un montón de problemas. Problemas grandes y serios, que nunca contaré y que él compartió conmigo pues, sencillamente, porque estaba allí en ese momento. Yo le escuchaba, le animaba e intentaba comprenderle.

Por fin, colocamos en mi habitación los ochenta kilos de peso que traía desde España. ¡Qué locura!, hoy lo comprendo; desde atrás se ve todo tan distinto…

Nos fuimos a dormir; bueno, a dormir es un decir. Yo apenas cerré los ojos. Mi pensamiento corría de España a Brasil, de Brasil a España, y sólo pude hacer una cosa: rezar y rezar.

Me levanté temprano y bajé a buscarlo. Por la noche, Joaquín me enseñó su despacho y, a continuación, su refugio: una pequeña capilla, un altar, para sagrario una choza de madera, tres bancos pequeños y unos cojines en el suelo… y Joaquín, sentado en ellos. Me sonrió y me dijo:

–Aquí estoy, rezando.
–Siempre solo, yo le contesté.
–Solo no; estoy con Él.

Me senté y rezamos. Me dejó un libro en castellano, regalo de su amigo Miguel Miró, y así, sencillamente, sin programar nada, en una común unión, unidos en la amistad del carisma agustiniano, rezamos todos los días laudes y vísperas y después el rosario. Nunca podré olvidar esa pequeña capilla ni la grandeza de todo lo que viví en ella. Sin más compañía que Jesús en el sagrario y monseñor Pertíñez sentado en el suelo (¡y todavía digo “sin más compañía”! Como si fuera poco lo que estoy diciendo; como decía mi buen José María Abadía: —El Señor no sólo me ama; también me mima).

Después de desayunar, fuimos a misa a la catedral, que está justo enfrente de la casa; mejor dicho, a misa fuimos primero. Tengo que decir que, en este Brasil, el día comienza a las seis de la mañana, y que mañana empezaba la campaña política para las elecciones. Nunca vi nada semejante: cuánto ruido para tan mala política: banderas, pancartas, coches y furgonetas cargadas con gente, en su mayoría jóvenes. Seguro que les prometieron el oro y el moro, pero que, de momento no les han dado más que una camiseta o poco más. Música a tope, cantando cada uno la canción y la propaganda. Yo, la de Lula-la me la aprendí de memoria. Como la casa del Obispo está en el centro de la ciudad, no nos libramos ni de noche ni de día del ruido y montaje político. Y, al parecer, Rio Branco es uno de los lugares donde la política es más cruda.

De visita por la diócesis

Por la mañana, me presentó a Gracita, hermana de no recuerdo qué congregación, mujer maravillosa, por cierto: 62 años, alegre, dinámica, y es párroco de dos comunidades en Rio Branco. Puntal grande y fuerte para Joaquín, con riesgo de que se la quiten, pues ya lleva doce años y su comunidad la reclama.

Para asombro de Joaquín, nos entendimos perfectamente y nos hicimos muy buenas amigas, así como de Marisa, la cocinera y asistenta, persona tímida pero dulce y servicial. Al principio, le ofrecí mi ayuda y la rechazó, pensando que yo era algo especial; pero, poco a poco, la fui convenciendo que yo, como ella, limpiaba y trabajaba en la casa haciendo cualquier tarea. Al final, terminamos guisando y fregando juntas. Yo le enseñé a mi familia y conté un poco de España. Ella me enseñó la suya y me contó su historia, triste por cierto. Un día, con mucho respeto, le ofrecí alguna de las muchas cosas que traía de España, y cogió lo que quiso de ropa para ella y sus hijos, así como alguna bisutería. Estaba feliz, y yo sólo pensaba en que en realidad sólo limpiamos armarios y conciencias. Joaquín seguía sin salir de su asombro. Pero, como dice mi querido Félix Echarri:

—Dios es bueno y está siempre del lado de los pequeños.

Fuimos a un centro comunitario que tiene la diócesis. Tenía una reunión con los pocos sacerdotes que tiene. Yo, mientras tanto, recorrí las instalaciones con las Siervas de María, que tienen allí una comunidad pequeña y son las que cuidan todo aquello. Y ¡qué maravilla!, ellas eran italianas y entre mi esfuerzo y el de ellas también nos entendimos muy bien. Ellas fueron las que me dijeron que no dejara solo a don Joaquín hasta después de las elecciones, que eran momentos muy duros y el Obispo siempre está en el punto de mira. Después de la reunión, comimos allí mismo con los 17 sacerdotes que tiene, cada uno de una nacionalidad —entre ellos, un español, ya con bastantes años y una parroquia y comunidad inmensa que después recorríamos—.

Por la tarde, recorrimos parte de Rio Branco: comunidades enormes, kilómetros y kilómetros, de cabañas de madera entre el mato, y todas llenas de hijos, muchos hijos por todas partes, todos medio desnudos, ya que hace mucho calor —yo en mi vida he sudado tanto—. Sufrí tal impacto con todo aquello que no daba crédito, y todavía después de tantos días sigo sin reaccionar. Se me encogió el corazón y algo por dentro me dolió tanto, tanto, que me quedé muda, apenas dormía y no podía comer. No se lo dije a Joaquín por no preocuparlo, pues el pobre ya estaba demasiado pendiente de mí, pero en una semana perdí cuatro kilos; pero, a decir verdad, como me sobraban, no me vino nada mal y no los echo en falta.

Así fue transcurriendo la semana, entre las muchas obligaciones de Monseñor y su gran esfuerzo por enseñarme todo y que pudiera ver un poco todo aquello. Yo me sentía feliz sólo por el hecho de hacerle compañía y acompañarle y escucharle. Le vi sufrir mucho, afrontar grandes problemas; pero, sobre todo, le vi sentir una enorme soledad. Es agustino recoleto, hecho para vivir en comunidad, y no puedo por menos que rezar todos los días para que nuestro padre Provincial le mande alguno de los nuestros. Necesita ayuda y compañía. Me preocupa mucho.

Al otro día fuimos a las niñas de sus ojos, que es el seminario. Qué maravilla. Es precioso todo, pero sobre todo la capilla. Recuerdo que me dijo:

—Vamos a ver al Amo.
—Sí, vamos a pedirle que mande obreros a su mies, le dije.

Allí encontramos al padre Gabriel. Ya le conocí en Porto Velho. Franciscano cien por cien. Si alguien me pregunta si he conocido a un santo, diré que sí, el padre Gabriel. Hace un genial trabajo en el seminario, y los seminaristas son una maravilla. Yo me sentía feliz con ellos, tan sencillos, tan nobles y con tanta ansia de Dios. Celebraron la misa los dos, y los seminaristas alrededor; yo, en un rincón, contemplaba extasiada tanta belleza. Si me preguntan si alguna vez contemplé un trocito de cielo en la tierra, tendría que contestar que en aquella celebración.

Al final, para mi gran sorpresa, Joaquín me presentó. Yo no me lo esperaba, y me vino grande. Así que unas veces de dolor y otras de emoción, seguía sin comer y sin dormir. También teme que le quiten al padre Gabriel. Hermana Gracita y él son dos grandes apoyos y amigos. Dios dirá.

Todas las tardes salíamos a visitar su diócesis; se puede decir que la conozco mejor que la de Navarra. Vi su mundo grande y necesitado; vi cómo le quiere la gente sencilla. Cuando entrábamos en alguna capilla, siempre encontrábamos grupos de personas haciendo alguna celebración, ellos solos. Apenas si saben leer o escribir, pero hacen lo que haga falta, ya que el sacerdote o párroco no llega a todo. Yo disfrutaba un poco apartada, viendo cómo le querían, le rodeaban, le abrazaban y le pedían bendición. Una tarde no pude por menos de pensar: —¡Hale! Ya llega Julio Iglesias. Pero luego dije: —Para sí quisiera Julito tanto cariño de tan buena gente.

Mientras tanto, Miguel Ángel Peralta llamaba y reclamaba que cuándo llegaba, que mi viaje era para Lábrea, no para Rio Branco; y los dos falaban como el perro y el gato. Se quieren mucho y se pueden decir cualquier cosa. Yo, mientras tanto, intentaba sobrevivir a tantas emociones y sentimientos.

De todo gozaba y por todo sufría. Vivía plenamente cada momento y me sentía llena de gratitud.

Emociones fuertes

Una mañana, mientras desayunábamos, me dijo:

—Come bien, porque, igual, después no tienes ganas.

Y es que fuimos a visitar el hospital de los hansenianos. Está a unos cuantos kilómetros de Rio Branco.

Así como la miseria humana, la creada por el hombre, fue tan dura y tan fuerte, pues la enfermedad, todas aquellas personas mutiladas, me inspiraron una profunda ternura: tanto dolor, tanta resignación… Había casos fuertes y muy tristes, pero la mayoría vivía su enfermedad con una resignación y una dignidad asombrosa. Como una señora que, sin dedos, tejía ganchillo; un señor sin piernas, que me recordó mucho a mi padre —su sonrisa y sus ojillos—, era casi feliz porque Dios le había dado inteligencia; y en verdad que daba gusto escucharle de tanto que sabía. O la que nos sirvió de guía y compañera: le faltaba la nariz, pero ella, tan contenta contándonos que era la que más años llevaba en el hospital, más de cuarenta. Salí edificada de ver tanto sufrimiento y tanta dulzura en muchos ojos y en muchas sonrisas. La verdad es que ese día comí bien.

El día de san Francisco de Asís fuimos a celebrar a su capilla o parroquia, Monseñor todo revestido. Fue precioso. Yo no sé los miles de almas que habría allí aquella tarde. Yo nunca vi tanta gente junta; más que en las javieradas. Muchos, descalzos; otros, con ladrillos o cosas en la cabeza; niños y mayores, con hábito franciscano —dicen que eso es “pagar promesa. Qué pueblo tan distinto al nuestro. Pero lo curioso es que yo me encontraba tan a gusto, como entre los míos. Le doy muchas gracias a Dios porque, como siempre, al final me da todo lo que pido. Tantas veces, en mis años de encierro con mi padre, visitando Marcilla o Monteagudo, le decía:

—Qué bien se está aquí, Señor; déjame poner aquí mi tienda y quedarme más.

Él siempre me decía:

—De eso nada, monadas; acuérdate dónde quiero que estés.

Y, así, una y otra vez. Y yo esperaba pacientemente unas veces; otras, no tanto. El llegar a Rio Branco y vivir con Joaquín esos días fue la respuesta. Por fin, y después de tanto suplicar, el Señor me dejaba poner mi tienda en su monte Tabor —en eso se convirtió para mí la casa del Obispo—. Gracias, Monseñor; gracias, mi querido Joaquín; gracias, Señor, por tantas bondades y por tantos mimos, a pesar de que a veces también me maltrates.

Camino de Lábrea

Joaquín estaba preocupado por mi llegada a Lábrea. Miguel Ángel no se explicaba por qué no iba. Había un montón de problemas para que él me acompañara, pero no quería dejarme ir sola y ahora me explico por qué, ya que el viaje no es sencillo. Pero por fin llegó la solución. Los seminaristas que están en Porto Velho llegaron el viernes para las elecciones del domingo; y, así, se pensó que yo viajara con ellos y me acompañaran al aeropuerto para coger el último avión y por fin llegar a Lábrea. A mí me dio pena que Joaquín no me acompañara, pero, por otro lado, me alegré ya que el viaje suponía un gran problema de tiempo y trabajo para él.

De las muchas anécdotas que me han pasado, la más curiosa es la que me pasó cruzando el río Madeira, entre Rio Branco y Porto Velho. Los cuatro seminaristas y yo cogimos el autobús a las diez de la noche. Yo no me dormí, pero sí iba descansando y adormilada, cuando a eso de las tres de la mañana observé que el autobús se paraba y permanecíamos largo rato parados. Todo estaba oscuro y en silencio, y yo pensé que era una parada para dormir el conductor y, como siempre, todo me pareció tan normal. Vino Railton a buscarme y decirme que teníamos que bajar; y yo, sin preguntar nada, bajé con ellos.

Estaba un poco confundida. No sabía dónde estábamos, ni por qué bajábamos, ni adonde íbamos, pero me sentía tan protegida, ya que los cuatro chicos me rodeaban como cuatro centinelas. Yo no sé qué les dijo Monseñor; sólo sé que ellos me vigilaban y guardaban, y yo me sentía bien.

Caminamos unos metros y vi que muchas más personas, camiones y autobuses, nos situábamos y quedábamos parados, esperando no sé qué. Yo seguía sin entender nada, ni ver nada, y lo único que se me ocurrió fue mirar al cielo buscando un poco de luz. Pero lo que vi fue lo más asombroso de mi vida y que nunca olvidaré. Un ciento de estrellas giraban rápidamente sobre mi cabeza. Yo no sabía que en Brasil las estrellas brillasen tanto, y menos que giraran tan rápidamente. Debí poner una cara de susto tremendo, ya que los cuatro chicos rompieron a reír, y me replicaron que estábamos en una balsa cruzando el río. Yo no sé qué mole tenía que ser aquélla; yo no la sentí moverse, ni vi agua por ninguna parte. Yo sólo sé que, cruzando el río, vi girar las estrellas sobre mí.

Luego me explicaron que Joaquín les había dicho que cuidasen bien de mi, sobre todo al cruzar el río, ya que no me había querido decir nada para no preocuparme. Bueno, no sé cuál sorpresa fue más grande.

A las seis de la mañana, llegamos a Porto Velho, y con un coche del seminario vinieron a buscarnos. Yo quería que ya me llevaran directamente al aeropuerto, para no molestar; mas ellos, ni caso. Tenían órdenes concretas de Monseñor de que no me dejaran sola hasta coger la avioneta a las doce del mediodía para Lábrea. Así que, al seminario de nuevo. Desayunamos, ellos tenían clase y yo me quedé en el jardín esperando pacientemente la hora de salida. La música de nuestro José Manuel González Durán que yo traía en el bolso, un libro y la oración, me hicieron las horas de espera más entretenidas.

A las once me llevaron al aeropuerto todos menos Railton. Se despidió de mí en el seminario, y me sorprendió ver sus grandes ojos negros llenos de lágrimas. Nunca olvidaré su mirada dulce llena de cariño.

Por fin, en una avioneta no mayor que nuestra furgoneta, camino de Lábrea. Comparada con los aviones anteriores, parecía una pelotilla botando en el aire, pero yo estaba tan contenta, ya que era el primer viaje que hacía de día y, durante casi la hora que duró el viaje pude ver y contemplar la selva y disfrutar de viajar entre las nubes. Fue una maravilla. Y, a eso de la una del mediodía, aterrizábamos en nuestra querida Lábrea. Allí estaba mi querido hermano Miguel Ángel Peralta esperándome, cámara en mano, rodando mi llegada. No sé qué saldrá de ahí pues yo corrí a su encuentro diciendo:

—Por fin llegué.

También estaba Joyce con su amiga Tonina.

Con los frailes

A primera vista, Lábrea me pareció bonita. La casa de nuestros Padres, una maravilla: limpia, confortable y acogedora. En ella estaban padre Manuel Lipardo y padre Manuel Silva. No conocía a ninguno de los dos, mas no importaba: por el solo hecho de ser agustinos, yo los consideré mi familia; supongo que ellos así tambíén, pues como tal me siento tratada y acogida.

Enseguida de acomodarme en mi habitación, Miguel me dice que teníamos una reunión de la Pastoral de Bautismo. Y allí que me fui con él. Así fue como conocí el primer grupo de mujeres, y allí fue donde comenzó mi cura de humildad. Fui presentada por Miguel con todos los honores, y ellas me veían como algo especial. Ellas no podían saber que las especiales eran ellas para mí. Mujeres valientes y valiosas: sin apenas saber leer ni escribir, con toda su buena voluntad dispuestas a dar lo mejor de sí. Mujeres que, si en ese primer encuentro eran desconocidas, hoy ya forman parte viva de mi vivencia en Lábrea, ya que me une a ellas un gran cariño. Ahí conocí a Raimunda, Nati, Fátima y muchas más. Fue el comienzo de muchas hermosas y duras vivencias que me esperaban. Menos mal que la semana que pasé en Rio Branco con Joaquín fue como un noviciado de preparación para toda la cruda realidad que me está tocando vivir.

Después de rezar vísperas y cenar, a las siete me fui con fray Manuel Lipardo a misa a la catedral y me quedé muda de asombro. Nunca vi gente más humilde, más cariñosa y más triste. Estaba asombrada: un grupo de jóvenes se encargaba de preparar la liturgia, y otro ensayaba los cantos, micrófono en mano, como si de un concierto se tratara. Salí encantada. Después fuimos a casa del obispo a visitar a mi querida Joyce, pues tenía la certeza de que estaba triste. Sabía que me esperaba con mucha ilusión, y apenas habíamos estado unos minutos juntas. Le dio mucha alegría. Nos pudimos abrazar y charlar a gusto. Ése fue el comienzo de una vivencia muy hermosa y muy especial para las dos. Como todas las noches, dormí mal, no conseguía desconectar. Menos mal que mi buen Miguel me puso en la habitación un aparato de música con discos de la hermana Glenda y otros. La música y la oración me salvaron.

Tengo que confesar que, los primeros días, apenas me acordaba de nada. Sólo vivía a tope y atropelladamente un cúmulo de sentimientos. Sentí vergüenza por no acordarme más de mis hijos, de mi marido, de mi familia y de mi grupo, todos a los que tanto quiero. Pero yo pienso que, en el fondo, no los había separado de mi y vivían todo conmigo.

Miguel y Joyce hicieron un programa de lunes a jueves (Centro Esperanza); viernes a domingo, Pastoral de la Criança. Las dos cosas las he vivido a tope con ellos.

El Centro Esperanza, a primera vista, es una maravilla. 150 meninos por la mañana, y otros tantos por la tarde. Momento importante, la comida. El primer día, dos presentaciones -mañana y tarde-: trescientos ojos mirándote como algo especial, aplausos y cántico de bienvenida, intentar decir algo que ellos entiendan y, la verdad, tengo que decir que con paciencia y supliendo con el corazón lo que no daba el cerebro, conseguimos entendernos -vaya, por lo menos eso pienso-.

En la cocina, Rosa, la cocinera, con un grupo que estudian con ella, preparan unas enormes soperas de comida. Cuando me dice Rosa:

—El último día comen más, por si acaso no comen el fin de semana.

Aquello fue la gota que colmó el vaso: se me llenaron los ojos de lágrimas y salí corriendo, buscando un lugar donde esconder mis lágrimas, que ya no podía contener por más tiempo. La buena Raimunda, mujer sensible y que -como ella dice- ‘gustaba mucho’ de mí, me vio, y fue la encargada de recoger mis lágrimas y de enjugarlas. Eso nos unió y nos hizo muy buenas amigas. Es la encargada del Centro y persona de confianza de Miguel. Yo tuve que explicar mi emoción diciendo que para ellos yo era una extraña, mas ellos para mí no: eran nuestros filios de Lábrea, por los que durante tantos años trabajábamos y luchábamos, yo y un grupo de personas en España. Así fui hablando del Centro Esperanza de Lodosa, mostrando fotografías y contando nuestra historia, que vivíamos paralela a la de ellos. Me emocionaba verles comer en aquellas mesas de las que tanto habíamos hablado; los murales pintados, de los que tenemos tantas fotografías. Y, así, poco a poco, nos fuimos haciendo familiares y más cercanos.

La realidad del Centro Esperanza, como de toda Lábrea, es mucho más cruda y difícil de lo que parece a primera vista. Cuando te vas enterando de sus vidas, de cómo viven, te das cuenta de que cada persona es un mundo de problemas, de sufrimientos y de lucha por sobrevivir.

Algo muy común aquí es la infidelidad en la pareja. Difícil, encontrar una familia en la que no haya hijos de distintos padres; hasta en las más estables existen casos de hijos tenidos de otras relaciones. Las madres empiezan a tener hijos para los catorce o quince años. Luego, el enamorado desaparece y, cuando de nuevo se enamoran, tienen otro filio. Así, encuentras muchos casos. El otro día, en el interior de la selva, dos chiquillas preciosas con 17-18 años tenían dos niñas cada una, la mayor con cuatro años. Pero lo peor es que apenas tienen fariña y algo de pescado para comer; con la fariña y agua quitan el hambre, pues se les hincha la tripa y les da la sensación de no tener hambre. Mas, con eso sólo, crece la tripa y la desnutrición.

Cuanto más cerca estoy del pueblo labrense, más descubro sus vidas y más me afecta su sufrimiento. Veo a fray Miguel -como le llaman en el Centro- sufrir y preocuparse por cada caso que a diario aparece. Las meninas están acostumbrados a que les den todo hecho y no valoran el esfuerzo y el trabajo que se hace por ellas. Sólo piensan en enamorarse, y eso trae consigo un hijo, que en la mayoría de los casos sólo tiene madre y luego cría la abuela. He tenido que dejar de enseñar las fotografías de mis hijos, ya que todas las meninas estaban enamoradas de Fernando y de Josean. Los meninos han sido un poco más prudentes, quizá porque estoy menos con ellos.

Poco a poco ya me ven como una más de casa. Son muy cariñosos conmigo. Ya, cuando me ven por la calle y en misa, me saludan; me llaman ‘doña Corpus’ -como dicen ellos-, me rodean y abrazan; y a mí ni que decir que me encanta que me quieran. Pero la realidad de cada menino es bien difícil. Veo a Miguel Ángel sufrir y luchar, y llevar cada caso como si fuera suyo propio. Cada día es lo mismo: quejas de madres que no pueden con sus hijos; otros hijos de los cuales sus padres apenas se preocupan; así que, aquí, nuestros frailes tienen que hacer de médicos, de sicólogos, de director, maestro, sacerdote y no sé cuántas cosas más. Eso que, gracias a la disciplina que se impone, el Centro Esperanza funciona muy bien. Pero el desgaste y el esfuerzo que eso supone es tremendo; y, si no, que se lo pregunten a Miguel y a Manuel.

Yo me entiendo muy bien con ellos. Todos me reclaman y quieren que vaya a sus talleres. Les abrazo y a ellos les encanta. Claro, que mi postura es la mejor: estoy de visita, y el trabajo duro lo dejo para los freis. En fin, no dejo de admirarme de la tarea de titanes que se está realizando, y todo por amor de Dios, como les suelo decir.

El día del cumpleaños de mi nieto le recordé de una manera especial. Me daba pena no poder darle un montón de besos y abrazos. Es del que más me acuerdo, ya que todo el día estoy rodeada de chiquillos por todas partes, y todos me miran con sus grandes ojos negros, porque aquí si algo tienen bonito son los ojos.

Ayer fue el día de rodaje de la película, mañana y tarde. Miguel Ángel, cámara en mano, cogiendo a cada grupo de los talleres. Ya se verá la cinta. Los meninos, felices y contentos, mas ‘doña Copas’ -como dicen ellos-, ya no sabía qué cara poner; pero supongo que, cuando vea la cinta en Lodosa, gozaré mucho.

Centro Esperanza

En el Centro Esperanza ya me encuentro como en mi casa. Al principio fue duro, pues tantos aplausos y felicitaciones me abrumaban y me hacían sentir fuera del tiesto. Ahora ya me ven más cercana, me dan demasiado cariño, tanto los meninos como los monitores, pero en especial mi buena Raimunda y Socorriño, su marido, que son muy buena gente. El otro día, comí con ellos en su casa. Ellos dicen estar ‘molto contentos’ con mi presencia. No terminan de entender que la agradecida, y mucho, soy yo, por tantas demostraciones de cariño.

Miguel está realizando una ardua tarea en el Centro. Le quieren mucho, pero sobre todo le respetan. Ha sabido imponer una disciplina que es imprescindible para el buen funcionamiento del Centro, pero sobre todo para esos trescientos diablillos que se las traen. Solamente conviviendo con ellos se da uno cuenta de cómo son. A ver si aprovechan algo de lo mucho y bueno que se les enseña.

Ahora, con lo que disfruto un montón es con las celebraciones en la catedral. Miguel hace unas misas preciosas. Además, lo dice todo con tal convencimiento que es imposible no creer lo que dice. Después pregunta quién cumple años o aniversarios. Salen al altar con él y allí todos los presentes cantamos, y con palmas, las felicidades. Es increíble para España; ahora, yo disfruto de lo lindo. Me admira también cómo la gente joven participa en la liturgia: animan con danzas, y siempre un grupo joven canta con mucho gusto. El domingo pasado se celebraba el día de la juventud. Fue preciosa. De las siete y media hasta las nueve; algo impensable también para España. Y aquí todos tan contentos. No sé si llevaré alguna misa en cinta. Espero que sí, pues son para verlas.

En esta misma misa me pasó algo curioso. Como siempre, para rezar el padrenuestro, todos nos damos la mano. Y justo en ese momento especial, se apaga la luz y se encienden unas de emergencia. Hacía precioso. Me encantó. Yo pensé que estaba preparado; pero, qué va, fue coincidencia, ya que en Lábrea quitan la luz con frecuencia. Todavía se está riendo Miguel de mí.

Lo que fue precioso también fue una celebración de la misa en la playa de Zabareia. ¡Qué maravilla! Está por el río a una media hora en lancha. La capilla, algo increíble, y los asistentes también. Yo no daba crédito a lo que veía. Fuimos hermanas, Socorriño y Mª Elena, Joyce, Miguel y yo. Alfredo, conduciendo. Me parece que tenemos cinta; ojalá, porque fue preciosa.

La otra mañana fui con Miguel a grabar algunas cosas de Lábrea, y a visitar a doña Rita, la última casa de un barrio muy pobre, pero bonito, ya que tiene muchas flores. ¡Dios mío, qué casa! Yo pensaba que no me quedaba más miseria que ver en Lábrea. Pero como eso no me había tocado ver; más pobreza y más miseria ya no se puede pedir: toda rota y destartalada hasta el extremo de tener que mirar dónde ponías los pies para no caer. Después visitamos a doña Irene, más curiosa y digna, pero con un monte de problemas, criando nietos que no tienen padre, y muchas cosas más. La buena mujer es ministro de la eucaristía. Seguramente será donde más feliz será. Tenía una mirada muy dulce pero, como casi todos aquí, triste. La mujer, feliz y agradecida con la visita. Y, como en tantas ocasiones, me emocioné y lloré. Luego visitamos a otra vecina; una era hanseniana, tenía una pierna ortopédica y le faltaban dedos en las manos, pero encantada con la visita del frei.

Con lo que gocé mucho fue el otro día que visitamos el barrio de Mutirão y pude ver nuestro centro “Don Florentino”, y en Fátima el “Frei Jesús Pardo”. Son preciosos y muy grandes. Además, que están en barrios muy pobres y alejados del centro. La verdad es que no pude evitar sentir cierto orgullo al pensar que habíamos participado de algo tan importante para esta gente. En la iglesia de Fátima está enterrada hermana Cleúsa. Me dio mucha emoción rezar en su tumba y poder hacer unas fotografías. Así, poco a poco, voy conociendo toda la realidad de este pueblo, tan pobre, por el cual, sin darme cuenta, he sufrido tanto. Pero también estoy gozando mucho

Pastoral de la Infancia

Joyce es la encargada de la Pastoral de la Criança. En Lábrea existen 182 líderes, y se atienden 1.506 meninos. Se les controla el peso una vez al mes, y si están desnutridos -que en la mayoría de los casos es así- se les dan unos compuestos vitamínicos que se preparan en la farmacia de la pastoral. Todo ello, con productos naturales. Y así, poco a poco, van recuperando el peso normal. Quiero dar las gracias a mi querida Joyce, pues gracias a ella he conocido y vivido la pastoral de la infancia.Todas las tardes, visitamos algunas. Es un trabajo excelente, y ves y vives la realidad de este pueblo labrense, dura y difícil. Es admirable el trabajo realizado por los líderes, personas sencillas, en la mayor parte de los casos muy humildes, que ponen sus casas y su persona al servicio de la pastoral.

Me está tocando vivir casos muy duros, y que me causan gran dolor, sobre todo por ser las criaturas indefensas las que más lo padecen; así que, como estoy tan sensible, pues enseguida me saltan las lágrimas. Al principio les extrañaba; ahora ya no: cuando llego a casa, fray Manuel Lipardo, con ese tono tan cálido que tiene, me pregunta:

—¿Lloraste hoy?.
—Sí, Manuel, lloré hoy, le contesto yo, como si tal cosa.

Me está impresionando tanto todo lo que vivo, y me he integrado tanto en este mundo que el otro día tuve que hacer un esfuerzo para recordar la cocina de mi casa. Yo misma me asombraba. Sólo reflejaba mi memoria casas de madera.

Ayer salimos de casa Miguel y yo, y en la puerta nos encontramos a una señora con un niño de unos dos años dormido en los brazos y una botella de plástico en la mano. Pedía gasolina para el motorcillo de la canoa, ya que vive en el interior. Miguel me miró y, con ese genio pronto que saca, me dijo:

—Mira, no empieces a complicarme la vida.
—Pero si no te he dicho ni palabra, le contesté.
—Sí, pero tiene ojos en la cara.

Total que le dio la gasolina. Si tiene el corazón que no le cabe en el pecho, qué pobre; que no le complique la vida, dice, como si no la tuviera complicada hace tantos años; es no sólo párroco de Lábrea y del Centro Esperanza, es padre y madre de todos. Mañana vamos a visitar a los indios apurinás. Me hace mucha ilusión.

Los apurinás

Hemos viajado con la lancha por el Purús hasta encontrarnos con el río Ituxí, que es donde vive la comunidad de los apurinás. Qué maravilla, es preciosa. Y nos han recibido muy bien. Hemos visto dos niños recién nacidos: uno, gordito; la madre tiene catorce años y es muy bonita; me los han dejado coger y he disfrutado un montón. Les hemos comprado muchos collares y pulseras. Ellos, tan contentos, y yo también porque quiero llevar bastantes para casa.

A la vuelta, nos ha cogido una enorme tormenta por el río. Apenas veíamos, y no podíamos aguantar el golpe del agua, así que hemos tenido que reducir la marcha; y Raimundo, atrás sacando el agua con un cubo. A mí, que me pasa de todo, me ha pasado una cosa curiosísima, pero como es muy íntima no la quiero escribir.

Se ha corrido la voz entre los indios de que la española tiene reales y compra pulseras y collares, y todos los días en procesión al Centro Esperanza a buscarme. ¡Qué gracia! Les he comprado un montón. Cuánto disfruto. Yo compro lo que me hace ilusión, y ellos felices cuando ven el dinero, y yo más cuando se lo doy; pero han sido tantos que ya les tuve que decir que la Española no tenía más reales.

Toína es una líder de la pastoral, y además muy buena amiga de Joyce. El otro día fuimos a su casa para saludar a su madre, y nos dijo si queríamos visitar una familia de indios apurinás que vivían cerca. Así que les visitamos y nos recibieron con mucho cariño. Nos enseñaron una fotografía de hermana Cleúsa, que la tenían como un tesoro, y su ilusión era poder ponerle un marco. Nos la confiaron, y al otro día volvimos con ella. Madre mía, qué felices con su fotografía enmarcada. Disfruté viéndoles tan contentos con tan poca cosa.

El otro día visitamos la casa de los hermanos maristas. Es preciosa, y el colegio muy grande. Pero lo que más me ha llamado la atención es una gruta muy bonita que tienen en el jardín con Nuestra Señora de Lourdes. Es un rincón muy bonito. También la capilla es muy especial. Decorada toda estilo Amazonas. Los hermanos todos, muy cariñosos y cercanos. La otra noche nos invitaron a celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Es bonito porque se siente muy buena relación entre las tres congregaciones.

Ahora, donde hay hijos a montón es en el colegio de las agustinas. Dijo Eremita que dos mil y pico, cuando le visitamos. El otro día yo disfruté mucho porque algunos de ellos también están en el Centro Esperanza y, en cuanto nos vieron, vinieron a nuestro encuentro; y a mí, que me encanta que me quieran, pues tan feliz rodeada de todos ellos.

Día 30 de octubre

Ha sido un día fuerte para mí. No he comentado cómo es mi vida en esta comunidad.

Para las 6 de la mañana nos levantamos; yo, como duermo poco, siempre antes. Nos reunimos en la capilla, que por cierto es preciosa. Rezamos laudes y la misa. A las siete desayunamos y comienza el trabajo en el Centro Esperanza. Fue al llegar fray Manuel Lipardo que se encontró todos los tiestos y las plantas tirados por el suelo y estropeados; en la puerta, tirado, un cuchillo grande. Cuando vino la policía, la única solución que dio es que se pagara un vigilante de noche. Rezamos a las once y comemos a las once y media. María, la de la ropa y limpieza de la casa, fue a buscarme para que la acompañara a su casa. Le hacía ilusión que conociese a su familia. Fui con mucho gusto. Para la una, al Centro otra vez. Enseguida vino a buscarme Concepción, de la pastoral de la infancia. Joyce quería que la acompañase para hacer una visita, y qué visita. Joyce es del Consejo Tutelar de Menores, y le habían comunicado que se había cometido un aborto de un niño de cuatro meses de gestación y le habían enterrado en la parte trasera de la casa. Fuimos las dos. Una tal señora Luisa negó y negó que allí sucediera nada. Llamó a una sobrina que había venido de Porto Velho: 19 años, cara y ojos muy tristes. También negó y dijo que alguien la quería mal porque no tenía padres, y tal y tal. Fuimos a hablar con Auxiliadora, también de la Pastoral, y dijo que ella lo había visto, ya que fue su suegra quien lo recogió, y que sabía muy bien dónde estaba enterrado. Todo había sucedido por la mañana. Esto eran las tres de la tarde. Volvimos con la hermana Glorinha, con el Prefecto y un policía y dos más del Consejo Tutelar, y ellas seguían negando. Mas, cuando fuimos a la parte trasera de la casa y se removió un poco el fango, allí apareció. No pude evitar lanzar un grito de horror; y lloré, lloré de pena ante el desastre del mundo.

Me pasó lo mismo cuando fuimos a visitar un menino. Su madre, Sebastiana, tiene seis niños más. Allí estaba sentada en el suelo sin hacer nada para amamantarlo. El niño pesaba 1.600 gramos y tenía un mes. Yo nunca vi nada más pequeño. Sentí tanta pena por él que me dolía el corazón y rompí a llorar. Me puse de rodillas, saqué la teta de la madre y presioné hasta que manó leche y el pequeño mamó; vaya si mamó de su legítimo alimento. Le hemos visitado otras veces y la madre parece un poco más animada; pero el otro día le pesamos y sólo ha engordado 300 gramos. Le dije a la madre si me lo daba, y dijo que no, pero yo no sé si algo tan pequeño pueda vivir. Ojalá sea otro caso como el de Mateus. El otro día le vi y está precioso.

En fin, todo lo que estoy viendo y viviendo ya no es pobreza: es miseria, miseria de mente, miseria de espíritu.

Cuando aparecimos en la casa con el feto, a la tía le dio un patatús en el cual yo no creo. Y la pobre madre rompió a llorar y confesó su delito y lo que había tomado para abortar. Yo la abracé. Sentía tanta pena por ella… Cómo puede una madre llegar a matar a su hijo; qué pasará por esas mentes; qué sentirán esas almas para llegar a cometer semejante locura. Dios mío, cómo me duele el desenfreno de este loco mundo que tenemos. No pude cenar, y en la oración de vísperas recé por esa pobre infeliz: cómo estaría, qué sentiría sola con su dolor en la cama del hospital, ya que la policía la llevó -pidió ella misma que la llevasen, pues tenía fiebre y estaba sangrando-. Estoy escribiendo y no me la puedo quitar del pensamiento; si puedo, iré a visitarla. Odio lo que ha hecho, pero que la justicia y Dios la juzguen; yo sólo puedo sentir tristeza y piedad por ella.

En fin, para terminar el día me han llamado mis hijos y mi marido. Como quería falar con todos, poco les he podido contar; pero me dicen que todos están bien, y eso es lo más importante. Cuantos más desastres vivo aquí, más me acuerdo de ellos, y pienso que todavía les tengo que cuidar y querer más, si puedo. P. Manuel Silva me ve triste y se preocupa. Qué majillo padre Manuel: me encanta su paz serena y tranquila.

En fin, menos mal que mañana viajamos por el río a una comunidad del interior. El Purús me quita las penas y me renueva. Qué maravilla, manejando la lancha en la inmensidad del río, disfrutando de la belleza del paisaje, que es una preciosidad, sobre todo al atardecer. Es lo mejor que tiene Lábrea; bueno, además de los frailes y las monjas. Qué sería de este pobre pueblo sin ellos y la pastoral de la infancia.

Ayer, hermana Mª Elena y hermana Socorriño salieron con el barco grande de desobriga para un mes por el río para visitar las comunidades del interior. Qué valientes mujeres. El calor y los mosquitos son lo peor, pero confieso que, si me hubiera dado tiempo, me habría ido con ellas muy a gusto. Si se pudiera expresar en un papel la cara de felicidad de la gente que nos recibe con la mejor de sus sonrisas y todo su cariño… Yo ya me voy acostumbrando, pero al principio alucinaba: qué casas, qué ropas; no tienen nada. No puedo menos que pensar en España, en nuestra sociedad de consumo -comprar, comprar-, y ellos tan poco. ¿Serán felices?, me pregunto cuando les miro. No lo sé. Sólo sé que me llama la atención su sonrisa, su acogida cariñosa, sus ojos muy tristes y sus dientes todos cariados, si es que los tienen, pues casi todos les faltan. Hoy, cuando iba con María a visitar a su familia, me he encontrado con tres familias de las que visitamos la semana pasada, y enseguida han venido a saludarme. Me hace mucha ilusión, y yo les abrazo con mucho cariño.

Desobriga

He dormido mal. No podía apartar de mi mente esa pobrecilla cuando se la llevaron al hospital, ni su criatura cuando, metido en una caja de zapatos, lo llevaron a enterrar al cementerio. Todavía me estremezco con esos recuerdos y no dejo de llorar. Me duele el estómago y la tripa. Menos mal que tengo mi música y mi oración. No he querido decir nada a mis frailes para no hacerlos sufrir.

El día de hoy ha sido más bonito. Para las ocho de la mañana, Joyce y yo hemos ido al hospital para visitar a la pobrecilla de ayer. Se llama Erika. Estaba sentada en la cama. Está mejor, mas nunca vi una cara tan triste e inexpresiva. No se podría decir qué sienten: si dolor o indiferencia, como si todo les diera igual. Por la tarde, la llevaban presa.

Me ha recordado su frialdad a otra pobre que vi el otro día. Fue a mitades de mes. En una riña mataron a un chico; 22 años. Deja tres hijos. Su mujer -que no es su mujer-, 20 años. Fue a pedir ayuda a casa del obispo.

—Qué vas a hacer ahora, le pregunté.
—Al interior, con los abuelos, contestó.

Tenía la misma fría expresión, como de pasar de todo, que Erika esta mañana en el hospital.

Esta mañana hemos viajado a la comunidad de Nazaret, la más alejada de la Prelatura. La siguiente pertenece ya a Canutama. Dos horas de lancha por el río. Qué maravilla. Estoy más roja que un tomate, pero feliz. Me ha compensado del sufrimiento de ayer. La comunidad, preciosa, parecía un paraíso. Lástima que no hicimos fotografías. Dicen que es de las mejor organizadas. Hicimos una celebración de la palabra, y las líderes nos cantaron una canción de bienvenida. Joyce me hizo a mí cantar otra, así como hacer un comentario sobre la lectura. Seguro que me entienden a medias, pero ellos tan felices con la visita y con la española. Para ellos es una novedad, ya que pasan meses y meses sin ver a nadie nuevo.

Después nos reunimos en casa de Raimunda, la líder. Toda la comunidad participó de la comida. Cada familia llevó algo y fue un gran banquete. Me recordó a las primeras comunidades, tenían que ser algo así; es uno de los sitios en que más feliz me he encontrado. Después de comer, por no despreciar, me eché la siesta en la red, y por cierto es bien cómoda. Por la tarde, a casa, dos horas en la lancha; me encanta. Es un recorrido que a remo les costaba dos días; ahora, menos porque tienen “motorillo”, pero es muy lento y les cuesta mucho llegar a Lábrea, y es el lugar más cercano. Parece mentira que, en el siglo XXI, se siga viviendo así. Y dicen que África es peor.

A las seis, a cenar con mi comunidad, y después vísperas. Qué delicia, qué dulzura convivir los hermanos unidos. Esta casa es un remanso de paz y armonía. Soy feliz en ella. Custodia, mujer atenta y buena cocinera, guisa estilo España. María, la de la limpieza, agradecida cien por cien si le das un poco de cariño. Y de mis frailes qué decir. Miguel Ángel para mí es mi hermano, me cuida y se preocupa por todo. Padre Manuel Silva, da gusto estar con él; emana paz y tranquilidad. Fray Lipardo tiene una sonrisa especial que a mí me encanta. Yo estoy con ellos como si siempre hubiera vivido aquí. Les doy las gracias de todo corazón por acogerme en su casa y darme su confianza y su cariño haciéndome sentir que son mi familia. Esta noche, cenando, se han reído los tres de mí porque les he dicho que no tenía claro cuáles son los chopos de la Ribera… No daban crédito, y no paraban de reir.

El otro día visité con Miguel el hospital para ver a una señora del interior, dolente de un cáncer grande. La familia quería llevarla a Manaos. Imaginaos: familia de la selva, sin papeles, sin dinero, sin conocer a nadie allí, además de no tener cura… Otro trompazo que recibí. Me quedé de piedra cuando a eso se le llama hospital. Imposible explicarlo; hay que verlo. Colchones, todos rotos; y de sábanas, ni existen. La higiene, mediocre, y la asistencia pues imagino, por lo que vi, cómo tiene que ser. Lo único que sé es que yo entré bien y salí mala. Qué será ingresar allí.

Ayer por la mañana visitamos con Miguel y Raimundiña -mujer buena y cariñosa como ella sola- a unas cuantas familias de hansenianos. Como siempre que hemos estado con ellos, salgo edificada. Cómo puede ser posible que te reciban en sus casas con tanto cariño. Yo disfruto con ellos. La primera, Irene, vive con su madre. Qué hermosura de sonrisa.

—Cómo estás, Irene, le pregunté.
—Todo bien, gracias a Dios.

Le faltan las dos manos y una pierna, y está muy agradecida a Dios porque la sacaron del interior, le curaron las heridas, los freis les ayudaron a construir su casa y además tiene un loro que parla con ella. Y así todos los casos que visitamos.

Después fuimos a filmar las capillas y los centros. Me hace mucha ilusión para poder contarles todo mejor y que los de España vivan un poco todo lo que yo estoy viviendo. Cuánto me acuerdo de todo el grupo. Cuánto sufrirían, pero cuánto disfrutarían también, como yo. Pero, si se sufre, es porque se ama; y, si amas, es que estás vivo. Hoy nos enteramos de que sale barco para Canutada – Tapauá – Manaos el martes día 5 a las seis de la tarde. Miguel ya reservó camarote, así que pocos días me quedan de estar aquí. El tiempo ha pasado muy rápido; parece mentira que haga más de un mes que salí de casa.

No sé decir si me da tristeza o no salir de Lábrea. Sólo sé que me llevo un recuerdo especial de tanto cariño recibido, y que me encantaría volver. Quién sabe. Dios dirá.

Joyce me comentó que nuestro obispo, Jesús Moraza, no venía de Manaos hasta finales de semana.

—¿Cómo? –le dije–. ¿Es que no le voy a ver?

Le llamamos por teléfono. Le dijimos que salíamos el día cinco. Se sorprendió, pues pensaba que me quedaban más días. Así que, todo atento, cogió un avión y adelantó el viaje para poder vernos. Qué alegría me dio. Fuimos al aeropuerto a esperarle. Le di un abrazo bien grande. Quería agradecerle de todo corazón el detalle que tenía de adelantar el viaje para que pudiéramos vernos. Llegó para las 9 de la mañana y pasamos el resto de la mañana juntos en su casa. Cuánto disfrutamos, sin parar de hablar y hablar contándole mis aventuras y desventuras de mi vida en Lábrea. Cuando yo cogía un respiro, él me contó de su viaje a España, a Roma con el Papa, y a Alemania. Se veía feliz y contento. Disfrutó mucho de su visita a Lodosa, a pesar de que fue corta. Me dijo que le gustó mucho el local que hemos comprado, y que sus hermanos quedaron encantados con nuestras mujeres y el Chucho. Cómo no, si son extraordinarios. Comimos juntos en su casa y después me acompañó a la nuestra y a saludar a los freis. Cuánto disfruté viéndoles tan contentos todos. Quedamos para las cuatro de la tarde para decir misa en el cementerio, ya que, aquí, el día dos de noviembre es el día de finados.

Aquí no celebran día de Todos los Santos, sino día de Difuntos. A las cinco de la mañana, suenan las campanas y suena la música. A las cinco y media, se sale en procesión cantando y rezando, camino del cementerio; lo llaman la caminada. Pues allí que me fui. Nos llovió un buen chaparrón, pero no me puedo permitir perderme nada. Se reza por los difuntos y se encienden velas. Yo me fui a rezar a la tumba de nuestro hermano Jesús Pardo. A las cuatro, misa que celebró Jesús y concelebraron los Manueles. Acudió mucha gente a honrar a sus difuntos y celebrar la misa.

Qué detalle por parte de nuestro obispo Moraza. Cómo no me voy a sentir contenta y agradecida. En mi vida me regalan tantas muestras de cariño que yo no sé cómo las voy a agradecer. Pues queriéndolos tanto como ellos ya saben que les quiero.

De despedida

Hoy, domingo, día 3 de noviembre, ha sido uno de los días en que una tiene que ser feliz por fuerza. Fuimos a despedirnos a la comunidad de Playa de Pirão: gente buena y sencilla. Luego, a Playa de Lábrea, todo por el Purús con la lancha. Es la comunidad de doña María, una de las personas más cariñosas que yo he conocido. Sus nietos Raimundo, Rosa y Divino son los animadores de la liturgia y el coro. Fray Lipardo celebró. Cuánto gocé. Además, de algunos cantos ya conocía la música. En frente de mí, una ventana por la que sólo se veía la selva. Todo verde; precioso. Al final de la misa, otra sorpresa: ahora va de despedidas; pero, vamos, no tanto, con canciones, aplausos y yo falar algunas palabras. Dije:

—Fray Manuel, luego traduzca.

Y una señora dijo:

—No hace falta, la hemos entendido todo.

Comimos, como todos los domingos, juntos, las tres casas. Éste tocó en casa de las hermanas. Después de comer pasé un rato muy a gusto con hermana Glorinha y Eremita. Por la tarde, fui con Miguel a una reunión de la Legión de María. Más de treinta mujeres. Ya, como las conozco a todas, pues tan a gusto. Rezamos el rosario; ahora, como ya me gusta, pues me sentí bien.

No puedo dejar pasar el gesto de doña María en la Playa de Lábrea. Cuando me despedí de ella y le di un fuerte abrazo, ella me deslizó en mi mano un billete de cinco reales. Yo, que he visto cómo viven, puedo decir con certeza que fue como la viuda del Templo, que dio todo lo que tenía. Como en tantas ocasiones, salí edificada y emocionada.

Pero no terminaron ahí las sorpresas. Por la noche, fui a misa, como todos los domingos, en la catedral. La celebraba nuestro obispo Moraza, y es una misa que la televisan siempre. Pues a Monseñor, al terminar, no se le ocurre otra cosa que hacerme una despedida. Hacerme subir con él al altar y, bueno, yo qué sé todo lo que quiso decir. Yo hablé en mi portugués recién aprendido, que cómo será; a mi manera me hago entender.

Todo esto me está viniendo un poco grande pues, sinceramente, no venía preparada ni esperaba nada de todo esto: sí estar muy a gusto con mis frailes, Joyce y Monseñor, así como en el Centro Esperanza. Pero para nada al nivel de toda la gente. La misa televisada la debió de ver mucha gente, ya que después muchas personas por la calle se acercaban a saludarme y darme un abrazo. Increíble.

Hoy, en el Centro, la mañana se la han traído todos mis filios de acá para allá. Escribiendo postales y papeles de despedida. Yo ya lo voy asimilando y ya no me sorprendo tanto. Sólo le pido al Señor que me dé la suficiente humildad para aceptar todo con sencillez y cariño sin envanecerme por ello, pues está siendo demasiado.

Esta tarde me faltaba por vivir algo increíble después de salir del Centro. Fui a buscar a Joyce para ir a visitar por última vez a mis niños preferidos, Janeiro y José Nauto, cuando ha llegado Auxiliadora con una prima de 20 años bien bonita, por cierto. Lleva dos años casada y no puede tener hijos. Y es que, esta mañana, una madre le ha dado a Protección de Menores a su hijo sin apenas un mes, pues no lo quiere tener. Para mí, alucinante: allí, en la calle, en casa del Obispo, se le ha entregado un papel con la huella del pie del niño y otro que tiene que firmar la madre en la Delegación. Hala, sin más trámites ni burocracia, una madre se ha deshecho de un hijo que no quiere, y otra tan feliz con un hijo que no podía tener. Por la tarde la hemos visitado y estaba toda preocupada porque está malito, con fiebre. Dios mío, qué mundo; como dicen aquí, no acredito.

Raimunda, la madre de José Nauto, esta tarde nos ha recibido con más ánimo. El niño sigue siendo diminuto, pero parece que ha mejorado. Se le veía un poco mejor y, por lo menos, la oreja y el oído los tenía curados. Le tengo un cariño especial; es mi preferido. Al despedirnos, la madre me ha deseado buen viaje y que sea feliz en mi tierra. Es la primera vez que le escuché decir algo. Se nota que la pobre está mejor.

Janeiro estaba malito, con infección de oídos pero, a pesar de todo, se ha venido conmigo tan a gusto. Sigue pareciendo un hombrecito enano, pero es muy listo, es un encanto. En fin, yo ya mañana me voy de Lábrea; posiblemente nunca les veré, pero nunca les olvidaré y, a través de la Pastoral, sabré de ellos y, si en algo les puedo ayudar, pueden contar con ello, así como con mi oración.

Por la noche, me dicen que reunión de la Pastoral en casa del Obispo. Pero, qué va: cena de despedida, con poesías, regalos, música y canciones. Don Jesús, tan feliz, y Joyce no digamos. Fue precioso. Con decir que de la Playa de Lábrea vinieron los nietos de doña María con un regalo precioso… Otro, Alfredo y Auxiliadora, también la comunidad de la Consolación; en fin, todos los líderes de la Pastoral que más cercanos estaban a mí desde mi llegada.

También celebramos la llegada de Verilda; vive también en casa del Obispo con Joyce. Persona alegre y trabajadora, fuimos a buscarla al aeropuerto, pues estaba trabajando en Vitoria de Espíritu Santo. Sólo pude estar ese día con ella, pero disfruté mucho ya que sé que quería mucho a mi hijo José Ángel. En fin, como todo en este viaje, precioso.

Cuando llegué, a más de las diez de la noche, estaba fray Manuel Silva, y le pude contar. Él se ríe, pero con mucho cariño acoge todo lo que le comparto. Esa fue mi última noche en mi querida casa de Lábrea, donde me he sentido tan bien.

Por la mañana, mi último día en el Centro Esperanza. Emoción, lágrimas, cartones y escritos de despedida… demasiado, Dios mío. Por la tarde, con el otro grupo, igual; pero yo, peor pues apenas controlaba ya y me podía la emoción. Nunca nadie se sintió tan bien pagado y recibió tanto por tan poco. Ya no podía más y salí precipitadamente sin apenas despedirme mas, como siempre, allí estaba frei Manuel para recoger mis pedazos. Pensé que todo terminaba allí, pero qué va_ fue una continua despedida, que acudían a casa y, por la tarde, al barco, que salía a las seis y fue a las siete.

Por el río, de Lábrea a Manaos

Ya era noche cerrada cuando Miguel y yo, acompañados por Fifí y sus hermanas, dejábamos Lábrea. Tantos años pensando venir y ahora ya me marchaba. Lloré y lloré todo lo que quise; todavía no sé por qué: supongo que de emoción, también de pena por dejar algo que tanto amaba, también de agradecimiento por vivir algo que tanto había soñado.

Mientras tanto, Miguel Ángel se afanaba en coger sitio y colgar las redes porque de camarote, nada: las redes y bien juntitas, ya que viajaba muchísima gente. Ahí empezaba otra nueva etapa de mi viaje. No sé decir si la mejor, ya que todas han sido preciosas, pero cuánto disfruté: agua, mucha agua, y naturaleza; sentarte y ver pasar durante horas un paisaje verde lleno de árboles -pero sin chopos-. Eso sí, mi sueño estaba muy bien guardado por el clero: a mi derecha, un padre agustino recoleto; a mi izquierda, un pastor protestante. Ni que decir tiene que, como el sitio era tan escaso, yo procuraba acercarme hacia mi fraile. No me voy a ir con la competencia a estas alturas.

El pastor, un señor muy agradable de unos cuarenta y cinco años por lo menos, viajaba con su mujer de no más de 18 y un niño de un añito precioso. Como compartíamos tan poco espacio, pues enseguida me familiaricé con ellos; además, que el chiquillo, muy listo y cariñoso, me recordaba a mi nieto. Jugaba mucho conmigo y no extrañaba a nadie. Al final, el pastor me intentaba enseñar canciones que, como eran bonitas, yo escuchaba muy a gusto.

A nuestras espaldas, viajaba Francisca, mujer bonita por cierto: cuarenta y dos años, doce hijos, cuatro muertos, uno hacía dos años ahogado en la playa del Pirão, cinco añitos -mundo tremendo éste-. Viajaba a Manaos con dos hijas dolentes al médico -una no parecía muy normal-: trece y quince años. Gustaba estar cerca de mí y tocarme el pelo sin parar de reír.

A nuestra derecha, viajaba una parejilla muy joven. Ella, preciosa sonrisa, alegre y movida, subía y bajaba de la red un montón de veces para dolencia de Miguel, pues la tenía encima y molestaba un montón. Pero allí no servían quejas; se vivía y se convivía. Con mucha paciencia y me atrevo a decir que al final con mucho cariño. Cuando me despedí de ella, me dio un montón de besos y abrazos.

Dicen que nos tocó viajar en el peor barco, pero para mí también fue el mejor ya que nunca he viajado en otro, y de verdad que los inconvenientes fueron mínimos. Comía poco y, por lo tanto, tampoco necesitaba mucho del servicio, que fue lo peor. Todas las demás necesidades las tenía más que cubiertas. Gozaba de todo lo que precisaba en ese momento: dos buenos libros, buena música, paz, silencio, agua, naturaleza y la inmejorable compañía de mi -para mí- hermano Miguel.

Además de las hermanas Fifí, Cecilia y Mª Cota, con dos de sus hijos, que tuvieron el detalle de adelantar su viaje a Manaos para acompañarnos. Personas buenas por demás, con las que yo me sentía muy feliz, por ser familia íntimamente unida a Joaquín. Ni que decir tiene lo que pude disfrutar con ellas. Ya me habían invitado dos días a comer a sus casas, y puedo decir que también son mi familia.

Así fueron pasando los días, casi cinco, mientras yo recuperaba mi calma, atropellada por tantas emociones en la despedida. El segundo día, al mediodía, llegamos a Canutama, pueblo muy querido para Miguel, por haber estado allí muchos años de párroco. Allí conocí al padre Juan Flores. Los dos nos conocíamos de referencia, pero no personalmente. Nos acogió con mucho cariño y, como con todos los nuestros, me sentí bien con él. Canutama, pueblo bonito y limpio; la iglesia muy bonita, recién pintada, así como los centros de pastoral. Es todo tan distinto a nuestro mundo…

La parada fue de dos horas, y de nuevo al río. Al tercer día por la noche, llegamos a Tapauá. Allí estaba nuestro “pequeño” Rodrigo y Vicente, esperándonos con gran cariño. Cenamos algo con ellos y vimos la plaza, la casa y la iglesia recién arreglada y bien bonita. El tiempo fue escaso, pero la compañía buena. Nos acompañaron al puerto. Sentí pena, pues no pudimos ver a Juan Cruz Vicario, ya que nos cruzamos con él en el río, pues viajaba a Lábrea para un encuentro de matrimonios. Están realizando un gran trabajo, la pastoral matrimonial, ya que participa la pareja y esto, en este mundo en que la familia está tan desestructurada, es muy importante.

El cuarto día por la mañana, qué maravilla, el encuentro del río Purús con el Solimões. Ahí ya te pierdes en tanta hermosura. A eso yo ya no podía llamar río sino mar.

Estando arriba contemplando, y filmando Miguel, nos sorprendió una tormenta, y luego otra. La cosa se complicó bastante, mas yo no pensé que era para asustarse y no me preocupé demasiado. Sí que me dio pena la gente cuando, toda angustiada, empezó a ponerse los chalecos salvavidas, llorando y rezando. Yo no me explicaba tanto pánico. Para mí que el barco era lo suficientemente grande como para aguantar aquel oleaje que nada tenía que ver con los oleajes del Cantábrico. Así empecé a decirles, por tratar de tranquilizarles. No se me ocurrió otra cosa mejor que sentarnos en el suelo y empezar a cantar la canción del peregrino que a mí tanto me gusto. Algo entenderían, digo yo, ya que, poco a poco, se fueron tranquilizando. Bueno, no tanto por la canción como porque la tormenta fue pasando y las aguas volvieron a la tranquilidad normal de siempre.

Por la noche, ya más tranquilos y viendo ya las luces de Manaos, pudimos ver no sin dificultad el encuentro del Solimões con el “mar” Negro, y ahí es cuando se forma el Amazonas. Qué preciosidad. Hacía frío; eran las doce de la noche, pero aguanté bien. No me podía perder algo tan bonito. Casi dos horas bordeando Manaos hasta llegar al puerto. Cuando, por fin, atracamos, nadie se movió, como lo más natural. Allí nos quedamos a pasar la noche. A mí no me importó en absoluto, ya que dormir en la red para mí ha sido una maravilla.

Antes de amanecer, recogimos las redes, un montón de equipaje, con un taxi, a casa de los frailes. El hermano Miguel nos estaba esperando. Aquella noche durmió poco, ya que a fray Saturnino le dio un pequeño achuchón. Pero está bien y no pierde su sentido del humor. A mí me llama Julieta, porque dice que mi marido es Romeo. Me hace mucha gracia que a Pepe y a mí nos relacione con ellos.

Manaos, la capital

El hermano Miguel nos acomodó en nuestras habitaciones, y yo, como en todas las casas de los nuestros, pues feliz y contenta. Después de desayunar, fuimos al puerto, y qué maravilla -como dije antes-. No puedo pensar que esto es agua de río sino del mar. Me dicen que es el encuentro de agua dulce más grande del mundo. Por la tarde, aquí, en Santa Rita, había confirmaciones de cincuenta adultos. Qué maravilla; la ceremonia, preciosa. Aquí es todo tan emotivo y distinto… La celebró el obispo de Manaos y concelebró el prior de la casa, fray Eliécer, fraile que yo no conocía pero con el que me he encontrado muy a gusto desde que llegué. Gracias, fray Eliécer, por tu acogida generosa en tu casa; gracias por tus ratos de charla conmigo y por hacerme sentir bien y como en mi casa.

Ni que decir tiene la alegría que Milton y yo sentimos. Nos dimos un abrazo grande cuando nos encontramos. Ya nos teníamos un gran cariño desde España, pero ahora lo hemos reforzado con nuestra vivencia en la misma casa. Anoche, después de la misa de confirmaciones, fuimos a la capilla de la Asunción pues, como fray Saturnino estaba pachucho, la dijo Miguel Ángel. Dios mío, qué sorpresa. En medio de Manaos, y encontrar una capilla como las del interior: toda de madera, pequeñita, con muchos santos, pero muy limpia y bien cuidada, con su grupo que cantaba muy bien; y, como en todas las comunidades, con su grupo de jóvenes de liturgia.

Miguel hizo una misa preciosa cercana y cálida. Se presentó y dijo por qué venía. Dios mío, qué alegría; fue la primera vez que me sentí bien y que acepté todo aquel cariño con una natural sencillez.

Hoy hemos visitado la comunidad del Tancredo Neves, con sus siete capillas que atienden nuestros agustinos. Y, por fin, por fin, de repente se me ha encendido la luz y he comprendido bien lo que quiere decir la palabra “comunidades”. Mira que me lo explicaron Joaquín y Miguel, pero una cosa es saber y otra comprender. Bueno, pues ahora comprendo y me admiro más de este pueblo, que tiene un puesto, un lugar, en la familia de la Iglesia, ya que ellos son parte de ella, por la que luchan y trabajan y se responsabilizan.

Por la tarde, de compras con el hermano Miguel y visita turística por el gran Manaos. Y no puedo menos de pensar lo afortunada que soy, que pocas personas de España han tenido la suerte de recorrer como yo tanto de estas tierras amazonenses.

Manaos es precioso. Si lo tuvieran más cuidado y más limpio… Mas parece una ciudad de contrastes. Muchas cosas hermosas, muchas tiendas y puestillos, puedes comprar de todo, pero mucha miseria, mucha pobreza y mucho desastre.

La excursión de hoy ha sido preciosa. Hemos ido al encuentro de las aguas del río Negro con el Solimões. Qué maravilla. Es una de las cosas más sorprendentes que he visto nunca. Lo que hemos disfrutado Milton, Miguel Ángel y yo. Los tres y dos chicos de Argentina hemos comido en la selva. Por cierto, una buenísima comida. Ya tienen concertado con la agencia de viajes fotos con la culebra y el perezoso. Tienen que ser bonitas. Después, un largo paseo por la selva, donde hemos podido admirar los más hermosos y raros árboles. Todo tan tupido que apenas penetraba el sol. El suelo mullido por las hojas y la humedad. Milton y yo hicimos el camino cantando, y Miguel filmando la película. La selva es tan espesa que el guía nos explicó que el otro día se perdió de sendero. Al rato llegamos a un lago muy bonito donde nacen lo que en España llamamos “nenúfares”, aquí “Reina Victoria”. Les puso el nombre un británico en honor a su reina, de hermosos que le parecieron. Son muy grandes; pueden medir más de un metro en círculo.

Fue un día precioso, pero a mí me cogió el sol de tal manera que estoy como cuando bebo un par de copas de champán; pero bueno, feliz y contenta. Yo no sé cómo voy a agradecer tantas atenciones y tantas preocupaciones por parte de todos, pero en especial de Miguel Ángel. Con decir que le llaman “Don Preciso” porque nunca tiene tiempo para dejar Lábrea, y ahora todos están extrañados de que lo ha hecho por acompañarme. ¿Cómo puedo corresponder yo a tanto? Pues queriéndole tanto como le quiero; por eso me permito llamarle ‘hermano’.

Después, dando un largo paseo a casa, fuimos viendo la cantidad de pobreza con que viven debajo de los puentes u orillas de pequeños riachuelos, llenos de basura y aguas detenidas. Es horrible. A pesar de ver tanto como voy viendo, sigue impresionándome y haciéndome sufrir. Justo al lado, el palacio del Gobernador. ¡Qué contraste!

Por la noche fuimos a Carrefour, a comprar, y eso ya es un mundo aparte. Precioso, pero, como en tantos sitios, demasiado para comprar y consumir. También visitamos Punta Negra de noche. Precioso. Es como si dijéramos la Concha de San Sebastián: pisos, paseo bonito, pero sobre todo la playa del río -yo le llamo “el mar de agua dulce”-.

Esta mañana, nuestro buen guía Milton nos ha llevado a visitar el zoo de los militares. Es pequeño, pero muy limpio y bonito. Tiene los más típicos animales de la Amazonia. Y después, ya que queda cerca, a Punta Negra de día. Qué precioso. Lo que he disfrutado. Nadie diría que no es una playa de mar. Me he metido vestida, claro, ya que no llevábamos traje de baño. Estaba el agua tan caliente que yo me quería bañar entera, pero a Miguel Ángel no le ha parecido bien. No sé por qué, si era vestida; pero bueno, no soy capaz de hacer algo que le disguste.

Por la tarde, a ver el famoso teatro de Manaos. Data del año 1890, me parece, y es algo fantástico que nada tiene que envidiar a los de Europa. Refleja el tiempo de gloria y de esplendor de Manaos, en su brillante época del caucho.

Esta noche han venido a visitarnos los padres de Renato, corista en Marcilla. Él les dijo por teléfono que yo estaba aquí. Son de aquí mismo, gente buena. Hemos disfrutado un rato juntos, y han quedado muy contentos, pues les he dicho que iré enseguida a visitar a su hijo. La señora, muy atenta, me ha regalado un CD de música religiosa. Se lo agradezco mucho el detalle.

Lo que cuesta regresar

Los días van pasando y no me hago a la idea de que me tengo que marchar. No dejo de acordarme ni un minuto vivido de las mías del Centro, de cuánto habrían disfrutado con nosotros. Pero de quien me he acordado mucho es de mi querido Javier Monroy ya que, en mis largas horas de encierro con mi padre, me hizo mucha compañía y los dos planeábamos viajar juntos a Lábrea. Perdóname, Javier, por no haberte esperado, pero tú tienes más tiempo que yo. De todas maneras, quién sabe, a lo mejor viajamos juntos. Yo al principio pensé que no, pero ahora digo: “Igual vuelvo”.

Esta mañana hemos visitado los mercados centrales. Nunca vi más comida ni más puesto ni peores condiciones. Esto es un mundo aparte. Por la tarde, los talleres de la parroquia hacen también cosas muy bonitas en macramé, ganchillo y pintura. Después hemos visitado a la madre de Milton, y hemos estado muy a gusto.

Ya es mi última noche en esta casa de Manaos, en la que, como en todas las nuestras, he sido tan feliz. El prior, fray Eliécer, Milton, hermano Miguel y fray Saturnino han hecho que su casa sea mi casa, y eso no se puede pagar con dinero. De las atenciones de Miguel Ángel, de su afán porque vea todas las cosas, de sus cuidados y preocupaciones por mí, pues no tengo palabras porque me quedaría corta. Mañana a las doce salimos para Río. Allí, otro avión a Madrid. Tengo una sensación extraña. Parece que hace un año que salí de casa, de tanto como he vivido; y, sin embargo, se me ha pasado en un soplo.

Ahora tengo que ver cómo organizo el puzzle de mi vida, pues tengo todas las piezas fuera de su sitio. Ruego al Señor que me ayude a encajar todo lo vivido aquí en mi vida real de allí. Esto contenta de regresar. Es mi familia y mi casa y todo lo que me espera; pero no puedo negar que siento cierta tristeza al decir adiós a todo esto, así que diré “hasta la próxima”.

Quiero agradecer a mi marido el apoyo que, con toda mi familia pero principalmente él, me ha dado para poder hacer este viaje. A Miguel Ángel, por haber insistido tantas veces en que teníamos que venir, así como su dedicación. A don Joaquín Pertínez, que cargó conmigo en el viaje de venida y me hizo el regalo de llevarme con él a su casa de Rio Branco. A toda la comunidad de Lábrea y Manaos, por acogerme en su casa como a una más de la familia. A mis queridos Miguel Miró y Chimi, por acoger y apoyar en todo momento el proyecto de este viaje.

A mi querida Fraternidad, por su ayuda incondicional para con mi familia, y la ilusión y el cariño que han puesto en todo momento, a pesar de la pena por no poder acompañarme. A don Jesús Moraza, por su cariño y acogida en Lábrea. Pero, sobre todo, quiero dar gracias a Dios y a nuestro padre san Agustín, que me cuidan y hacen que mi vida, a pesar de los pesares, sea una maravilla.

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