La predicación de san Nicolás, de Juan Barba. Cripta de la iglesia de Santa Rita de Madrid.

La iglesia de Santa Rita de los Agustinos Recoletos en el madrileño barrio de Chamberí guarda en su cripta un tesoro pictórico dedicado a san Nicolás de Tolentino, creado por el artista Juan Barba (1915-1982). En Tolentino y en Madrid encontramos un santo vivo y próximo a las necesidades de la gente

Es el motivo iconográfico de la mitad trasera de la cripta. Como el de la eucaristía, también éste se desarrolla en díptico. A la izquierda, encontramos una espléndida galería de personajes, que completa la anterior, la de la misa. Y enfrente, en el lado gris, está exento el panel de la llegada de los agustinos recoletos a Filipinas

La roca

En el centro de la pared en color, dividiendo las dos escenas de la misa y la predicación del Santo de Tolentino, se levanta una gran roca de la que mana agua. Parece clara la alusión a la roca de Meribá, de que habla la biblia. Según Ex 17, 1-7, el pueblo de Israel, salido de Egipto, se sintió atormentado por la sed y le reclamó agua a Dios. Éste, por medio de Moisés, hizo brotar agua de una roca, y el pueblo pudo saciar su sed. Que es, justamente, lo que aquí se apresura a hacer la gente: llenar de agua sus cántaros vacíos.

A este pasaje inspirador Barba añade -nos lo dice él mismo- otro texto bíblico, éste del Nuevo Testamento, el de la Samaritana (Jn 4, 9-17). Jesús se encuentra junto al pozo a esta mujer pecadora y le pide agua de beber, para terminar ofreciéndole él agua viva que salta hasta la vida eterna. ¿No podría ser la Samaritana esa mujer color crema que, en actitud religiosa, se recoge al margen de la escena para sorber con devoción del agua de su cuenco?

Quizá es con esta imagen bíblica como mejor expresa Barba lo que quiere decir el panel de la predicación de Nicolás, y aun toda la cripta. La suya es una visión tétrica de la humanidad, pero no pesimista. Presenta al hombre errante por el desierto de la vida, pero sus figuras tiene un norte, están orientadas. El hombre sufre de sed, pero lo sacia la palabra que predica el Santo.

Predicación de San Nicolás

No corresponde a ninguna escena concreta de la biografía del Santo. De hecho, Barba no se basa en la biografía, como tampoco en la iconografía tradicional, que podía haberle suministrado motivos abundantes. Quizá ni siquiera sabía que el Santo de Tolentino había sido predicador de oficio. El caso es que, o la información fue deficiente, o el pintor la desechó para quedarse con el perfil escueto de Nicolás como santo compasivo y próximo a la gente, a la que administraba consuelo y la palabra de Dios.

Así de esquemático y profundo es lo que Barba retrata. El mismo Santo, ya sin los ornamentos sagrados, ahora vistiendo el hábito recoleto. El mismo rostro enjuto y la mirada elevada al cielo, con la mano extendida en gesto no se sabe si de exhortación o de intercesión. Los mismos personajes de rasgos goyescos y colores de El Greco. La misma imantación que prende en los oyentes. Sólo que, aquí, el cielo es plomizo, la luz más fría, los colores un poco desvaídos.

Y están, en primer plano, varios personajes que concitan la atención, dando a la escena un cierto dramatismo. Son los dos crucificados y el endemoniado, que forman un grupo aparte; sus figuras contorsionadas contrastan con el relajamiento con que los demás escuchan al Santo.

En primer lugar, el epiléptico que se retuerce por tierra, desnudo. Parece, más bien, un endemoniado, como lo indica su rostro monstruoso y sus cabellos hechos serpientes. A su lado, calmándolo y presentándolo al Santo, está una mujer de facciones regulares y serenas. Sabemos, por declaraciones de Barba, que en el endemoniado se ha representado a sí mismo, y que la mujer es su esposa, Marina. En ellos se ejemplifica el amor samaritano que, dentro o fuera del matrimonio, carga pacientemente con las taras y los desplantes ajenos.

Junto al endemoniado, cerrando la composición, están los dos crucificados. Son figuras de un gran vigor expresivo, al tiempo que personajes misteriosos. ¿Qué quieren representar? A primera vista recuerdan a algunos penitentes de las procesiones de Semana Santa, como los empalados de Valverde de la Vera, en Cáceres. Pero es de nuevo el mismo Barba quien nos lo aclara: “Ésos son los cristianos, los que cada día aceptan cargar su propia cruz”.

Toda la realidad humana, en fin, la muestra Barba abierta a la trascendencia. También en su dimensión histórica. Sorprende encontrar, a lo largo de estos paneles en color, reminiscencias de distintas épocas de la historia artística. La influencia de Goya y El Greco es palmaria. Pero también encontramos tipos sacados del mundo de Velázquez, Murillo, Rembrandt, Zuloaga… Laura Arias, historiadora del arte, lo ha detectado:

“…es como si Juan Barba hubiese querido formar un variopinto collage, tomando de aquí y de allá personajes de los pintores de antaño que más admira…”

La razón, a nuestro juicio, no es meramente estética, ni es un prurito académico. Es la forma que el artista tiene de romper los particularismos locales y de tiempo para apuntar al ser humano esencial, intemporal. Al hombre de cualquier época, la palabra de Dios y la santidad tendrán siempre algo que decirle; serán lo único que pueda saciarlo.

Llegada de los Agustinos Recoletos a Filipinas

Es la única escena que no tiene que ver directamente con san Nicolás, al menos en apariencia. En realidad, continúa el tema de la predicación del Santo: sólo que ahora lo hace a través de sus hermanos de hábito agustinos recoletos que a lo largo de los siglos se han encomendado a su protección. La escena ocupa un panel exento de 26,60 m2 que recrea el momento histórico de la llegada de los primeros recoletos a Filipinas, en 1606. Quedan ya comentadas las circunstancias que justifican la inclusión de esta escena en el conjunto de la cripta. Se trata de un homenaje a la labor misional en Filipinas de esta rama de la familia agustiniana.

Volvemos a encontrarnos con un panel pintado en grisalla, esta vez sobre fondo gris, a base de negros y blancos. La acción se sitúa en tierras adonde aún no ha llegado el evangelio. La única luz que ilumina el cuadro es especialmente intensa: la de la estrella de san Nicolás, que guía a los misioneros. Junto con el purgatorio, en este mismo lado derecho, la estrella es el único de los atributos tradicionales del Santo que comparecen en este descomunal óleo. También aparecerá en el frente del altar y en el óculo del centro del techo, que comunica con la iglesia.

La composición de la escena se basa en dos diagonales que, desde el borde, confluyen hacia el centro, para encontrarse bajo la estrella. Por el lado derecho, desembarcan los misioneros, que sólo tienen ojos para la estrella y la ruta que ésta les marca. El hábito negro que visten les da una especial consistencia que contrasta con la irrealidad del paisaje filipino. Por lo demás, llegan en humilde baroto, la popular embarcación indígena, con escasa impedimenta sobre la que destaca el libro de la palabra de Dios.

Forma la otra diagonal un grupo de nativos, alineados a lo largo de la playa, con un fondo tropical apenas insinuado. A la luz metálica de la estrella, estos indígenas tienen apariencia de autómatas, con la mirada perdida, sin fisonomía propia, faltos de programa, vagando en tinieblas y en sombra de muerte (Sal 107 10.14).

Aunque se anuncia un cambio. Con los misioneros, llega la buena nueva. La estrella de Nicolás es, en realidad, el lucero de la mañana, que adelanta el día. El primero de los religiosos, que ya está en tierra, es bien acogido por los filipinos, que se arrodillan para recibir la Buena Nueva. Será la siguiente generación, la de los niños, la que acogerá en plenitud la semilla de la nueva fe.

Barba lo representa en el indígena de espaldas que cierra la composición, a la izquierda. Señala a su hijo la presencia de la estrella, que le baña el brazo con su luz. Y, sobre todo, en el cuadro hay una nota de color; sólo es una y discreta, pero suficiente para romper la monocromía. Es la falda sepia de la mujer que aparece de espaldas con un niño en brazos, un niño iluminado también por la estrella. A su lado, en el suelo, tiene otros dos hijos: uno se le agarra a la falda; y un segundo, con reminiscencias de Sorolla, chapotea en el agua. Ellos sí están atentos a la estrella y a la llegada de los misioneros. Ellos son el futuro, y la mujer bien puede representar a todo el Archipiélago Filipino.

El Cappellone de Barba

Podemos dar por seguro que Juan Barba no había leído el proceso de canonización de san Nicolás, ni conocía las pinturas de mediados del siglo XIV que cubren las paredes de su capilla funeraria, conocida como el Cappellone, en Tolentino. A pesar de ello, creemos, coincide en lo sustancial con los artistas que la decoraron. En uno y otro lugar, en Tolentino y en Madrid, encontramos un Santo vivo y próximo a las necesidades de la gente.

Probablemente, el Cappellone se corresponde con el proceso. Pedro de Rímini, su supuesto autor, intenta representar plásticamente las variadísimas experiencias de sanación obradas gracias a Nicolás y relatadas por los testigos y los propios protagonistas.

Barba no plasma ninguna de las curaciones del proceso. No las conocía y tampoco le interesaban. Sin embargo, para la sinfonía pictórica de la cripta, difícilmente se encontraría mejor guión que el propio proceso. La humanidad doliente que desfila en las 371 declaraciones de éste, es la misma que se arracima detrás del Santo que celebra la eucaristía o a su alrededor mientras predica.

El pintor madrileño transciende la anécdota, para centrarse en la condición humana. Una condición de fragilidad, de pobreza, de fealdad; pero también de insatisfacción, súplica y necesidad de Dios. En el punto donde ambas líneas se entrecruzan, allí se encuentra el Santo. En eso, justamente, consiste la santidad auténtica, que se hace cargo de las miserias humanas, -ajenas y propias- y las eleva hasta Dios, ofreciéndolas en Cristo, Dios y hombre. No se puede resumir mejor la vida y el papel histórico de san Nicolás de Tolentino.


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