La iglesia de Santa Rita de los Agustinos Recoletos en el madrileño barrio de Chamberí guarda en su cripta un tesoro pictórico dedicado a san Nicolás de Tolentino, creado por el artista Juan Barba (1915-1982). En Tolentino y en Madrid encontramos un santo vivo y próximo a las necesidades de la gente
Los dos cuarteles delanteros reproducen la misa de san Nicolás, de la que participan tanto los vivos (a la izquierda) como los fieles del purgatorio (a la derecha). Posiblemente aquí encontramos la razón de ser de la cripta. Falta la documentación, pero responde a la práctica del septenario continuado de misas, popularmente conocido como “misa tolentina” en favor de las ánimas del purgatorio. Cuando la cripta y la iglesia se construyen, a mediados del siglo XX, esta devoción goza de gran popularidad y es muy favorecida por las comunidades agustinianas, que recaban de ella importantes ingresos.
En cuanto escena, resulta aquí la más propia, tratándose de un lugar donde ordinariamente se va a celebrar la eucaristía. Y mejor, como de hecho está, en la parte delantera, de forma que sirva de respaldo al altar y se despliegue ante la vista de los fieles. Expresa así plásticamente lo que en el altar se realiza. Y ayuda a que, durante las misas, los fieles se reflejen, como en un espejo, en la multitud de personas que Barba pinta pendientes de la eucaristía del Santo.
Como se identifican, por el otro lado, con las ánimas del purgatorio, por las que oran. En ellas reconocen a parientes y amigos, o ellos mismos se ven después de la muerte. Estamos en tiempos en que se ofrecen muchas misas por los difuntos, y este panel del purgatorio es aquí especialmente oportuno, porque representa lo que se está haciendo e incita a practicar siempre más esta obra de caridad.
En conjunto, esta mitad delantera de la cripta representa a la Iglesia, asamblea reunida alrededor de la eucaristía. Por una parte, la Iglesia que peregrina en la tierra; por otra, la que se purga antes de pasar a la plena visión de Dios. La Iglesia del cielo y su papel de intercesor, la representa el propio san Nicolás.
San Nicolás
Barba retrata a san Nicolás de perfil, recortándose nítidamente sobre un fondo de figuras desvaídas, en segundo plano. Es el momento central de la eucaristía, la elevación del cáliz, y tanto el Santo como los asistentes están sumidos en adoración. Nicolás mira intensamente el cáliz que levanta. El joven fraile agustino recoleto que hace de monaguillo, recogido en oración, le levanta ritualmente la casulla mientras toca la campanilla de rigor. Y, tras ellos, un apretado friso de personas, por lo general arrodilladas, participa de su arrobo.
Delante de Nicolás, también de rodillas, dos ángeles contagiados de la luz divina le sostienen sobre la cabeza una corona. A primera vista, parece responder a un episodio bien conocido de la vida de Pedro de Monterubbiano: la coronación con que culmina la tentación de Fermo. Pero no creemos que sea el caso. Resultaría extraño que se diera en el marco de una eucaristía. Y, sobre todo, sería la única alusión biográfica que encontramos en la cripta; alusión tanto más rara por tratarse de un episodio poco frecuente en la iconografía española. Más bien creemos que se trata de un gesto genérico de homenaje o reconocimiento de la santidad de Nicolás; por más que la corona resulte un duplicado de lo que el halo de su cabeza ya manifiesta.
El Cristo
Su imagen preside la cripta, igual que preside el altar y la eucaristía. Hasta ella conduce el pasillo procesional que desemboca en el altar.
En la eucaristía se repite sacramentalmente el sacrificio de la cruz. Eso es lo que Nicolás está realizando y lo que todos adoran. De ahí que Cristo no esté crucificado, ni tenga clavos, cruz o corona de espinas. Su humanidad yace, distendida, sobre ese surtidor de luz, cada vez más intensa, que simboliza a Dios.
Porque no sólo comparece Cristo; es la Santísima Trinidad la que está representada. Según el testimonio de Manuel Carceller, a la sazón provincial agustino recoleto, en su plan primero Barba pensaba pintar una Trinidad al estilo de la de El Greco, con Jesús derrumbado sobre el regazo del Padre y ambos envueltos en la luz del Espíritu. Aquel proyecto evolucionó hasta convertirse en el actual: también de la Trinidad. En él la luz del Espíritu sigue bañando a Cristo, y la presencia del Padre queda insinuada en la mano apenas visible que acaricia la cadera izquierda de su Hijo.
Marcando la frontera de la divinidad están, a uno y otro lado, los ángeles, ministros suyos en relación con los hombres. Barba se mantiene, así, fiel a los esquemas iconográficos tradicionales desde el románico: el Dios trascendente encerrado en su mandorla y rodeado de ángeles que lo alaban y sirven.
La humanidad
En torno a la eucaristía, y a san Nicolás que la celebra, se agolpan hombres y mujeres unidos por la misma postura de fe y oración. La mayor parte están arrodillados, con la cabeza inclinada, la vista recogida, absortos en la presencia de Dios. En otros se manifiestan distintos tipos de oración: la súplica desgarrada, en la mujer de rosa que alza los brazos; la ofrenda, en la mujer de rojo que levanta a su hijo; la oración penitente, en la otra mujer, vestida de morado, que camina de rodillas apoyada en dos bastones…
Son personas de toda edad, que se aglomeran en el anfiteatro de la historia y a las que se unen los fieles que aquí celebran su fe. Donde más se resalta esta intemporalidad es en el grupo de las tres generaciones que se ven en primer plano: el anciano, de pie, que se ayuda de un bastón, junto al niño llevado en un extraño cochecito-carretilla y el padre de rodillas que sigue la misa arrobado.
Éstos que mencionamos son personajes sacados de la masa informe del fondo y traídos al proscenio. Con ellos, el artista crea profundidad, al tiempo que ejemplifica. Todo el panel podría sintetizarse en el paralítico medio desnudo que resalta en primer plano, junto a las rocas. En su semblante y su gesto se funden el abandono y la súplica a partes iguales. Quizá es lo que Barba -tan amigo siempre de los símbolos- quiere expresar en la muleta en forma de cruz con que se ayuda; muleta manchada de sangre, como lo está también la ropa del propio enfermo.
En fin, en torno a la eucaristía que celebra nuestro Santo se une toda la humanidad. Una humanidad necesitada, doliente, pero esperanzada, relajada en la presencia de Dios. Impresiona el contraste entre este panel y el correspondiente, al otro lado de la cripta y de la escena eucarística. Éste contagia tranquilidad, paz interior, mientras que el del purgatorio es de una extraordinaria violencia.
Ánimas de Purgatorio
Se podría decir que el panel del purgatorio es la imagen invertida del que acabamos de ver. Los dos encuentran su punto de convergencia en la eucaristía, en Cristo y en la Trinidad. La composición es perfecta. Las líneas del perfil de la montaña, prolongadas por el escorzo del alma rescatada, cayendo hacia el surtidor de luz; la atención y los gestos de las ánimas, dirigidos también hacia la luz; la progresiva claridad y el color, a medida que se acercan a los ángeles… Es la otra parte de la Iglesia, la purgante.
Juan Barba es aquí especialmente innovador. Rompe con la tradicional presentación plástica, pueril, del purgatorio como un lugar de tormento por el fuego, y lo presenta como el lugar donde vívidamente se siente la ausencia de Dios, de la Luz. No es la oscuridad total, que correspondería al infierno. El purgatorio es una profunda cueva adonde sólo llega un atisbo de la gloria de Dios.
El mismo procedimiento empleado por el artista expresa esta concepción y la refuerza. Recuerda la técnica de iluminación progresiva tradicional en la pintura oriental de iconos. Barba pintó primero un fondo gris verdoso, casi negro, y lo fue luego aclarando a base de grises más claros y luces más vivas a medida que se acercaba a los ángeles.
Tiene, pues, su sentido el hecho de que, en esta escena, la luz y el colorido estén ausentes. Ello no significa que estén ignorados; al contrario, son el objeto de deseo. Por añoranza o por simple insatisfacción, las ánimas que pinta Barba están en tensión extrema hacia la Luz. En el panel son bien visibles culebras, calaveras y otros objetos típicos de las clásicas vanitas, pero no protagonizan la escena, no son determinantes; están presentes sólo como elementos decorativos, de refuerzo.
Obviamente, en el panel hay un progreso hacia el centro, hacia la luz. A medida que las ánimas se acercan a la purificación van cobrando volumen y luego color. Los ángeles se encargan de acompañarlas al cielo. El primero que encuentran es un ángel rubio, nervioso, pletórico de fuerza y vestido de fuego.
De este ángel pasan las almas a otro en vuelo ascendente que, con gesto cariñoso, las presenta en la eucaristía. El artista pinta a esta ánima de manera que fácilmente se puede confundir con el propio Cristo: imita su desnudez y su gesto de abandono, y nos recuerda a Él en la Trinidad de El Greco o de Durero. Más aún, la caricia de la mano del ángel parece un remedo de la que a Cristo le hace en la cintura el Padre. De esta forma expresa la transformación del alma en Cristo que está llevándose a cabo.
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