El extenso legado de los Agustinos Recoletos en Filipinas tiene huellas físicas en la gran cantidad de edificaciones que dejaron; las hay de carácter religioso y otras muchas de tipo civil, incluyendo el primer diseño de multitud de pueblos, hoy ciudades.
“Todo lo han hecho los frailes”
La frase es del general Alaminos, aunque lo mismo afirmaron algunos ilustres visitantes en el pasado. El que fuera capitán general de Filipinas, al comienzo de su estancia en el Archipiélago, no salía de su asombro.
Salgo por los pueblos y pregunto:
— “¿Quién hizo este puente?”,
y me contestan:
— “El padre Fulano”.
— ¿Y aquella escuela?
— “El padre Mengano”.
— Así me ocurre siempre. Aquí todo lo han hecho los frailes.
Eso era verdad en 1874 y, en buena parte, es verdad todavía hoy. En conjunto, puede decirse que el patrimonio artístico e histórico de Filipinas es obra de los misioneros. La fe cristiana que éstos predicaban no era algo exclusivamente espiritual, desencarnado; al contrario, anunciaba a un Dios hecho carne y, en consecuencia, investía todos los aspectos de la vida humana. La evangelización suponía un cambio de vida, abandonar la vida errante y dispersa por sementeras y montes, e instalarse en un poblado; dejar las costumbres primitivas propias de un indio montaraz para asentarse y abrirse a la civilización y a la cultura. Parte y expresión de este cambio de vida son las construcciones de las que ahora nos ocupamos.
Habría que tratar tanto de edificios civiles como religiosos; e incluso de construcciones de carácter militar, como los fuertes defensivos que los recoletos levantaron y mantuvieron durante siglos a sus expensas. Habría que repasar el mapa de carreteras del Archipiélago, señalando calzadas y puentes debidos a su iniciativa y esfuerzo. Habría que estudiar el país provincia a provincia para indicar qué pueblos fueron creados por ellos; revisar la topografía en busca de lugares con sabor recoleto; ir, incluso, al mundo del folklore, donde también se encuentran reminiscencias suyas… Es una tarea titánica que ahora no podemos hacer. Todo quedará recapitulado en un determinado tipo de construcción, el de los templos o edificios religiosos que han perdurado hasta hoy.
Que las iglesias son lo más representativo de la historia y el patrimonio filipinos está fuera de toda duda. En el listado del Patrimonio Mundial de la Unesco, Filipinas tenía, a finales de 2003, cinco entradas. De ellas, tres correspondían a lugares naturales. Las dos únicas construcciones eran: las iglesias barrocas (Laoag, Santa María, Miagao, Paoay y San Agustín de Manila) y la ciudad histórica de Vigan, cuyo centro es, obviamente, la catedral.
Es el mejor reconocimiento del valor de los templos filipinos. Son lo más preciado del patrimonio nacional, tanto desde el punto de vista artístico como histórico. Ello se debe, sin duda, al peso que ha tenido la Iglesia Católica en el devenir de la nación filipina, y a la importancia que para el católico tiene el templo como centro dinámico de su vida y su acción.
¿Cuántas iglesias hicieron?
La frase es del general Alaminos, aunque lo mismo afirmaron algunos ilustres visitantes en el pasado. El que fuera capitán general de Filipinas, al comienzo de su estancia en el Archipiélago, no salía de su asombro.
Es punto menos que imposible saber cuántas iglesias han construido en Filipinas los agustinos recoletos. En el mejor de los casos, sólo se podría pretender en el caso de las iglesias sólidas, de obra. Pero hay que tener muy en cuenta lo azarosa que suele ser su historia, como las de los demás monumentos.
Siempre están expuestas a mil accidentes que amenazan su conservación. El peligro más ordinario es el fuego, que ha hecho desaparecer tantas iglesias: en La Castellana (Negros Occidental) y en Valencia (Negros Oriental), o en Jagna (Bohol). Pero hay otros muchos. Unas veces son agentes naturales: un corrimiento de tierras en Dauis (Bohol), la erupción de un volcán en Bombon/Catarman (Camiguín) o La Castellana, un terremoto en San Juan (Siquijor) o una tromba marina en Sablayan (Mindoro). Otras veces es la mano del hombre, sobre todo en tiempo de guerras. Durante la Revolución de 1998 desaparecieron varias iglesias recoletas, destruidas o dañadas por uno u otro bando. Y otro tanto ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, que, entre otros, destruyó el convento central de Manila Intramuros, con su iglesia.
No fue poco, en fin, que, al cerrar la etapa de la dominación española, se consiguiera hacer balance del número y calidad de las iglesias recoletas. Habida cuenta de las dificultades señaladas, los resultados causan admiración. De los 235 ministerios que administraba la Orden en 1898, 135 -casi un 60 %- tenían iglesia de construcción sólida: 82 toda de mampostería, y 57 de piedra en el zócalo y el resto en tabique pampango. Las demás eran de construcción provisional: 54, enteramente de tabique pampango, y 42 de caña y nipa. De hecho, en aquella misma fecha, se estaban construyendo otros 22 templos de mampostería que iban a sustituir a los provisionales (Cf. Sádaba 862-866, donde corrige y detalla los datos de Marín 2, 196-197).
Algunos de ellos los continuaron y terminaron después de la Revolución los mismos recoletos, que, a lo largo del siglo XX, han ido levantando otras construcciones.
¿Recoletas hoy?
Más difícil resulta indicar cuántas y cuáles de estas iglesias son de construcción enteramente recoleta, y si todas y cada una de ellas son las que hoy conocemos. No existe un tipo de iglesia recoleta, que permita identificarla con facilidad. Y tampoco abunda la documentación de archivo; con razón se quejan los investigadores de la escasez de datos. La única pista que tenemos, muchas veces, es el escudo de la Orden labrado en las paredes. Aunque tampoco puede uno confiarse: por ejemplo, en la torre de Baclayón (Bohol) encontramos el escudo, pero la iglesia es de construcción jesuítica. En unos pocos casos, en fin, el constructor ha dejado “estampada su firma” en los muros. Sólo hay que saber descifrarla.
Otra cuestión distinta es conocer el estado de conservación de un determinado monumento en el momento en que se escribe sobre él. No siempre es factible viajar a cualquier punto de Filipinas y, con frecuencia, un terremoto, un tifón o el simple paso del tiempo hace que unas fotografías relativamente recientes se queden obsoletas. Obviamente, la dificultad aumenta para quien vive fuera de las Islas. A quien esto escribe le consuela que el jesuita filipino René Javellana, después de dedicar 15 años a documentar las fortificaciones del Archipiélago, no haya podido confirmar el estado de conservación del 41 % de ellos (Fortress of Empire, XVI-XXIII). En nuestro caso, manejamos materiales de los años 1990-98, y no podemos garantizar que todos reflejen la realidad del momento presente.
Repasamos a continuación, en una primera entrega, la historia y principales características de la docena de iglesias recoletas que en la actualidad tienen categoría de catedrales. Después presentaremos las otras iglesias recoletas que no han llegado a ser catedrales. Para el final dejamos, como buque insignia de la Recolección en Filipinas, la basílica de San Sebastián, en Manila.
Fuera dejamos muchos templos actuales que no son ya los recoletos; por ejemplo, los de San José, Bais, Guihulngan y Manjuyod, todos en Negros Oriental. Dejamos también otros que sí lo son, pero carecemos de datos para demostrarlo o ilustrarlo; es lo que ocurre con los de Vito, Amlán, Bayawan, Dauin o Siatón, en la misma provincia negrooriental, o el de María en Siquijor. Y hay, en fin, muchos que nos resultan dudosos, por ser recoleta tan sólo parte de su estructura. En esta situación se encuentra un buen número de iglesias de Negros Occidental (Bago, Murcia, Sum-ag, Valladolid, Bulano, Escalante, Silay o Kumaliskis). Otro tanto ocurre con algunas de la parte oriental de la isla, como Tayasan, Basay o la propia catedral de Dumaguete; o con otras de Pangasinán (Agno, Burgos o Mabini), Tarlac (Capas), Romblón (Simara), Siquijor (San Juan) o Rizal (Antipolo). De todas ellas prescindimos en este reportaje.
La Iglesia, significado e importancia
La iglesia no es sólo el centro religioso del pueblo. Durante siglos ha sido “el centro”, sin más, como lo sigue siendo sobre el mapa, en el callejero. Desde ella se ha llevado a cabo la labor civilizadora y educadora de la Iglesia. Lo decía muy bien el agustino recoleto Pío Mareca:
“Todo lo bueno que ha hecho la religión, y eso que ha hecho mucho, lo ha realizado desde los templos. Si ha dispensado grandes beneficios a la humanidad; si ha ilustrado los entendimientos y la ennoblecido los corazones de los individuos, si ha creado la familia, dándole la unidad, indisolubilidad y santidad, que son sus constitutivos; si ha civilizado la sociedad; si ha transformado completamente el mundo, todo lo ha hecho la religión desde los templos”.
El padre Pío fue, en la segunda mitad del siglo XIX, el formador más prestigioso e influyente de los misioneros filipinos, y éstos, sin duda, estaban imbuidos de sus ideas e ideales.
Desde esta idea base hay que entender el afán de los religiosos por construir templos. Afán que existe en todo momento, pero es especialmente llamativo en la segunda mitad del siglo XIX.
“En 1895 se estaban construyendo de nueva planta los templos de La Carlota, Bago, Minulúan, Silay, Guindulman, García Hernández, Alburquerque, Panglao, Sevilla, Cortes, Antequera, Tubigon y Calape, además del acopio de materiales que, por esas fechas, estaban llevando a cabo diversos párrocos en vista a nuevas edificaciones”.
Bien entendidas sus afirmaciones, lleva razón la especialista filipina Alicia M. Coseteng en su clásica obra sobre el tema:
“So single-minded were the religious in their compulsion to construct bigger and better churches and conventos in stone and brick and mortar that it was not unusual for curates to “spend all their money on public works and on their churches. They rivalled one another, each striving to have in his own village the richest altars, the best houses…” (Blair & Robertson, 28: 252). So much so, that the friar’s success as a missionary came to be mensured not only by the number of souls under his administration or the amount of tributes he collected, but more conclusively, by the impressive reality of his church, the elegance of his residence, and even by the height of his belfry and the number of bells in it”.
Las iglesias monumentales que hoy admiramos son el resultado de tres factores que se entrecruzan: uno económico, el progreso; otro social, que es la cohesión entre la gente; y un tercero, que es el espiritual, la fe vivamente sentida y vivida. Un templo de piedra cuesta mucho dinero y trabajo. No se lo puede permitir una sociedad pobre en recursos materiales. Como tampoco lo puede conseguir una sociedad egoísta, en la que cada quien mire sólo por lo suyo; ni, por descontado, una sociedad descreída, para la que nada signifique la religión.
Esto lo vio y apreció, entre otros viajeros, un español seglar que, a finales del siglo XIX, anduvo por Filipinas. Recuerda la impresión que le produjo su llegada a Negros, cuando esta isla estaba en su época dorada:
“Al atravesar el canal que separa a Iloilo de Negros se destacan desde la toldilla del buque, hace algunos años, los templos de Bacolod, Minuluan, Silay, Valladolid, Ginigaran y Pontevedra; penetrando en la isla, admírase en una torre, soberbio reloj, iglesias en edificación, obras que han de dar renombre a sus autores, amplio convento bien hecho en sus detalles y conjunto, trabajos en cementerios…”.
Enseguida descubrió los mecanismos que estaban obrando tales maravillas; básicamente, la solidaridad, fruto de la fe personal y del celo del pastor:
“…el peninsular y el insular unidos correspondiendo al desinterés y patriotismo del P. Recoleto, le ayudan en sus trabajos; pueblos insignificantes, pueblos de poco numerosa tributación, hacen gala y ostentación de iglesias fabricadas y construidas de materiales fuertes, y en días solemnes adornan el culto, le realzan y le llena de esplendor con imágenes y objetos traídos expresamente de Europa.
Un día, una cuestación promovida, produce cientos de pesos; otro, en bautizo solemne regalan el hierro para el tejado de la parroquia; más tarde ofrecen y cumplen espléndidamente la renovación de un campanario, cinco arañas de cristal y bronce iluminan profusamente un ábside; la nipa desaparece reemplazándola la piedra y el hierro, vense iglesias de crucero; localidades de corto número de habitantes secundan la voz del Padre”.
Lo que cuesta una iglesia
Acostumbrados como estamos a ver los edificios en nuestros pueblos, quizá no nos damos cuenta de lo que costó levantarlos. No estará de más, por ello, que hagamos una somera descripción de cómo se construían y las dificultades que encontraban. Así, los valoraremos justamente.
De entrada, puede parecer exagerada la afirmación de Marín y Morales de que “tal vez no haya un solo edificio de esta clase en el país que no haya inutilizado a uno o varios religiosos… Sería elocuentísima una estadística de los religiosos sucumbidos en la flor de sus años a consecuencia de obras de esta índole”. A falta de esa estadística, servirá como ilustración el ejemplo de monseñor Juan Ruiz de San Agustín (1728-1796), elegido obispo de Vigan en 1780.
“Por su continua asistencia en la obra, se llenó de humedades y de los hálitos malignos de la cal, por lo cual se vio precisado a retirarse a buscar su salud en Manila. Y, no habiéndola podido recobrar ni en dicha capital ni en la Laguna ni en provincia alguna próxima a Manila, al cabo de catorce meses volvióse a su obispado, en donde se le agravaron más y más sus accidentes, hasta finalizar su vida el día 2 de Mayo de 1796”.
Para hacer una iglesia, o cualquier otro edificio, lo primero era tener un modelo, que se sacaba de alguna lámina o libro; o de lo que el misionero tenía visto anteriormente. A partir de ello, el religioso hacia un boceto, y pasaba a la fase de mentalización. Se trataba de animar al pueblo y, para ello, exponía su proyecto a la principalía y, desde el púlpito, trataba de mover a la gente. A continuación, se hacían los repartos: a cada cabeza de barangay se le asignaba un número de carros de piedra, arena o materiales que le correspondía.
Bayanihan
A partir de este momento, se ponía en movimiento todo el pueblo, incluidas las mujeres y los niños. En la construcción de la iglesia de Zamboanguita (Negros) esto se nota expresamente:
“…todos los habitantes hábiles del pueblo toman parte en su construcción. Estos trabajadores hábiles son colocados en dos filas, una que va del río Bangcolotan al sur, y la otra que va del río Guinsuan al norte, hasta el lugar mismo donde se quiere levantar la Iglesia. Las piedras pasan de mano en mano hasta llegar a su destino, y de este modo se evita la pérdida de tiempo en el acarreo. Las mujeres también tienen que contribuir con su trabajo, limando las piedras o haciendo la comida diaria de los que trabajan”.
Pueden ser cientos de personas. Para poner los cimientos del templo de Pilar / Sierra Bullones (Bohol), a finales de 1889, el beato José Rada supervisaba el trabajo de 249 obreros.
Materiales
¿Qué materiales se juntaban para la construcción? Si hablamos de iglesias sólidas, de obra, son básicamente tres: la piedra, el ladrillo y la madera, además de la cal, que se empleaba como cemento, y que había que fabricar en unos hornos alimentados con leña.
La piedra podía ser tallada o informe. En este segundo caso, la obra se llamaba de “mampostería” o de “cal y canto”. La piedra sillar o tallada había que trabajarla, y solía extraerse del mar, de los arrecifes de coral que rodeaban las islas. Se aprovechaba la marea baja, ayudándose de diques temporales de contención, mientras cortaban bloques de coral que tallaban a conveniencia. Es lo que se conocía como tablilya o “piedra de Visayas”.
El principal problema era, con frecuencia, la distancia. Para construir el campanario de Balilihan (Bohol) tuvieron que acarrear las tablillas desde Baclayón, a unos 16 km; la arena, de un río que estaba a más de 5 km.; y la cal venía de un lugar situado a 20 km. de distancia. Y, en el caso de Catmon, la distancia era de 11 kms.
El ladrillo no tenía ese problema; se cocía en el lugar donde se iba a usar. Sólo hacia falta una buena arcilla, el horno adecuado y saber hacer la cocción. Pero no debía de ser tan fácil. Para tan gran cantidad, hacía falta una auténtica fábrica, y sólo sabemos de dos recoletos que montaran fábrica de ladrillos: Manuel Bosquete en Alaminos, alrededor de 1840, y Mariano Lasa en Isabela, a partir de 1887. En ambos casos se hace notar la buena calidad de los ladrillos. Todavía un siglo más tarde, alrededor de 1990, el padre Antonio Palacios tuvo que instalar también su propia fábrica de ladrillos para construir el monasterio de San Ezequiel, de agustinas recoletas contemplativas, en Bacólod.
Otro capítulo importante era el de las maderas. No sólo era fundamental en el ornato y confort de iglesias y conventos, como lo demuestra el entarimado de Valencia y Lazi, por ejemplo. También lo era para montar el armazón de los edificios. Obsérvense, si no, las enormes vigas que dan solidez al antiguo convento de Guindulman, en Bohol.
Esa era, justamente, una de las faenas principales en la construcción: la tala y el transporte de las maderas precisas. Difícilmente nos hacemos idea de lo que ello suponía: troncos enormes de madera dura y pesada (molave, ípil, caoba, tuga etc.), que había que cortar y arrastrar durante kilómetros, sin otra herramienta que el hacha y el bolo y, como única fuerza motriz, el paciente carabao.
“Cuando el ingeniero de montes Sr. Baranda vio los pies derechos que un cierto cura mandó llevar para la iglesia del pueblo de Camiling (Tarlac) y se enteró de cómo habían sido cortados en las cumbres de elevadas montañas, a 20 kilómetros del pueblo, no quería creer lo que veía. Porque, sobre ser todos ellos de 20 y más metros de largo y 0,75 de grueso, son de una madera pesadísima. Y era para causar admiración, en efecto. Más de 150 carabaos hubo que dedicar al arrastre de cada uno de los trozos. Cuando, en algún barranco, se les atascaba uno de ellos, corría al pueblo el Cabeza que lo había cortado, pedía la música al padre y, entre gritos y trompetazos, se animaba al ganado y salía avante aquella colosal mole. Al entrar en el pueblo uno de estos gigantescos maderos, era de necesidad salir a recibirlo con música. Con esto solo, daban por bien empleados los trabajos ímprobos que habían sufrido en dos o tres semanas de vivir en el bosque”.
Porque esos eran los primitivos medios de transporte de que se disponía. Hacia 1890, era algo nunca visto en Bohol el “invento” del padre José Lasala: para hacer el cementerio y concluir la iglesia de García Hernández, se sirvió de algunos raíles de ferrocarril.
La financiación
Ya tenían los materiales. Antes de ponerse a construir, y una vez elegido el lugar, había que preparar el terreno. Las tareas de tala y desbroce eran a veces trabajosas. Y, con frecuencia, se añadía la de desmonte. Por ejemplo, a la hora de ampliar la iglesia existente en Dauin (Negros), el padre Manuel Cabriada tuvo que extraer una grandísima porción de tierra para nivelar el terreno.
La construcción propiamente tal la hacían ya los profesionales, albañiles o carpinteros, si los había y había fondos con que pagarlos. Para ello, hacía falta dinero. A veces, el religioso encontraba quien lo financiara. Es lo que ocurrió en Negros, en los tiempos de su bonanza económica. Las actuales catedrales de Kabankalán y de San Carlos no habrían podido hacerse sin las aportaciones cuantiosas de los hacenderos de la zona. Pero era el cura el encargado de pedir y de insistir. Para construir la iglesia de La Castellana, el padre Juan Lavaca “recorrió personalmente el pueblo, los barrios y haciendas. Fue de puerta en puerta aun de los vecinos más apartados de las prácticas religiosas, en ocasiones soportando con resignación cristiana humillaciones y negativas”.
Pero no siempre fue así. Al contrario, los ministerios recoletos tenían, por lo general, pocos ingresos. El religioso sí tenía una mínima paga del Gobierno, que, con la pertinente licencia de sus superiores, invertía en la obra con frecuencia. Así lo hizo, en la década de 1830, el padre Nicolás Becerra en la actual catedral de Imus, o Manuel Arellano en Compostela (Cebú), entre 1887 y 1897. Pero, en conjunto, las iglesias son una obra colectiva. Sólo la perseverancia de los frailes, secundados por la colaboración generosa de los feligreses, explica la construcción de muchas iglesias. Sólo así se entiende que la espléndida iglesia de Loón se empezara con 1.550 pesos de caja, nada más, y que el constructor dejara “en aquella iglesia más fondos parroquiales al terminar la obra que los que tenía al comenzarla”.
La construcción
Normalmente, se echaba mano, si lo había, de algún albañil o carpintero de la zona. Si no había artesanos y la parroquia podía permitírselo, los traía de fuera. Caso especial es el del fuerte de Cuyo: no había en todo Calamianes canteros ni albañiles, y tuvieron que traerlos, bien pagados, nada menos que desde Manila. Normalmente, el fraile se las arreglaba combinando ingenio y osadía. La iglesia de Catmon (Cebú) tenía que ser de piedra, pero por allí no había canteros ni carpinteros. El padre Juan Juseu “escogió los [nativos] que le parecieron más despejados, y en poco tiempo tuvo cuatro canteros que enseñaron el oficio a otros. Señaló premios de cuatro y ocho pesos a los que ejecutaban algún pequeño trabajo por ejemplo, el remate de una ventana y, estimulados los indios, todo el pueblo participó del entusiasmo de su párroco”.
Y, desde luego, si los templos se han podido levantar no ha sido porque los religiosos fueran unos comodones. Antes, al contrario, son un testimonio de su laboriosidad. Basten, como muestra, dos ejemplos. El padre Francisco Gotor fue párroco de Liloan (Cebú) durante 20 años, de 1847 a 1866. En su tiempo se construyó la iglesia, y “es fama entre los liloanos y también entre los padres que fueron sus contemporáneos que el P.Gotor no se contentaba con dirigir y disponer la obra, sino que, dando ejemplo a sus feligreses, lo mismo empuñaba el hacha para cortar maderas, que la barra para extraer piedras; hasta tal punto llegó su entusiasmo, que pudo con justicia gloriarse de que no hay un sillar en la obra de su iglesia que no pasase por sus manos”. Esto mismo, exactamente, decía en tiempos más recientes el padre Paulino Jiménez de la iglesia de mampostería de Valencia (Negros).
Toda esta experiencia acumulada, los misioneros la van recogiendo, para enseñanza de las generaciones siguientes, en manuales u hojas volantes. En el pasado, encontramos impresos un Modo de hacer ladrillos, o un Modo de soldar hiesso, o Modo de teñir madera. Y manuscrito se guarda en los archivos recoletos un Método práctico de hacer los Cementerios y de construir las Iglesias y Conventos económicamente, que en 1933 redactaba en Mindoro el padre Javier Sesma.
Pueblos recoletos
Los edificios concretos, monumentales o no, religiosos o civiles, no se entienden si no es en el contexto de una población, dentro de la organización social que ésta supone. Ésta es la primera labor de los misioneros, fundar los pueblos. Lo mismo que había hecho el padre Rodrigo de San Miguel por Zambales a principios del siglo XVII, le tocó hacer a san Ezequiel Moreno por las orillas de los ríos de Palawan, en la segunda mitad del siglo XIX: subían por los ríos contactando con los nativos asentados en sus orillas, tratando de convencerles para que se instalaran juntos en un poblado. Y, como ellos, tantos otros a lo largo de cuatro siglos.
En un primer momento, estos poblados son atendidos esporádicamente por el sacerdote, que reside en un núcleo mayor; por eso, se denominan visitas. A medida que las visitas van tomando auge, pueden llegar a autonomizarse y convertirse, a su vez, en parroquia y pueblo. Así se han creado muchos de los pueblos de raigambre recoleta. Por ejemplo, Corella, en Bohol, se desgajó de Baclayón y Tagbilaran (1884); Compostela, en Cebú, de Dánao (1862); en Misamis, Jiménez de la actual Ozámiz (1858). Son pueblos que nacen como tales a impulsos del desarrollo que se da en un determinado tiempo y lugar. Así nace, por ejemplo, la mayor parte de los pueblos de la isla de Negros.
En tal o cual caso, pueden darse circunstancias particulares. Bilar, Balilihan y otros dos pueblos próximos de la isla de Bohol, se crearon en 1831 como asentamiento de los seguidores de Dagohoy, que se habían rebelado contra España y llevaban 85 años por los montes. Las parroquias zambaleñas de San Marcelino, San Antonio, San Narciso y San Felipe, nacieron entre 1849 y 1875 para servir a los inmigrantes ilocanos. Y, en fin, un caso totalmente particular es el de Imus. Aunque hasta 1785 no fue reconocido como pueblo y parroquia, en todos los órdenes se asienta sobre la hacienda comprada por los recoletos en 1695.
Otras veces, no se trata de fundar un pueblo, sino de trasladarlo, reconstruyéndolo de nueva planta. Esto ha sido muy frecuente en la historia de Filipinas y en la de los ministerios recoletos. Las razones podían ser muchas, y los traslados múltiples a lo largo de los siglos. Alaminos, en Pangasinán, por ejemplo, fue fundado por los recoletos en 1610 con el hombre de San José de Soyang; a mediados del siglo XVIII, el pueblo se trasladó junto al mar y pasó a llamarse San José de Casborran; después quedó reducido a cenizas en un incendio; se reedificó y el pueblo nuevo se llamó Sarapsap; en fin, en 1872 fue honrado con la visita del Gobernador General del Archipiélago, Juan de Alaminos, y adoptó su nombre. Algo parecido se podría decir de Catmon, en Cebú; de Bonbon/Catarman, en Camiguín, y de tantos otros lugares.
Edificios, calles y caminos
Siguiendo el modelo español impuesto en América, la plaza es siempre el corazón del pueblo, de donde arranca la cuadrícula de calles trazadas a cordel. La preside la iglesia, con el convento o casa cural al lado. El ayuntamiento y las escuelas ocupan los otros lados. En el centro suele haber enormes acacias o narras, que en muchos casos se conservan hoy día.
No eran éstas las únicas instalaciones que había que edificar. Por lo general, también se construía el cementerio, y se hacían otras obras de interés general, como el mercado o la cárcel.
Una de las primeras cosas que solían tener en cuenta era procurar el agua. Tanto el agua de riego, para lo que tuvieron que construir canales kilométricos -por ejemplo, en Lazi (Siquijor). Como el agua potable, que muchas veces estaba muy distante o había que pagar a buen precio a los aguadores. En 1894, por ejemplo, el padre Francisco Gómez instaló en la plaza del pueblo de Siquijor una fuente de ocho caños. El agua venía canalizada por tubería de caña desde más de 6 km. de distancia.
Estaba después el capítulo de las comunicaciones, sin las cuales el progreso es imposible. Ello suponía construir puentes y calzadas hasta conectar cada pueblo con los vecinos. La red actual de carreteras de algunas islas como Bohol y Siquijor corresponde básicamente a la construida por los recoletos. Y otro tanto se puede decir de varias zonas de Negros, Camiguín, Misamis etc. Las calzadas había que abrirlas, haciendo los desmontes necesarios, limpiándolas de toda vegetación y apisonando o empedrando el firme, para darle consistencia. En San Juan de Siquijor, el padre Nicanor Arciniegas construyó, entre otras cosas, dos calzadas: una por el norte, hacia Siquijor, de 4 kilómetros de larga y casi toda en piedra viva, y una segunda hacia el sur, para Lazi, de 13 kilómetros.
Mención aparte merecen puentes como el de Isabel II, sobre el río de Imus, que, en 1857, le valió al hermano Matías Carbonell una condecoración del Gobierno español. Le era concedida por haber llevado a cabo “una obra que facilita y abrevia las comunicaciones de los pueblos inmediatos y aun provincias limítrofes”. O, en Manila, el puente conocido como “de España”, sobre el río Pásig; su estribo último le fue encargado por el Gobernador General al hermano Lucas de Jesús, después de haberle nombrado Maestro Mayor de Obras de la capital. En fin, mucho más que un puente hizo entre Panglao y Dauis, en Bohol, el padre Julio Saldaña. Mediante un dique, cerró el canal que separaba las dos islas y, sobre el terraplén, construyó la vía de comunicación.
Fuerzas, fuertes o cotas
A esto también tenían que atender los religiosos, en la labor de evangelización. No bastaba reducir a población a los indígenas, enseñarles a vivir en sociedad, a cultivar la tierra y elaborar los productos. El esfuerzo de muchos años podía irse al traste en un momento si eran asaltados por los piratas moros, que arrasarían el pueblo y los campos, y se llevarían esclavos a todos. Tan importante como la labor civilizadora era la de defensa. Y ante el peligro moro, siempre presente durante todo el tiempo de la colonia, se opusieron muros de piedra y la artillería correspondiente. Se continuaba así una tradición de siglos en la historia de España. Durante la Edad Media, los cristianos habían llenado de castillos toda la Península para combatir a los moros. Y otro tanto habían hecho en América en los siglos XVI-XVII: la costa atlántica, sobre todo, la habían cubierto de fortificaciones, como un dique de contención contra los piratas ingleses y holandeses.
Entre las órdenes religiosas evangelizadoras de Filipinas, los agustinos recoletos fueron los últimos. De ahí que se les encomendaran los territorios más alejados o desguarnecidos; los territorios más expuestos a las incursiones moras. Muchas veces solicitaron, infructuosamente, la ayuda de la autoridad militar. No tuvieron más remedio que defenderse por sí mismos.
Una y otra vez se repitió la historia de Romblón:
“Lo mismo fue tomar posesión de Romblón aquel mismo año… [el V. P. Pedro de San José, Rojas, primer recoleto allí, en 1635], que verse obligado a escapar y esconderse en el monte sin poder salvar más que su cuerpo, porque de improviso asaltaron los moros el pueblo, robaron cuanto en él había y quemaron las casas, la iglesia y el convento, cautivando además a muchos cristianos. En vista de esto y del peligro que corrían tanto los religiosos como los naturales de Romblón, los superiores de nuestra Provincia determinaron construir por su cuenta una fortaleza, bien provista de artillería, pólvora y metralla en tres baluartes.
Son soldados, bien instruidos por los religiosos… los mismos indios del pueblo; y capitanes, los cabezas de barangay, alternando todos semanalmente en el servicio de guardia a las órdenes del Prior del convento y cura del Pueblo, que les da el santo y seña, y todas las noches recibe y guarda las llaves de la fortaleza. Como todo está organizado en completo orden militar y hay entre todos la debida subordinación, los resultados son excelentes, pues al apercibirse de esto los moros y sentir el escarmiento que desde los baluartes se hizo un día en ellos, no se han vuelto a ver por aquel pueblo, quedando los naturales en perfecta paz”.
Esto hace que la historia recoleta en el Archipiélago tenga mucho de militar. Entre las construcciones que les tocó levantar y mantener, hay un buen número de fortificaciones. Eran, por lo general, impresionantes moles de piedra de amplitud suficiente como para acoger a toda la población, en caso de ataque. Ordinariamente albergaban tanto la iglesia como el convento o vivienda del padre.
Por los años 1738-1739, don Fernando Valdés Tamón, Gobernador General de Filipinas, informaba al Rey sobre el estado de los fuertes de aquel Archipiélago. Enviaba plano y descripción de los 25 entonces existentes. Todos corrían por cuenta de la Real Hacienda, menos los cinco construidos y mantenidos por los recoletos.
Esto ya, en sí, era algo excepcional. Ciertamente, había algunos otros pueblos defendidos por los nativos, pero eran costeados por Gobierno o, cuando menos, estaban exentos de tributos. En el caso de los recoletos, sin embargo, no había tal exención de impuestos, a pesar de que los religiosos se hacían cargo de los gastos que ocasionaba la defensa.
Los cinco fuertes recoletos cuyo plano e información Valdés y Tamón enviaba al Rey, eran: el de Romblón, en la isla del mismo nombre; más los de Cuyo, Agutaya, Linapacan y Culión, en Calamianes. El primero fue construido a mediados del siglo XVII por Agustín de San Pedro, el llamado Padre Capitán, y se conserva en parte. La iglesia fortificada es la actual catedral de Romblón. Los dos fuertes, de San Andrés y Santiago, que la defendían desde la altura del monte, están en ruinas.
Los cuatro fuertes de Calamianes fueron obra del mismo constructor, el padre Juan de San Severo, que los levantó alrededor de 1683. El de Culión fue parcialmente demolido alrededor de 1930, y ya sólo queda la iglesia que estuvo dentro del fuerte. Tanto en Cuyo como en Agutaya habitaron agustinos recoletos hasta noviembre de 1973. Están en bastante buen estado de conservación -mejor, el de Cuyo- y podrían ser una de las atracciones turísticas de Filipinas.
Del fuerte de Linapacan se conservan aún algunas de sus grandiosas estructuras, que están siendo engullidas por la vegetación. Cosa que sorprende, dadas las particulares características de este fuerte:
“…esta fuerza se reduce sólo a un baluarte fundado en la cumbre de un cerro de piedra tajante inaccesible por naturaleza, de modo que se sube a él por una escalera de caña.
Tiene cinco altos, o cinco cuerpos hechos a mano con picos, el expresado cerro. Paran su escalera y suben hasta el primer cuerpo; de allí la suben a mano, y pasan el segundo cuerpo, y así la van subiendo hasta la cumbre del cerro, y en la misma conformidad que suben vuelven a bajar. La cumbre es bastante ancha y capaz; en ella tienen sus bastimentos los del pueblo, en unos camarines que sirven de almacenes. El ministro tiene su vivienda decente, y los indios sus camarines para defenderse de la inclemencia del tiempo. Al pie de dicho monte están iglesia, convento y pueblo; y cuando hay invasión de enemigos, todos los vecinos se suben al cerro. Y, sin embargo de estar en él defendidos por la naturaleza, y que con gran facilidad se impide la subida con piedras, se hizo un baluarte con tres piezas para impedir con ellas la entrada del enemigo al puerto, y no darle lugar a destrozar o quemar el pueblo”.
Pero estos cinco fuertes no son todos los levantados por los recoletos, ni mucho menos. El jesuita René Javellana, que ha confeccionado el censo de las fortificaciones construidas en Filipinas durante la era colonial, eleva su número total a 208. Pues bien, según él, casi una quinta parte, 40, son de construcción recoleta. Y, aun prescindiendo de algunas ya totalmente desaparecidas -como Mangarin o Sablayan, en Mindoro- podría haber añadido otras, como la de Bancoro o antiguo Nauján, en esta misma isla.
Una, por ejemplo, que casi nadie menciona, es la conocida como Bantaya-sa-hari, o “Fuerte del Rey”, en la isla de Cebú. Así llaman los naturales a una fortificación sólida de mamposterí-o lo que queda de ella, un lienzo y un baluarte- situada en el término de Catmon; más exactamente en el barangay Catmon Da-an, esto es “antiguo Catmon”, en los terrenos de la escuela elemental.
Queda ya dicho que el antiguo Catmon ensayó distintas ubicaciones, hasta encontrar la definitiva, en la que ahora está. Pues bien, Catmon Da-an es la primera de todas. Aquí volcó el padre Miguel Martínez sus primeros entusiasmos: en este sitio contruyó la primera iglesia, de la que hasta hace poco quedaban ruinas; y edificó también esta cota para vigilar y defender la población de los ataques moros. Debió de ocurrir todo esto alrededor de 1836.
Bibliografía
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