El Mensaje del CXXIII Capítulo de la Provincia de San Nicolás de Tolentino invita a los religiosos a no pararse, a ser audaces y dinámicos para responder a los retos que se suceden sin descanso en la vida interna de la Provincia y en la sociedad que nos rodea. Éste es su texto íntegro.
1. Saludo
Al finalizar el CXXIII Capítulo de la Provincia de San Nicolás de Tolentino, celebrado en Marcilla del 15 al 31 de mayo, los capitulares deseamos compartir con vosotros una palabra de ánimo: la vida religiosa sigue siendo signo de esperanza para nuestro tiempo. A lo largo de estos días nos hemos sentido en comunión con todas las comunidades de la Orden y con cada uno de vosotros, hermanos muy queridos, dando gracias a Dios por todos y recordándoos sin cesar en nuestras oraciones (1Tes 1,2).
“La vida religiosa sigue siendo signo de esperanza para nuestro tiempo”.
En todo momento nos hemos sentido apoyados por la oración y las múltiples muestras de cariño que día tras día hemos ido recibiendo de nuestras hermanas de vida activa y contemplativa, de nuestras fraternidades seglares y de los laicos de nuestros ministerios. El contexto pascual en que se ha celebrado el Capítulo nos ha estimulado a poner los ojos en Jesús, el Señor resucitado del que brota y crece continuamente nuestra fe y nuestra misión en la historia.
2. Expectativas del hombre de hoy
A los agustinos recoletos de la Provincia de San Nicolás nos llegan múltiples llamadas que hemos de saber discernir para responder “de un modo clarividente a las exigencias que van surgiendo poco a poco” (Juan Pablo II, Vita Consecrata -VC-, 9), seguros de que el Espíritu acudirá en nuestra ayuda, convirtiéndonos en signos de la presencia de Dios en el mundo y en mensajeros gozosos del Dios que quiere salvar a los hombres (cf. Jn 3,16). De ese modo seremos testigos de esperanza a través de la fraternidad y la entrega constante, responderemos a los desafíos que tiene planteados la Iglesia en nuestro tiempo y nos convertiremos en bendición para la sociedad humana y para la Iglesia (VC 87).
“Nos llegan múltiples llamadas que hemos de saber discernir para responderlas de un modo clarividente”.
A nosotros, los consagrados del tercer milenio, nos corresponde ofrecer “el inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las Bienaventuranzas” (Lumen Gentium 31). Renovando nuestra vida fraterna pedimos al Espíritu que nos conceda fuerzas para convertirnos en personas cercanas al hombre moderno y en artífices de una cultura de paz para cumplir la misión profética de servir al designio de Dios sobre los hombres (VC 73).
3. Hermosura y fecundidad de la vida fraterna
¡Qué bueno y hermoso es que los hermanos vivan unidos! (Sal 133,1). Los capitulares, conscientes de que nuestra sociedad necesita testigos capaces de revelar en su existencia las maravillas de Dios, y admirando la intuición agustiniana de la Forma de vivir, que ve en la armonía de los hermanos “una señal muy cierta de que el Espíritu Santo vive en ellos” (Forma de Vivir 2), deseamos recordar a cuantos comparten o han compartido nuestros ideales.
“Nuestra sociedad necesita testigos capaces de revelar en su existencia las maravillas de Dios”.
En el ejemplo heroico de san Ezequiel Moreno; en el testimonio sencillo pero no menos elocuente del padre Mariano Gazpio; en la fidelidad inquebrantable de nuestros religiosos de la Misión de Oriente o en la vivencia gozosa de nuestros frailes en la Misión de Lábrea; en la palabra sencilla y vibrante proclamada en internet desde Sierra Leona o en el testimonio callado y luminoso de nuestros religiosos enfermos; en los múltiples quehaceres de cuantos trabajan en el ministerio pastoral o en la entrega de nuestros educadores y formadores; en el abnegado trabajo de nuestros hermanos, en la llamada de Fray Carlos Briseño al servicio episcopal en la sede metropolitana de México… distinguimos un eco gozoso de la voz del Espíritu que sigue resonando en la Recolección, prueba tangible de que sus hijos continuamos proclamando la buena noticia de la salvación al hombre contemporáneo, tan concentrado sobre sí mismo y tan reacio a abrirse a los designios de Dios.
“¡Ojalá que la humanidad siga encontrando en nosotros el bálsamo de la fraternidad!”
¡Ojalá que los hombres sigan encontrando en nosotros el bálsamo de una fraternidad centrada en la unión con Dios y en “la vida espiritual profunda, tan vinculada en vuestra tradición a la observancia y la contemplación, a la interioridad y búsqueda incansable de Dios, que es siempre el punto de partida de la auténtica renovación y el alma de toda iniciativa apostólica!” (Juan Pablo II al LIII Capítulo General OAR, 05/11/2004).
4. La vida nueva
El santo Padre Benedicto xvi, en su reciente discurso del 22 de mayo a los superiores generales de los institutos religiosos, acaba de recordar a todos los religiosos que estamos llamados a vivir “con un espíritu más evangélico, más eclesial y más apostólico” para “ser testigos de la transfigurante presencia de Dios en un mundo cada vez más desorientado y confundido”. Sólo así nuestra vida será “sacrificio de suave fragancia” y “testimonio de la grandeza de la presencia de Dios en nuestro tiempo, que tanta necesidad tiene de quedar ebrio de la riqueza de su gracia”.
“Hemos de tener una gran capacidad de escucha a la voz del Espíritu y una constante apertura a los signos de los tiempos”.
La fidelidad a nuestra vocación nos impone vivir con generosidad y radicalidad nuestra entrega a Dios, manifestada en una consagración vivida en comunidad y dedicada al servicio de los hombres para hacerles partícipes de los valores del evangelio. El Capítulo cree que este servicio exige de nosotros una gran capacidad de escucha a la voz del Espíritu y una constante apertura a los signos de los tiempos. Sólo así estaremos preparados para responder a las expectativas del momento. Unas veces se nos exigirá bajar del monte al valle para ganar allí, a través de las fatigas de la caridad, el descanso de la contemplación, según la conocida increpación de Agustín a san Pedro (San Agustín, Sermón 78), o recorrer los caminos del mundo para implantar en él el Reino de Dios, como prefiere expresarse Juan Pablo II (VC 75); otras, se nos pedirá volver a la soledad para velar con el Señor en lugares apartados (cf. Mc 1,45).
5. La prioridad, la formación permanente
“De la necesidad de la formación permanente nos hablan la lógica de la Encarnación, la tensión hacia un futuro mejor que impregna la Escritura y la misma estructura del ser humano”.
Necesitamos de la formación permanente no sólo para afrontar con perspectivas de éxito la reestructuración de nuestros ministerios y responder mejor a las crecientes demandas de una sociedad cada día más compleja y plural, sino también para organizar nuestra convivencia y proteger nuestra identidad en medio de tareas a menudo dispersivas. Cada comunidad y cada uno de los miembros de la Provincia ha de intensificar su formación en un constante y permanente ejercicio de superación. En estos últimos tiempos, la Iglesia no se cansa de repetir que esta “formación permanente” es exigencia intrínseca de la consagración religiosa y condición irrenunciable de toda auténtica renovación.
Quizás este lenguaje pueda sonar a nuevo, sin arraigo en la tradición de la Iglesia. Pero la lógica de la Encarnación, la tensión hacia un futuro mejor que impregna la Escritura, los cielos nuevos y la tierra nueva del Apocalipsis (21, 1), y la misma estructura del ser humano nos está diciendo lo contrario.
• El ejemplo de Agustín y de los primeros recoletos
Para nosotros, agustinos, es un elemento de nuestro código genético. Apenas abrimos la Regla de nuestro padre Agustín, nos topamos con unas palabras llenas de dinamismo: “Primum propter quod in unum estis congregati, ut unanimes habitetis in domo et sit vobis anima una et cor unum in Deum” (Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que habitéis unánimes en la casa y tengáis una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia Dios).
Las palabras “in Deum” (hacia Dios) envuelven nuestra Regla en un dinamismo que no tolera el conformismo, la rutina y la mediocridad. Nos dicen que la vida del agustino tiene que estar en continuo movimiento, en búsqueda incesante, como una flecha disparada hacia Dios y que no descansa hasta no alcanzar el blanco.
Agustín estimula a sus discípulos a asumir una actitud de búsqueda incesante:
“Busquemos a Dios con su ayuda. Busquemos a quien hay que hallar; busquémosle una vez hallado. Para que se le halle buscándole, está oculto; para que, una vez hallado, se le busque, es inmenso. […] Aprended continuamente, pues nunca conseguiréis llegar a la verdad. […] Hay que buscar siempre; ni por asomo se os ocurra que hay que dejar de buscar” (San Agustín, Comentario al Evangelio de San Juan 63,1).
“Nunca te complazcas en lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres; porque en el momento en que te complazcas, ahí te estancarás. […] Quien no avanza, está parado; quien vuelve al lugar de donde había partido, retrocede” (San Agustín, Sermón 169,9).
La insatisfacción con lo que se es y se posee y la aspiración a lo que todavía no se es ni se posee mueven la historia humana y están detrás de toda historia de excelencia en la vida de la Iglesia. Desde luego dirigió la vida de Agustín, que se mantuvo siempre fiel a la sentencia que él mismo estampó en el opúsculo La verdadera religión (41,78): “Nadie está bien, si puede ser mejor”, y también la de nuestros primeros recoletos. Éstos fueron gente radical e insatisfecha, “más amantes de la perfección monástica”. Nada menos que cuatro veces se repite la palabra “perfección” en el prólogo de la Forma de vivir. Y en esa misma palabra concentra sus ansias el acta quinta del capítulo de Toledo, recordada en nuestras actuales Constituciones (6).
Es lógico que también nosotros nos la apliquemos en un momento en que la Iglesia y la Provincia nos instan a embocar con entusiasmo el camino de la formación permanente con el fin de potenciar nuestra identidad carismática y mejorar la calidad de nuestro servicio apostólico. Con eso cumpliríamos los dos requisitos fundamentales de esta formación, que no son otros que la apertura a la acción del Espíritu para que Él nos lleve a la “progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo”, en que consiste la auténtica formación (VC 65), y el esfuerzo humano, ya individual ya comunitario. El Capítulo nos anima a un empleo generoso de tantos y tantos medios como la Orden pone a nuestra disposición.
• San Ezequiel, un ejemplo de formación permanente
Consciente de la sabiduría del viejo proverbio latino verba movent, exempla trahunt (las palabras conmueven, los ejemplos arrastran), el Capítulo cree conveniente poner ante nuestros ojos el ejemplo de san Ezequiel Moreno, de cuya muerte estamos celebrando el primer centenario (1906-2006).
San Ezequiel es, sin duda, uno los religiosos que mejor han encarnado la espiritualidad recoleta, el único fraile canonizado y al que la Orden entera, con absoluta unanimidad, ha aclamado como santo desde el mismo día de su muerte. En la historia de la Recolección no hay caso igual. La fama de santidad —que ya le acompañaba en vida— aumentó con su muerte tanto dentro como fuera de la Orden.
No nos cuesta ver en su vida un fiel reflejo de los rasgos esenciales de nuestro carisma, es decir, el espíritu contemplativo, la fraternidad y el celo apostólico. Todos sabemos del tiempo e intensidad de su vida de oración; de sus esfuerzos por restablecer la vida común en una época de espiritualidad individualista; de su amor a las tradiciones de la Orden, del cariño con que seguía las obras de sus frailes o de su angustia ante las desgracias que se abatieron sobre la Provincia a fines del siglo xix y de su interés por remediarlas. Conocemos también su celo apostólico, sus correrías misionales, su amor a los enfermos, su asiduidad en el confesionario y en el púlpito, así como su fidelidad a la Iglesia, maestra de la verdad, fuente de la vida sobrenatural y factor de progreso y bienestar social.
Quizá nos cueste algo más verle como modelo de formación permanente. Sin embargo, es ése uno de los rasgos más visibles de su vida, uno de los que con más claridad salta a la vista al estudiar su vida y sus escritos. Su formación inicial fue, como la de tantos religiosos de la época, apenas la requerida para ejercer dignamente el ministerio en las misiones de Filipinas. Sin embargo, en su madurez estaba capacitado para estudiar y ofrecer respuestas que, si bien no todos aceptaban, nadie se atrevió a tildar de superficiales o infundadas.
Dos clases de medios explican esa evolución: la oración y el estudio.
La oración prolongada y sentida abrió de par en par las puertas de su alma a la acción del Espíritu, que terminó por henchirla totalmente, despojándola de todo egoísmo y vanagloria. La oración le convirtió en materia dúctil que el Señor modeló a su gusto, haciendo de él un instrumento en sus manos. En 1904 agradece a una corresponsal que haya pedido al Señor que le haga santo, sin acordarse para nada de pedirle salud, riquezas u honores.
“Muchísimo […] le agradezco las oraciones que me dice hace por mí al Dulcísimo Jesús para que, como dice, me haga santo. Esto es lo único que necesito y lo que suplico siga pidiendo para mí. Nada más apetezco, ni puedo apetecer, que ser santo, pues, si sirvo y amo a nuestro Jesús, todo lo tengo y cumplo con el altísimo fin para que Dios me ha criado” (San Ezequiel Moreno, Carta 1371).
El otro medio lo adquirió en largas horas dedicadas a la lectura y al estudio de la teología, de los documentos pontificios y de los tratadistas religiosos de la época. Junto a las encíclicas y discursos de los papas abundan en sus escritos las referencias a teólogos del momento, y, sobre todo, a escritores espirituales, canonistas y comentaristas de prestigio. También reservaba tiempo para la lectura del periódico y de las revistas religiosas, lo cual le mantenía al tanto de las necesidades de la Orden y de la Iglesia así como de la situación política de los países en que le tocó trabajar y le permitía prever con suficiente antelación las cuestiones que ésta podría plantear a la Iglesia.
6. Año misionero
El Capítulo también quiere reavivar el celo misionero, patrimonio principal de nuestra Provincia y durante siglos su única razón de ser. El recuerdo de los trece primeros recoletos que en los últimos días de mayo de 1606, hace cuatro siglos exactos, llegaban a Manila ligeros de equipaje y con el corazón henchido de amor a las almas, es una magnífica ocasión para reavivar en la Provincia ese rescoldo, saliendo al paso de algunos obstáculos que en estos últimos años amenazan con soterrarlo —penuria, salud, edad de los misioneros, escasez de voluntarios, cierta confusión doctrinal sobre el concepto de misión…— y respondiendo a los retos que nuestra identidad carismática y la cultura actual plantean hoy a nuestra acción misionera —acomodación a las exigencias de la vida común, trabajo en equipo, relación entre evangelización y promoción social, organización del voluntariado…—.
Cree también el Capítulo que la misión puede ser una magnífica ocasión de renovación de nuestras comunidades. El magisterio de la Iglesia ha insistido recientemente en este aspecto (Redemptoris Missio 85), y nuestra propia historia lo confirma.
La importancia de la fecha ha movido a la curia general, siguiendo un preciso mandato del LIII Capítulo General (12§1), a organizar en torno a ella un año misionero para toda la Orden. El Capítulo aplaude la iniciativa y anima a los religiosos a buscar modos y fórmulas de aplicarla y desarrollarla. La lectura de la carta que con ese motivo el padre General ha dirigido a los religiosos de la Orden puede ayudarnos a reflexionar sobre el papel de las misiones en la vida de la Iglesia y de la Orden y a relanzar nuestra tradición misionera.
7. Conclusión
La fidelidad del Señor y las exigencias del hombre actual nos instan a ponernos en camino, a no contentarnos con lo que hemos conseguido, a intentar alcanzar nuevas metas, a no tener miedo de reestructurar nuestras presencias y a abrir nuevos caminos en el horizonte de nuestras vidas.
Hagamos nuestras las palabras del profeta Habacuc: El Señor es nuestra fuerza. Él da a nuestros pies la agilidad del ciervo y nos hace caminar por las alturas (Hab 3,19). A través del contacto asiduo con la Palabra de Dios reavivaremos en nosotros la experiencia de los discípulos de Emaús, quienes sentían que ardía su corazón y renacía su esperanza mientras escuchaban la palabra de Jesús por el camino (cf. Lc 24).
En este día de la Visitación de María imploramos su materna protección sobre la Provincia. Que ella, que la ha acompañado en su caminar desde el día en que sus primeros hijos la llevaron consigo a Filipinas, continúe guiando sus pasos y tienda su manto protector sobre quien la aclama como madre del Consuelo.
Marcilla (Navarra, España), 31 de mayo de 2006.
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