Comenzamos el año del primer centenario del fallecimiento de san Ezequiel Moreno (1848-1906) con un reportaje dedicado a su biografía, marcada en todo instante por su deseo incontenible de sembrar el Evangelio y de seguir a Jesús desde el carisma agustino recoleto.
Pero lo más interesante de la vida de cualquier persona, especialmente de los santos, es asomarse a su interior, percibir el latido íntimo, las fuerzas que motivan sus acciones. ¡Qué rico panorama de dinamismo humano y divino, divino y humano! Su actividad tan intensa provenía de manantial fecundo, fluía de una vida de oración continua, que dinamizaba su actuar. Sabemos, desde luego, que dormía a menudo en el suelo, unas cinco horas, y que dedicaba diariamente a la oración unas seis horas, distribuidas desde las cinco de la mañana en diversos momentos del día. Durante la oración, como él mismo atestigua, el Señor le dejaba normalmente sin consuelos sensibles en el desierto de la aridez:
- Es lo ordinario que nuestro buen Dios me tenga amándole sólo con la voluntad, sin que este corazón sienta lo que la voluntad quiere. ¡Él sea bendito!
Su identificación con Cristo su Señor había llegado a lo más radical, pudiendo exclamar, arrebatado, que no podía gloriarse de otra cosa que de la cruz de Cristo. Su especial devoción al Corazón de Jesús -que campeaba en su escudo y que difundió por todos los medios- está en esta experiencia de amor entregado. Ha llegado a una profunda simbiosis con los sentimientos de Cristo. Sólo así se explica su deseo de participar en los dolores del Corazón de Cristo, en los que se produjo la expiación suprema por el pecado del mundo. No puede evitar que cuando escribe a las personas más cercanas en su vivencia espiritual, aflore en un estallido de pasión espiritual, como un volcán lleno del fuego que le quema.
- Yo quiero sufrir en tu compañía, con tu divina gracia. Yo me compadezco de tus agonías, y te las agradezco con toda mi alma y os amo, Jesús mío, os amo con todo mi corazón…
- Yo, Amado de mi alma, para imitaros, abrazo con el más tierno afecto los dolores, las enfermedades, la pobreza y las humillaciones, y las considero como hermosas partecitas de tu Cruz. Como vos, oh amor mío, quiero vivir pobre, ultrajado, menospreciado, adolorido, llagado de pies a cabeza, clavado con Vos en la Cruz. Y si os place, llegar en ella, como Vos, hasta el extremo de ser abandonado y privado de la sensible asistencia del Padre Celestial.
Comprendemos ahora el atrevimiento sin límites de su acción pastoral, únicamente buscando el honor de Dios y el bien de los hombres.
Y ese enamoramiento de Cristo nos abre al sentido de su extremada pobreza, miseria casi, en sus ropas personales, escasas, viejas y remendadas; frugalidad en sus comidas; austeridad absoluta en sus viajes -absteniéndose a veces de visitar santuarios o familiares, o de acudir a restaurantes, alojándose en conventos pobres, o de socorrer a sus propios parientes necesitados-; privaciones personales máximas para máximas limosnas a los pobres… Con tal de gozar del amor de Cristo, todo lo demás le parecía nada (Flp 3,8).
- ¡Oh Jesús de mi alma! Déjame amarte así, aprisa, aprisa, por si me queda poco tiempo y por el tiempo que he perdido! ¡Oh, sí, sí, Jesús mío; déjame amarte a montones, no poco a poco; quiero más, más!
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