Comenzamos el año del primer centenario del fallecimiento de san Ezequiel Moreno (1848-1906) con un reportaje dedicado a su biografía, marcada en todo instante por su deseo incontenible de sembrar el Evangelio y de seguir a Jesús desde el carisma agustino recoleto.

San Ezequiel Moreno es hijo de una tierra generosa, a orillas del Ebro. Alfaro es una población de larga historia, con una rica vega, con poco más de 4.000 habitantes cuando nació nuestro santo, dedicados fundamentalmente a la agricultura. Su padre Félix tenía una pequeña sastrería, su madre Josefa Díaz es ama de casa hacendosa y sencilla. Fue el tercero de seis hijos, de los que una niña murió muy pronto. Nació el 9 de abril de 1848 a las once de la mañana y fue bautizado al día siguiente en la colegiata de San Miguel.

Su familia se distinguía por su laboriosidad, honradez y piedad. En ese ambiente fue moldeando su espíritu. Era un niño inteligente y muy responsable. Su carácter era sereno y constante, Recordará a sus 37 años, hablando de su niñez: “A este templo (de las monjas dominicas) me traía mi padre de la mano y aquí rezábamos y cantábamos el rosario, cuando yo apenas podía balbucir las palabras”. Asistió a la escuela con regularidad y estudió latín con algunos sacerdotes. Jugaba con sus compañeros a los juegos tradicionales del tejo y de la pelota. Pero ya mostraba su generosa caridad privándose de las vaquillas en las fiestas del pueblo por acompañar a un niño enfermo.

Su genio vivaz y decidido lo mostró muy pronto. Era monaguillo de las dominicas. A la pregunta de la sacristana:

  • —¿Tú qué piensas ser?, respondió decidido:
  • —Yo, fraile.

Se le objetó:

  • —¿Tú fraile, tan calandrajo? ¿Para qué te quieren en el convento?

La respuesta fue rápida y sin dudas:

  • —¡Ya me pondré un sombrero de copa para parecer más alto!

Ezequiel, aún niño, se dejó seducir por Cristo. Imperceptiblemente se abrió a un misterio que se le ofrecía hecho carne en la vida cristiana de su familia, en las oraciones, en los actos de culto. Poco a poco se sintió invadido por una llamada cierta, incuestionable. Vivir con Jesús, ser de los suyos, darlo a conocer se irá convirtiendo en la pasión arrebatadora de su vida.

Poseía una hermosa y expresiva voz de tenor que lo hizo ser cantor en la real colegiata de Alfaro. Cuando lo oyó el obispo de Tarazona, lo invitó a ingresar en el seminario y le ofreció una beca. Su madre también le animó, pues había quedado viuda en enero de 1864 y tendría cerca de sí a su hijo sacerdote. Pero el adolescente Ezequiel mostró su entereza. Había participado a sus 13 años en la profesión de su hermano Eustaquio en Monteagudo, se sintió muy conmovido y había tomado la firme decisión de ser misionero en las lejanísimas tierras de Filipinas.

Y así lo hizo: el 21 de setiembre de 1864, a sus 16 años, ingresaba en el noviciado para aprender cómo ser fraile. Un año intenso de vida de comunidad y retiro en que se va asimilando un estilo de vida con siglos de experiencia, encauzada por la vida de comunidad. Un año después profesa vivir en pobreza, castidad y obediencia y jura ir como misionero a Filipinas. Estudia la filosofía en Monteagudo y al año siguiente, 1866, pasa a Marcilla, donde estudia la teología durante tres cursos. Ya entonces era tenido por sus compañeros como “el bueno”. El padre Juan Gascón inculcará en los jóvenes tres devociones que marcarán la vida de fray Ezequiel: al sagrado Corazón de Jesús, a María Inmaculada y la fidelidad al Papa.

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