Comenzamos el año del primer centenario del fallecimiento de san Ezequiel Moreno (1848-1906) con un reportaje dedicado a su biografía, marcada en todo instante por su deseo incontenible de sembrar el Evangelio y de seguir a Jesús desde el carisma agustino recoleto.
A mediados de 1905 se siente cansado, con una llaga en el paladar que sangra y que no cierra, aunque él intenta llevar su vida de trabajo. En octubre el diagnóstico es claro: es cáncer y hay que operar.
- Me he puesto en manos de Dios. Él hará su santa voluntad. Hay que descansar en lo que él quiera hacer. ¡Qué consolador es todo esto!, exclama.
- Una comisión del clero le insta a acudir a España. Él les atiende.
Llega a Madrid el 10 de febrero de 1906 y, ante el estado del enfermo, sus hermanos recoletos le urgen a operarse allí mismo, sin ir a Barcelona. A los cuatro días, en el sanatorio del Rosario, el doctor Celestino Compaired lo opera casi sin anestesia. Es una operación dolorosísima, con cauterizaciones al rojo vivo, con raspaduras. Todo lo soporta el enfermo con paz absoluta, exclamando de vez en cuando:
- ”Bendito sea Dios”, “Dios mío, dadme resignación para sufrir por vos”.
Es un santo, decían en la clínica. De nuevo el 29 de marzo se repite la operación.
Todo resultó inútil. Se agravaba el enfermo, continuaban los dolores. El cáncer avanzaba inexorable. Ya había perdido un oído y hablaba con dificultad. Su decisión es clara: Me voy a morir a los pies de mi madre la Virgen del Camino. Siempre vivió como agustino recoleto, buscó la compañía de sus hermanos, vistió el hábito. Ahora podía volver a su añorada celda conventual, anegado en su vida interior. El 31 de mayo sale en tren rumbo a Monteagudo, adonde llega al día siguiente. Elige una celda austera, con una pequeña tribuna que le permite ver el sagrario y el camarín de la Virgen.
Sus dolores son atroces, pero en todo el tiempo de la enfermedad no se le observa ni un acto de impaciencia ni perder un momento su dulzura habitual y su modo de ser. Hasta el 19 de junio pudo levantarse y hasta pasear por la huerta. Después ya no salió de su celda. Vive ensimismado en su oración, más allá de las realidades de este mundo. Mira con ternura al crucifijo, acaricia alguna estampa de María. Casi el último día de su vida escribe penosamente un telegrama de agradecimiento al Papa, de quien ha recibido una bendición. Siempre hijo fiel de la Iglesia.
El 18 de agosto pasa una noche muy agitada. Hasta que a las seis de la mañana se sienta en la cama, arregla cuidadosamente las ropas, alisándolas y estirándolas bien. Queda inmóvil un par de horas, en absoluta tranquilidad. Y a las ocho y media, teniendo 58 años de edad, descansa en el Señor.
Su fama de santidad ha pervivido intensa tanto entre sus hermanos religiosos como aún más en el sencillo pueblo cristiano, que no le olvida. Pocos obispos han alegrado y confortado tanto con sus acciones a los católicos fieles. En 1910 se abrió el proceso de canonización en Tarazona. En 1975 es beatificado por Pablo VI. Y el papa Juan Pablo II lo canoniza en Santo Domingo, el 11 de octubre de 1992, en el V Centenario de la evangelización de América.
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