Agustín y el registro del diablo “En cierta ocasión estaba san Agustín leyendo un libro y, absorto en la lectura, vio de pronto pasar por delante de él al diablo cargado con un códice enorme sobre los hombros. Al verlo, el Santo ordenó al demonio: —¡Alto ahí! ¡Párate y dime inmediatamente qué libro es ése […]

Agustín y el registro del diablo

“En cierta ocasión estaba san Agustín leyendo un libro y, absorto en la lectura, vio de pronto pasar por delante de él al diablo cargado con un códice enorme sobre los hombros. Al verlo, el Santo ordenó al demonio:

—¡Alto ahí! ¡Párate y dime inmediatamente qué libro es ése que llevas sobre tus espaldas!

El demonio contestó:

—En este libro están escritos todos los pecados cometidos por los hombres de todas las regiones de la tierra desde el comienzo del mundo hasta hoy. Yo mismo los he ido anotando a medida que incurrían en ellos.

—En este caso -respondió el Santo-, también habrás consignado en esas páginas lo relacionado conmigo. Muéstrame, pues, lo que sobre mí has escrito.

El demonio descargó el libro, lo puso sobre la mesa, lo abrió y mostró a Agustín el lugar en que se hablaba de él. Se trataba de una sola anotación, la única que en tan voluminoso códice se refería a su persona, y en ella se decía meramente: “Un día se olvidó de recitar las completas”. San Agustín, en cuanto la leyó, dijo al demonio:

—No te muevas de aquí; espera a que yo vuelva.

Dada esta orden, salió de la habitación, se fue a la iglesia, rezó devotamente aquellas completas que por olvido dejara de rezar algún día en tiempos lejanos, regresó a donde el diablo le aguardaba y le dijo:

—Quiero ver de nuevo esa anotación que se refiere a mí.

El demonio abrió nuevamente el libro, comenzó a revisar sus páginas y a pasar hojas y hojas cada vez más nervioso, cada vez más deprisa y cada vez más enfurecido, porque, por más que buscaba y rebuscaba, no lograba localizar la acusación que contra Agustín había escrito. Al fin dio con el lugar exacto en que años antes había anotado aquella falta; pero, al ver que el espacio estaba en blanco, en un arranque de ira dijo al Santo:

—Me has engañado como a un imbécil. ¡Qué insensato fui al dejarte leer lo que contra ti tenía aquí consignado¡ Ahora caigo en la cuenta de lo que ha ocurrido: te fuiste a orar y con tus oraciones conseguiste que quedara borrada la falta en que hace años incurriste.

Dicho esto, el diablo, confuso y avergonzado, desapareció”.

En cada uno de estos dos frontones hay dos escenas. Las cuatro se ordenan siguiendo el relato de Santiago de Vorágine. Los personajes son siempre los mismos: Agustín con aureola y vestido de obispo; y el diablo, deforme, con sus garras de rapaz en vez de pies, cargando el libro de los pecados de los hombres. El Santo pide que se lo enseñe, y en él descubre su falta. Así que va y reza las completas que había olvidado, y luego vuelve a comprobar que el apunte ha desaparecido.

Ni Sacchi, y tras él Agostino e la sua arca (en pp. 34.62-63) ni Majocchi (cf. pp. 45 y 48), supieron reconocer esta escena. Para ellos, aquí se representa otras de las disputas que Agustín tuvo con algún hereje, retratado aquí, por eso, con patas de ave.

Al final de su vida, cura a un enfermo

“Durante su última enfermedad, fue a visitarle un conocido suyo, también enfermo. Y, como éste le rogara que le pusiera una de sus manos sobre su cuerpo y le devolviera la salud, Agustín replicó:

—Pero ¿cómo se te ocurre pedirme semejante cosa? Si yo tuviera esos poderes que me atribuyes, no estaría como estoy; ya habría usado de ellos para curarme a mí mismo.

El forastero, no obstante, insistió en su demanda diciendo, para justificar su insistencia, que había tenido una visión y que en ella se le había indicado que, si quería sanar, acudiese a Agustín.

Entonces, el Santo, conmovido por la perseverancia y prueba de fe de su visitante, oró por él y, en efecto, éste quedó sano” (VORÁGINE, p. 540).

Aunque al fondo aparece una ciudad, la Hipona sitiada por los vándalos, la cortina que hay delante da a entender que la acción transcurre en un interior. Agustín está en su habitación, en el lecho de muerte, por más que se le represente revestido de sus insignias episcopales. Le atienden dos de sus religiosos. Delante de él, el enfermo de que habla la leyenda parece mostrarle las manos, hinchadas y paralizadas. Con una bendición, el Santo lo cura. Sacchi sólo ve en esta escena la muerte de Agustín. Lo mismo, Agostino e la sua arca, p. 34.

Se le aparece al rector de una iglesia y lo sana. Este preside, a continuación, la fiesta del santo

“El rector de cierta iglesia llevaba tres años en cama, aquejado de grave enfermedad. Como era muy devoto de san Agustín, el día anterior a la fiesta del Santo, por la tarde, al oír que tocaban a vísperas, comenzó a invocarle y a encomendarse a él con todas las veras de su alma. Cuando de esta manera le estaba invocando, san Agustín, vestido de blanco, se le apareció, le llamó tres veces seguidas por su nombre y le dijo:

—Puesto que tan insistentemente me has rogado que venga en tu ayuda, aquí me tienes. Levántate ahora mismo. Si te das prisa, puedes llegar a tiempo a la iglesia y presidir el canto de vísperas.

El sacerdote se levantó completamente sano, se fue a la iglesia, entró en ella y, con gran admiración del clero y de los fieles, que quedaron estupefactos al verlo, presidió el canto de las vísperas en honor del Santo” (VORÁGINE, p. 545).

Tampoco esta vez acierta Sacchi, que no sabe identificar la segunda escena, y en la primera cree tratarse de la curación de un caballero de Hipona a quien iban a cortar una pierna (Cf. Agostino e la sua arca, pp. 34-35). Poco más añade Majocchi (p. 47).

De nuevo estamos dentro de una habitación, como señala la cortina del fondo. Postrado en cama y con las manos juntas, en actitud orante, yace el clérigo. Insinuando un gesto de bendición, Agustín se le aparece, se inclina sobre él y lo cura.

En la segunda escena nos encontramos en ambiente de fiesta: puede apreciarse el volteo de las campanas, en el campanario; esa especie de ramas que sale por las ventanas quiere representar, posiblemente, guirnaldas y enramadas que realzan la festividad de san Agustín. La gente se arremolina, llena de asombro, al descubrir al rector milagrosamente curado. Éste junta las manos en gesto de acción de gracias.

Libera a un prisionero. Lo lleva a beber al río

“El marqués de Malaspina había metido en la cárcel a varios caballeros de Pavía y, para extorsionarlos y sacarles grandes cantidades de dinero, prohibió a los carceleros que les suministraran ni una sola gota de agua. La sed que sentían los desgraciados prisioneros era tan ardiente que algunos de ellos estaban a punto de exhalar su último suspiro y otros, no pudiendo soportarla más, llegaron a beber sus propios orines.

Uno de los encarcelados, joven de edad y muy devoto de san Agustín, un día comenzó a rogar al santo que viniera en su auxilio. Aquella misma noche, hacia las doce, san Agustín se apareció a quien tan devotamente lo había invocado, se acercó a él, lo asió de la mano derecha, lo sacó de la prisión, lo condujo hasta la orilla del río Gravelón y, formando con una hoja de parra una especie de cuenco, proporcionó a su sediento devoto cuanta agua quiso beber; y, de este modo, el que momentos antes estaba a punto de beber su propia orina para mitigar su sed, sintióse tan aliviado que, aunque en aquel momento le hubiesen dado de beber una copa del néctar más exquisito, no hubiera bebido ni siquiera una gota de él” (VORÁGINE, p. 545).

El artista sigue paso a paso el relato de Santiago de la Vorágine. En el primer panel vemos al prisionero, ya fuera de la cárcel y arrodillado ante el Santo, que le ha quitado las esposas. En el segundo encontramos a los dos ya junto al río, del que Agustín invita a su devoto a beber.

Sacchi no entra en concreciones: se limita a decir que Agustín libera a un prisionero y lo devuelve a su casa (Cf. Agostino e la sua arca, p. 34). Majocchi, por su parte, reconoce que no consigue identificar en concreto la escena (cf. pp. 46-47).

Cura a una endemoniada

“Yo conozco una señorita de Hipona que, habiéndose frotado con el aceite en que el sacerdote que oraba por ella había mezclado sus lágrimas, fue al instante librada del diablo. Sé, además, que lo mismo acaeció a un muchacho la primera vez que un obispo, sin haberlo visto, oró por él” (De Civ. Dei XXII, 8, 8 PL 41, 765).

La anécdota la cuenta san Agustín en La Ciudad de Dios, sin identificar a los personajes. Es la Leyenda la que se encarga de atribuirle la curación al propio Santo: “No cabe duda, dice, de que en ambos casos el autor de los milagros fue él [Agustín], aunque por razones de humildad no quisiera declarar esa circunstancia” (VORÁGINE, p. 541). Es lo que aquí plasman los artífices del arca. El Obispo de Hipona, de pie, se apresta a realizar el exorcismo. Ante él está la posesa, sujeta por cuatro mujeres. Por más que esté de rodillas, no manifiesta respeto ni devoción: retuerce el cuerpo y vuelve la cabeza, al tiempo que saca la lengua.

Desvía hacia su tumba a un grupo de romeros lisiados. Estos salen curados de San Pietro in Ciel d’Oro

“Hacia el año 912 del Señor, más de cuarenta hombres procedentes de Alemania y Francia, todos ellos muy enfermos, emprendieron una peregrinación a Roma para visitar los sepulcros de los santos Apóstoles. Algunos de ellos hacían sus viajes sirviéndose de un cajón de madera, metidos en él y arrastrándose por el suelo; otros caminaban apoyándose en cayados; los ciegos iban tras los que veían, agarrados a ellos; los paralíticos de pies y manos avanzaban como podían.

Pasada la cordillera [de los Alpes], llegaron a un lugar llamado Carbonera; después, a otro que distaba ya sólo tres millas de Pavía y que se llamaba Cana. Y, al entrar a esta población, vieron que de la iglesia de los santos Cosme y Damián salía un obispo vestido de pontifical. Este prelado, que era san Agustín, pero que ellos no reconocieron, se acercó adonde estaban, los saludó y les preguntó:

—¿Adónde vais?

—A Roma, le contestaron.

San Agustín les dijo:

—Id a Pavía y, en cuanto lleguéis a la ciudad, preguntad por el monasterio de San Pedro o Cielo de oro, que por este nombre es conocido vulgarmente. Llamad a su puerta y allí hallaréis la misericordia que vais buscando.

Entonces los peregrinos le preguntaron:

—¿Quién eres tú? ¿Cómo te llamas?

Él les respondió:

—Me llamo Agustín. En tiempos pasados fui obispo de Hipona.

Dicho esto, el prelado desapareció.

Los peregrinos prosiguieron su marcha, llegaron a Pavía, preguntaron por el monasterio que el obispo les había indicado y, al enterarse de que precisamente en la iglesia del dicho monasterio se conservaba el cuerpo de san Agustín, empezaron a dar voces y a exclamar:

—”¡Oh san Agustín, ayúdanos!”.

…nada más llegar junto al monumento donde se conservaban las reliquias de san Agustín, sintiéronse repentinamente curados de sus respectivas enfermedades, y adquirieron un aspecto tan saludable cual si jamás hubiesen parecido dolencia alguna” (Ib., p. 545-546).

En la escena de la izquierda, Agustín tiene la mano extendida en gesto de hablar a los lisiados, recomendándoles dirigirse a San Pietro in Ciel d’Oro. Los que antes se ayudaban de bastones y muletas, salen a la derecha ya curados de la iglesia del monasterio, la misma iglesia representada en la escena de la traslación del cuerpo del Santo (cf. supra, nº 9), la misma básicamente que puede verse hoy.

Sacchi tampoco pudo identificar estas escenas: cf. Agostino e la sua arca, p. 34. Sí lo consigue en parte Majocchi, aunque a través de una carta de Pietro Oldrado (cf. pp. 45-46).


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