Agustín da clases en Roma y Milán “Comencé, pues, a reunir en mi casa [de Roma] a un pequeño grupo de estudiantes…” (Conf. V 12, 22. Seguimos la traducción de José Cosgaya, en SAN AGUSTÍN, Confesiones, Madrid, BAC minor 70, 1988, 2ª ed., pp. 157-158) “Con motivo de haber cursado la ciudad de Milán una […]
Agustín da clases en Roma y Milán
“Comencé, pues, a reunir en mi casa [de Roma] a un pequeño grupo de estudiantes…” (Conf. V 12, 22. Seguimos la traducción de José Cosgaya, en SAN AGUSTÍN, Confesiones, Madrid, BAC minor 70, 1988, 2ª ed., pp. 157-158)
“Con motivo de haber cursado la ciudad de Milán una solicitud al prefecto de Roma para que se proveyera a aquella ciudad de un profesor de retórica, con derecho a disfrutar de los transportes públicos, presenté personalmente mi solicitud… Solicité del entonces prefecto Símaco que, después de realizar unas pruebas de dicción sobre un tema propuesto, me enviase a Milán” (Conf. V, 13, 23).
Recoge este panel la actividad docente del Santo en las ciudades de Roma y Milán. Agustín aparece rodeado de discípulos, que le escuchan con atención. Se le identifica con la aureola dentada, que le acompañará hasta la escena del bautismo (infra, nº 5).
A la derecha del espectador se levanta la ciudad de Roma, como queda claro por su emblema: SPQR (Senatus PopulusQue Romanus). La otra ciudad es Milán.
Entre el auditorio de Ambrosio
“Sus elocuentes sermones [de Ambrosio] proporcionaban generosamente a tu pueblo la flor de tu harina, la alegría de tu aceite y la sobria embriaguez de tu vino. Yo ponía todo mi interés en escucharle cuando hablaba al pueblo… Estaba pendiente y suspenso de sus palabras… Disfrutaba asimismo de la suavidad de su discurso…” (Conf. V, 13, 23).
“[Mónica] acudía con mayor entusiasmo a la iglesia, quedando extasiada ante los labios de Ambrosio como ante un surtidor de agua viva que brota hasta la vida eterna. Amaba a aquel hombre como a un ángel de Dios…” (Conf. VI, 1, 1).
El joven Agustín escucha a san Ambrosio, obispo de Milán, que está predicando, con gesto elocuente; nótese la aureola de uno y otro. Acompaña a aquel, seguramente, su amigo Alipio, que sería el personaje que se sienta a su derecha. Muy posiblemente está representada también santa Mónica, en la mujer que se cubre la cabeza al pie del púlpito.
Visita a Simpliciano. Escena del “tolle, lege”
“Entonces me sugeriste la idea… de acudir a Simpliciano… A mis oídos había llegado la referencia de su vida piadosísima, consagrada a ti desde la juventud. En la actualidad era ya un anciano… Me dirigí, pues, a Simpliciano, padre, según la gracia, de Ambrosio… Le conté todas las alternativas de mi error… A partir del momento en que tu siervo Simpliciano concluyó su relato sobre Victorino, ardí en deseos de imitarle. Tal era el objetivo que se había propuesto Simpliciano al contarme el caso de este hombre” (Conf., VIII, 1, 1 (p. 236); 2, 3 (p. 238);5, 10 (p. 246). Cf. De Civ. Dei X, 29, 2 PL 41, 303-304).
“De repente oigo una voz procedente de la casa vecina, una voz no sé si de un niño o de una niña, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. En ese momento, con el semblante alterado, comencé a reflexionar atentamente si acostumbaban los niños en algún tipo de juegos a cantar ese sonsonete, pero no recordaba haberlo oído nunca. Conteniendo, pues, la fuerza de las lágrimas, me incorporé, interpretando que el mandato que me venía de Dios no era otro que abrir el códice y leer el primer capítulo con que topase… Así pues, me apresuré a acudir al sitio donde se encontraba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del Apóstol cuando de allí me levanté. Lo cogí, lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos: ‘Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos, más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias’ (Rom 13, 13-14). No quise leer más ni era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda” (Conf. VIII, 12, 29).
Se representan aquí dos escenas. A la izquierda, Agustín se entrevista con Simpliciano, que aparece con halo de santidad y vestido de monje dentro de una ermita. Este ilustre sacerdote milanés es quien, en las Confesiones, informa a Agustín de la evolución espiritual de Mario Victorino y, con el ejemplo de éste, le impulsa a la conversión.
La conversión, justamente, es lo que se escenifica a la derecha. Un Agustín con cara de circunstancias, sentado a la sombra de un árbol, oye la invitación “¡Toma y lee!”, y se vuelca sobre el libro de las cartas de san Pablo. Es de notar que, en el relato de las Confesiones, Agustín oye la cantinela -en apariencia, casual- de unos niños; aquí, el artista subraya el origen divino de la sugerencia dando entrada a un ángel que trae el libro.
Bautismo y vestición de hábito
“También Alipio quiso renacer en ti junto conmigo… Le asociamos [a Adeodato] como coetáneo nuestro en tu gracia para educarlo en tu doctrina. Recibimos el bautismo y huyeron de nosotros las inquietudes de la vida pasada” (Conf. IX, 6, 14).
Se funden en una las dos escenas: el bautismo y la vestición monástica del Santo. El hecho tal del bautismo no aparece aquí de forma explícita, lo que seguramente despistó a Sacchi, que ve en esta escena la toma por parte de Agustín del vestido propio de catecúmeno. Por eso hace ara lo que es pila bautismal y deja sin identificar a Adeodato. Aunque sí está la pila bautismal y, alrededor de ella, los personajes mencionados en las Confesiones: Ambrosio, Agustín, el niño Adeodato y Alipio. Por primera vez, la aureola del Santo es redonda: Agustín ya es cristiano.
Curiosamente, en vez de las aguas bautismales, Agustín recibe de manos de Ambrosio el hábito monástico, con su capucha. Luce, además, en la cabeza el cerquillo típico de los monjes. Por más que al ojo crítico le parezca un anacronismo flagrante, se basa esta escena en leyendas que en la Edad Media tuvieron mucho pábulo; los Sermones ad fratres in eremo, por ejemplo, durante siglos atribuidos a san Agustín y, por eso, sumamente influyentes, ponen en boca del Santo el recuerdo de esta escena: “Cuando, a mis 30 años, el santo padre Ambrosio me regeneró en Cristo, dijo, respondiendo a una pregunta mía: —‘Pensad, hermanos, cuán reprensible sería que, bajo el hábito monástico que vestís, ocultarais la soberbia o la lujuria’”: Sermón 27 PL 40, 1282d; y expresa, cuando menos, la continuidad existente entre el bautismo y la consagración a Dios en la vida religiosa.
Al margen, aparecen las figuras de san Simpliciano, de pie, y santa Mónica, de rodillas, ambos aureolados. Su presencia da a entender que los dos tomaron parte en el proceso cuya culminación recoge la escena.
Funeral de santa Mónica
“Enterados de lo que ocurría, se dieron cita allí muchos hermanos y piadosas mujeres… Tras levantar el cadáver, lo acompañamos, y luego volvimos sin llorar. Ni siquiera en aquellas oraciones que te dirigimos cuando se ofrecía por ella el sacrificio de nuestro rescate, con el cadáver al pie de la tumba y antes de su inhumación, según costumbre de allí, ni siquiera en estas oraciones, repito, lloré…” (Conf., IX, 12, 31-32).
El cuerpo aureolado de Mónica es conducido a hombros de religiosos hacia la iglesia de santa Áurea, en Ostia, donde reposará durante siglos. Agustín, vestido también él de monje, acompaña los restos de su madre. Con él están tres seglares, de los cuales dos pueden ser Adeodato y Evodio, mencionados en las Confesiones (Conf., IX, 12, 29-31).
Agustín da la regla a sus monjes
“Ordenado presbítero, luego fundó un monasterio en la iglesia, y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla establecida por los apóstoles (Vita V PL 32, 37).”
En rigor, esta escena no aparece en los relatos biográficos de Agustín como tampoco en las leyendas referentes a él. Responde, más bien, a un esquema iconográfico común entre los fundadores. El Santo está rodeado por sus hijos, a los que entrega la Regla, escrita en un pergamino. Él está vestido como monje, lo mismo que quienes lo reciben; algunos de éstos llevan un bastón, símbolo distintivo de los ermitaños. Muchos de los religiosos están de rodillas y en actitud orante; reciben la Regla con veneración. San Agustín es representado como fundador de los Agustinos Ermitaños.
Refuta a Fortunato, que sale de Hipona llorando, y bautiza a los maniqueos convertidos
El episodio lo relata el biógrafo del Santo, Posidio, aunque sin descender a detalles como el llanto de Fortunato o el bautismo de sus seguidores (Vita, VI PL 32, 38). Tampoco logró identificar este episodio Sacchi, ni integrar las tres escenas. Para él, se recoge, por un lado, a Agustín en una de sus muchas disputas; por otra parte, el Santo administra el bautismo a un grupo de jóvenes; y, en tercer lugar, hay un personaje que se tapa la cara para no ver el bautismo (Cf. Agostino e la sua arca, p. 33; hace suya la opinión de Sacchi en pp. 74-75).
En el relieve se distinguen claramente tres escenas. A la izquierda, ante un auditorio de religiosos, Agustín y el sacerdote maniqueo Fortunato mantienen pública disputa sobre cuestiones doctrinales. Fortunato es rebatido con contundencia, hasta verse obligado a abandonar Hipona lleno de vergüenza (escena superior de la derecha). A consecuencia de esto, muchos maniqueos se convierten y son bautizados (inferior derecha).
Es de notar el anacronismo en que incurre el artista. San Agustín es representado como obispo, cuando los episodios que aquí se reproducen ocurrieron el año 392 y son, por tanto, anteriores a su ordenación episcopal (395).
Traslación del cuerpo de Agustín
“Después de que san Agustín murió, los fieles tomaron su cuerpo y, para evitar que cayera en manos de los bárbaros que habían invadido toda aquella tierra y profanaban los templos y las cosas santas, lo trasladaron a Cerdeña.
Doscientos años más tarde, o sea, hacia el 718 de nuestra era, Luitprando, piadoso rey de los lombardos, al enterarse de que los sarracenos habían devastado esta isla, envió a ella unos emisarios suyos para que sacasen de allí los restos del santo Doctor y los llevasen a Pavía. Estos emisarios tuvieron que abonar por el venerable cuerpo una considerable cantidad de dinero, pero lograron rescatarlo y lo condujeron hasta Génova… en una continua manifestación de gozo, el cuerpo de san Agustín fue llevado de ciudad en ciudad desde Génova a Pavía, quedando finalmente depositado y reverentemente colocado al llegar a su destino en la iglesia de San Pedro, popularmente conocida con el nombre de Cielo de oro” (VORÁGINE, p. 542).
Se despliega en dos bajorrelieves, que muestran en paralelo dos escenas cada uno. La secuencia va de derecha a izquierda: primero, la travesía marítima; luego, el viaje por tierra hasta Pavía.
A la derecha, arriba, un barco toma puerto en Cerdeña. Viajan en él un rey (Luitprando), un obispo (Pedro de Pavía) y un religioso. Los mismos que aparecen en la mitad inferior, en el barco que, levada el ancla y a velas desplegadas, zarpa de la isla con los restos sagrados de Agustín.
Tanto el Rey cono el Obispo siguen presidiendo la traslación en el panel de la izquierda. En solemne procesión de religiosos y fieles, el cuerpo del Santo es portado a hombros e introducido primero en Pavía (abajo) y luego en San Pietro in Ciel d’Oro (arriba).
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