Inés Parrondo nació en Madrid hace 28 años y es psicóloga. Lleva más de dos años ayudando a recomponer las quiebras interiores de los niños acogidos en una institución que los agustinos recoletos regentan en Costa Rica.
El dolor, el miedo, los golpes, las lágrimas… son las cicatrices que inundan el corazón y el alma de muchos jóvenes que llegan a nuestra Ciudad de los Niños. Su defensa, su máscara, su armadura es la agresión, la rebeldía, la indiferencia, el rencor y el odio a una realidad que les ha negado la oportunidad de jugar libremente, de soñar, de gozar de la niñez… de vivir.
Muertos en vida, tocan las puertas de esta su casa, un espacio de gran belleza natural donde se les proporciona cobijo, comida, bellos terrenos de juego, formación profesional y —lo más importante— un abrazo de amor, de atención, de escucha. Descubren una nueva realidad donde su nombre, su voz, su ser y hacer tienen un sentido, una misión. Pasan a formar parte insustituible de una obra católica de formación integral donde el aprendizaje emerge de cada compartir, de cada sentir, de cada mano extendida dispuesta a ayudar, de cada palabra de aliento, del descubrimiento del otro.
Fragmentados emocional y espiritualmente, llegan a Ciudad de los Niños en busca de una capacitación que les permita ser alguien más a los ojos de una familia y una sociedad que les exige, les margina y asfixia. No se percatan de que sus verdaderas necesidades son la atención, la orientación y el cariño.
Al convivir y compartir con otros jóvenes que, como yo, cargan sobre sus espaldas una dolorosa experiencia de vida y fuertes heridas en su fe, poco a poco comienza a surgir en nuestro interior una inquietud, un cosquilleo, una ilusión, que se traducen en un leve su-surro, una dulce caricia, una sonrisa. Nos vemos inducidos a la búsqueda de algo, de alguien que desconocemos en su grandeza. Nuestra necesidad de sanación espiritual se convierte en un grito, en una lucha, en una búsqueda del Maestro, del Padre. La luz comienza a surgir y cicatrizar nuestro corazón herido, al descubrir la Gracia y el Amor del Creador que consuela nuestro dolor, acompaña nuestra soledad y nos hace protagonistas del renacer con Él y para Él.
Esa búsqueda de Dios se va materializando cuando se agrieta la máscara que cubre su identidad, cuando se acorta la distancia con su medio familiar y social agresor. La reconciliación, el placer por la vida y el perdón son su nueva defensa.
Descubren unas manos con habilidades artísticas en el trabajo de la madera, el hierro, el metal…, se conjugan con la naturaleza para retornar a su niñez y al gozo de aprender y soñar. Aprenden a respirar profundamente, y dejarse envolver por las fragancias de la vegetación, el dulce cantar de las aves… la inmensidad del cosmos. Agradecen tanta belleza y grandeza celestial.
El silencio se convierte en su compañero en la noche: el descanso y la paz sustentan sus sueños, al sentirse protegidos. Toman conciencia de sus piernas, que avanzan y enriquecen su de-sarrollo durante tres años de formación. Reflejan su rostro en el espejo sin apartar la mirada, sorprendiéndose de lo transmitido por la calidez de sus ojos; se encuentran a sí mismos, seguros y con un gran proyecto de vida.
Cada uno de estos jóvenes que, como niños, se postran humildemente ante su Padre amoroso, como milagros de vida, se abandonan al cariño, al reposo y a la alegría que les envuelve en su presencia. ¡Miro en mi interior y me encuentro roto sin ti Señor!
De nuestro cuerpo y alma emergen sentimientos de gratitud y reconciliación; un calor intenso inunda nuestros corazones deseosos de dar amor… y descubrimos a Dios en todos y cada uno de los cambios acaecidos en nuestro ser y sentir en esta Ciudad de los Niños.