Sí, era una niña que pensaba en Dios. Para mí la cosa empezó cuando hallé en mi alma de niña, sin saber cómo, una clara intuición de la belleza y la bondad de Dios. Me gustaba la vida con sus atractivos: reír, jugar, el sol iluminándolo todo, la vida de familia. Pero muchísimo más, sin comparación, me atraía encontrar a Dios en mi interior.

Y así empezó mi aventura, el sentido de mi vida. Se me regaló. Vi que dedicarme a Dios tenía pleno sentido. ¿Cómo no dedicarme a amarlo, a alabarlo? Así que irme al convento fue cosa fácil. Sin saberlo había elegido la mejor parte (Lc 10, 41).

Sí, debía abandonar todo lo que era mío: padres, hermanos, futuro… Y debía, con las manos vacías, dis-ponerme a recibir la perla preciosa (Mt 13, 46) que fulguraba en mi interior y mi Dios me regalaba. En adelante mi existencia iba a ser una vida en tensión de eternidad. Y aunque exigía un gran esfuerzo, pues debía vencer mi orgullo, dominar mis malas inclinaciones, allí brillaba la luz del Señor, que me iluminaba y hacía ver qué era lo que valía la pena, lo importante.

No estaba todo tan hecho como yo me lo quise imaginar. No solo era dejar lo de fuera, que es algo bastante concreto. Había que entrar adentro, y yo casi no lo sabía… Así que por este camino al interior fui avanzando entre luces y sombras, pasos decididos y algún traspiés titubeante. Dudas, temores, búsqueda siempre, a veces a tientas. Cristo es la persona seductora que sigue atrayendo en el interior, pero a veces se esconde, se difumina.

Yo tenía muchas cosas: afectos, ideas, apegos, escrúpulos, temores, falta de amor, ignorancias que hay que purificar y de lo que desprenderme, porque me estorbaban, aunque yo entonces no lo supiera muy bien. Al cabo de los años una no puede menos de advertir avances, valoraciones más profundas. Ves una fuerza que no ha procedido de ti ni de recursos exteriores. Y no te lo explicas, pero sí sabes que ha habido una luz en tu interior que ha guiado tus pasos.

Y llegaban momentos de decisión. Por ejemplo, la responsabilidad recibida en el convento de guiar a las hermanas como priora fue para mí un reto de obediencia que me contrariaba mucho. Acudí a mi interior, hablé con el Señor. Me vi iluminada. Lo que me disgustaba, me empezó a ilusionar y resultó como coser y cantar. Y lo mismo me ha pasado también en decisiones más arduas, en esas en que debes dar cuanto tienes y más de lo que tienes. Como cuando ante mí se me presentó, ya a una edad madura, salir de la patria, comenzar una vida nueva, separarme de nuevo de todo lo conocido y enfrentarme con otras lenguas y otras razas… De nuevo, acudí a mi interior, hablé con el Señor. Me vi iluminada.

Pues bien, en todo este recorrido, ni los libros, ni los maestros humanos han sido la luz, aunque tales medios hayan sido vehículos estupendos y necesarios; ha sido, en definitiva, el Maestro Interior el que ha hecho que todo esté iluminado con el reflejo vivo de su propia luz. Y esta luz sólo se halla en el interior del alma. Como aquel inesperado fogonazo de luz que, en un momento dado, repentinamente me dio a conocer desde dentro, con inexpresable luz y convicción, que Dios es amor, el Amor.

La interioridad, si bien tiene cimientos de conocimiento propio, no es repliegue sobre sí, simple introspección, sino búsqueda de algo más profundo y más íntimo que el propio ser. «Señor, conózcame a mí, conózcate a ti» rezaba San Agustín. El final no es conocerse a sí mismo, sino ascender hacia Dios a la luz de su eterna Luz que brilla en el alma cuando la gracia la habita. En definitiva, es un entrañable y luminoso encuentro con el Dios que nos espera en el interior para hablarnos al corazón.

Y todo, aprendiendo de María, maestra y modelo supremo de vida interior. Y para gloria del Dios tres veces santo. Gloria al Señor.

Hermana Rosa María
Monja agustina recoleta